30 diciembre 2005

Por donde pecas, pagas: I PARTE

No sabes lo que pasa detrás de las persianas blancas de una casa azul, no sabes que en la sala está tu mujer sentada junto a tu mejor amigo de la infancia y frente a ellos otra mujer, pelo negro en rulos enredados y mirada todavía tan juvenil, que cuenta los detalles de su nueva vida en un caserío al interior de la cordillera, no sabes que tu mujer y tu amigo se tocan las rodillas, a veces se toman de la mano o se acarician la espalda, se ríen juntos abrazándose, no sabes que beben un vino tinto un poco helado por el frío invernal, pero que lo calientan con sus manos, no sabes: tu ausencia lejana,  tu ausencia mental, tu ausencia recluida te impiden ver. Tu amigo escolar escucha las historias de C., mientras en su mente se anticipan las escenas de este espectáculo que él mismo ha convocado y en el que no se pueden saltar etapas. Al acabar la primera botella de vino, C. y tu mujer salen bajo la lluvia a buscar otra sabiendo a medias, porque nunca se sabe del todo, la que la otra deseaba y lo que tu amigo buscaba. Ya tu mujer había descubierto en C. esa mirada de juego dulce e ingenuo, un poco curioso y anhelante que despertó el deseo de tocarla. El camino a la botillería les resultaba hermoso aquella noche fría de humedad mientras a cada una las intensas luces de la calle se les ocurría el eterno espía urbano. Al volver, en el zaguán, tu mujer besó a C. De pronto se le ocurrió un beso masculino, pero C. estaba demasiado excitada para calmar la angustia de su lengua. Tu mujer la separó de sí. Entraron a la sala, mientras le pasaban a tu amigo la botella para descorcharla dándole a entender cuál era el papel que de él esperaban. Durante algún tiempo más hicieron la comedia de la seducción, aunque tu mujer sabía que C. ya había violado su complicidad contándole a tu amigo el beso oculto. Trajeron un jarro de agua para que la embriaguez del vino no perturbara la lucidez de aquel momento. Entonces C. decidió romper el distancia que había entre ellos corriendo la mesa de centro y sentándose a los pies de tu mujer junto al fuego, como una gata remolona que busca la mano que la acaricie. Y tu mujer acarició el cabello y el rostro de C. diciéndole que era hermosa y dulce, posó las manos en cada una de sus mejillas, la presionó suavemente y la atrajo hacía sí mientras se deslizaba al suelo para besarla una vez más al tiempo que C. comenzaba a explorar con timidez el cuerpo de tu mujer que, sin embargo, con algún rasgo varonil albergado en ella, impidió a C. continuar con este juego y se adelantó a desvestirla primero manifestando así su dominio sobre la situación. La tomó de los brazos y se la entregó a tu amigo y mientras él la sujetaba y acariciaba la fue liberando de sus prendas a un ritmo pausado en contemplaciones de la piel que iba surgiendo blanca y suave en tranquilas lomas de carne. C. era hermosa. Su cuerpo estaba moldeado por el continuo trabajo en las acrobacias del teatro, por las caminatas en los cerros de la cordillera, mantenía todavía cierto aspecto adolescente por la falta de hijos y tenía la tersura de una piel desintoxicada. Tu mujer recorrió uno a uno sus lunares con la lengua, enloqueciendo de a poco a C., quien en cierto punto ya no pudo resistir el impulso de desvestirla también. Tu mujer actuaba como una maestra y C. la iba superando en cada acción y sentimiento, ponía más pasión y desenfreno, tironeaba y mordisqueaba, apretaba y hería mientras tu amigo trataba de cooperar con dificultad. Tu mujer lo miró entonces, pues permanecía completamente vestido, descolocado, intentando meter las manos donde las de C. lo permitían y que, en realidad, no era mucho. Deslizó a C. hacia un costado y se lanzó a la bragueta del pantalón, con los dientes desabrochó el botón, empujó el cierre y bajó apenas el calzoncillo hasta que su pene apareció. A ella, a tu mujer, y tal vez tú nunca lo llegarás a saber, le excitaba sobremanera ver este miembro carnoso y erecto fuera del contexto corporal, emergiendo de la ropa como un tótem prohibido que no podía dejar de saborear; de manera que se lo metió en la boca mientras su lengua era un remolino alrededor del glande macizo al mismo tiempo que buscaba a C. para atraerla hacia su delicia y juguetear ambas lenguas con el mismo premio. Tu amigo dejó escapar un quejido. Maldita ausencia. ¿Dónde estabas tú cuando se revolcaba este trío en la sala? ¿Dónde estabas cuando ese amigo que un día tú mismo metiste en la cama de tu mujer para verlos penetrarse se estaba solazando en tu casa? Entonces, dirás, en ese lejano entonces yo no amaba a mi mujer y me preocupaba más mi pene abrumado y muerto por las drogas que saber que un amigo mío poseía a la mujer que yo deseaba. Nunca imaginaste que un día llegarías a amarla y que, cuando por fin lo lograras, es decir sentir amor por otro, tu ausencia sería el escondite en que ellos se volverían a poseer con extrañeza y confusión. Ahora no sabes ni te imaginas a tu mujer atragantándose con el pene de tu amigo, enredando la lengua en la de otra mujer y esa otra mujer obsesionándose con un orgasmo mutuo, dichosa y curiosa explorando por primera vez una vagina que no es la suya, escarbando entre la multitud de vellos, negros y gruesos, que recubren esos labios húmedos de tu mujer, dejándose explorar mientras le acaricia con ternura el cabello enredado. A C. no le importaba el pene de tu amigo y tu mujer sólo deseaba la boca de él gritando con desesperación en su mente “bésame… por favor bésame y mójame”. En un principio, este hombre se turbaba al tener que repartir sus caricias por igual, temiendo dejar a una de lado por la otra, pero demasiado pronto se dio cuenta de que C. ya no estaba interesada en él, muchas veces, durante muchos años, habían ido conociendo sus cuerpos en sesiones sexuales desesperadas (ella era ardiente, loca, libre y bella). Tu mujer lo buscaba y C. la alejaba. Estaban las dos enajenadas por el deseo y el placer, no cedían en sus posiciones de poder y luchaban por tener el control del éxtasis de la otra, pero C. se dejó dominar, alargada en el suelo, extendiendo su belleza, su claro cuerpo sobre la oscura tabla, entregada al goce de la lengua de tu mujer reconociendo el secreto detrás de esos labios apenas depilados entre las piernas hasta que la lengua se hizo corta y la elongación mayor para admitir dentro de sí varios dedos telúricos que la asfixiaban como si la recorriera un halo antes de la muerte. Se quejó, se quejó más, más, más, más pedía y tu mujer más le daba pensando que era su reflejo, ella misma en sus fantasías, desdoblada, al otro lado del frágil cristal de plata. Entonces, nadie te recordó, las dudas se desvanecieron como las mentiras con que nos golpearon cuando niños. Ni siquiera había por ahí una imagen tuya con la mirada de hierro invocando a la fidelidad. No estabas ahí, en el momento en que se produjo una pausa y C. sacó un cigarrillo, lo prendió y siguió buscando a tu mujer mientras exhalaba el espeso humo sobre su cuerpo, aquel que tu ya conocías, delgado, cuyos embarazos tanto le había agregado como quitado, unos pezones exultantes, furiosos, quisquillosos, unas caderas anchas para sostenerla, empujarla y agarrarla, pero con esos pequeños quiebres en la piel, que habían convertido el camino liso y terso en un paisaje erosionándose. A tu mujer eso no le importaba, aunque dudaba de que existiera el amor necesario para cegar esos desgastes del cuerpo que ya se ha vaciado en otro más pequeño. Volvió a buscar a tu amigo, sentado en el sillón verde, ahora desnudándolo y refugiándose en sus brazos. Él la besó furiosamente (experimentaba una extraña furia) y ella se entregó por completo al placer que le regalaban, se dejó sentir un objeto de amor y deseo, aunque se preguntaba si tu amigo la quería. C. se concentró en sus pechos, tironeando esos pezones elásticos y duros y en buscar el fin de su vagina con los dedos mientras él la seguía besando, tonificando sus labios en los de ella, mordiéndose, mojándose y, con una de las manos, buscando el ano. Tu mujer penetrada por todos lados, con violencia y ternura, logró llegar al orgasmo en la boca (y más allá de la boca, tal vez en el centro) de tu amigo. Entonces se levantó, bebió un vaso de agua, se sentó en el suelo y empujó a C. encima de él. Lo miró intensamente. Deseaba ver como tu amigo penetraba a su compañera; sin embargo, C. pronto se aburrió de lamer el pene erecto y se dedico a darle unos besos furtivos en el rostro. Después descansó sobre su pecho mientras tu mujer podía ver como ese monumento que tanto deseaba iba encorvándose hasta casi perderse inocente entre los testículos. Hubo un largo silencio en que no se miraron. Inesperadamente tu amigo se levantó, se vistió y avisó que se marchaba, sin escuchar los reproches de las mujeres. Recogió las botellas vacías, las copas a medio beber, las colillas y las cenizas y llevó todo a la cocina. Allí tu mujer le rogó que no se marchara, que durmieran juntos, que se levantaran al otro día a desayunar con los niños, lo abrazó. Volvieron a la sala. C. se montó, a medio vestir, encima de tu amigo y él, con cólera contenida, le dijo que se bajara, que lo molestaba, que le estaba aplastando los testículos. Ella no lo escuchó, insistió, le habló suavemente de la pradera, de los cerros, del agua, del río, del duende. Más tarde se fueron a dormir todos juntos a tu cama, C. al lado de tu amigo y él pegado a tu mujer. Llovía mucho. Tu mujer y tu amigo permanecieron despiertos hasta que ella se hubo dormido profundamente. Entonces se besaron, se acariciaron, se penetraron, ella al fin tuvo su miembro erecto, duro, grueso, mojado en la boca atragantándole la garganta, tuvo sus quejidos y, finalmente, el semen mezclado con su saliva y untado en el rostro, el cuello y el cabello. Tu amigo la acarició, la atrajo hacia arriba, juntando sus mejillas y, en cada movimiento, sus fluidos desperdigándose en las mismas sábanas en que tú, ahora, no estabas.

29 diciembre 2005

Jairo y la comida

Es el título del último libro publicado por mi amiga Bernardita Muñoz. Es una historia de corte sicológico que trata el sempiterno problema de la alimentación de nuestros hijos. Lograr que los niños se alimenten es uno de los primeros puntos que trata cualquier manual de sicología en el capítulo referido a la nutrición. Por supuesto, también fue lo primero que leí con primer hijo. El clásico consejo, ante la negativa de algunos chicos de alimentarse, es dejarlos libres, no obligarlos, pues tarde o temprano la fisiología y el instinto de supervivencia hará lo suyo y el niño tendrá la imperiosa necesidad de alimentarse si no quiere morir y, en consecuencia, no ver más tele ni jugar con sus amigos ni ir al parque o sentarse frente al computador. Suena tan razonable que uno lo practica. La desilusión no tarda en llegar, el chico o chica efectivamente tiene hambre, pero todavía no está dispuesto a comerse el nutritivo plato que su madre (o padre) se ha preocupado de elaborar. Es más, se conformaría con un chocolate o un paquete de papas fritas. Ese un punto que no he encontrado en ningún manual de sicología: no se trata de que los chicos no quieran alimentarse (o lo hagan en demasía), sino de que, ante todo, casi por naturaleza cultural o falta de instinto, prefieren todo aquello que abulta, pero no nutre.

Bernardita toma a su personaje Jairo para contarnos la historia de un chico que no quiere comer desde la perspectiva del niño. Les cuento, a los que no tienen hijos, que la perspectiva de los padres no es mejor. Algunos logran dejar al pequeño sin comer, si son fuertes incluso llegan hasta la hora de la cena sin dar su brazo a torcer, pero la mayoría cede antes, desesperados ante el hecho de que el muchachito o muchachita se está desnutriendo. Peor aún, tan ansiosos están, que les da lo mismo lo que se echen a la boca: ¡el punto es que coma! Así es. El padre de Jairo lo deja sin comer y no le manda su colación a la escuela (o colegio, no me acuerdo), de modo que el niño en vez de ver cosas, ve alimentos, y llega muerto de hambre donde su padre que ¡oh! lo espera con un delicioso almuerzo que, en realidad (debo decírselo a Bernardita) ningún padre estará dispuesto a repetir por más de tres días. Esto me recuerda un maravilloso libro que saldrá pronto en Argentina, Hugo tiene hambre, ilustrado por Mónica Weiss y escrito por Silvia Schujer, sólo que en este caso Hugo es un chico de la calle que no tiene qué comer y para quién, como Jairo, todo se transforma en la imagen de un alimento.

(Si quieren saber más sobre el libro de Bernardita, hay un adelanto en la Revista Ají, y si quieren saber aún más, pueden escribirle al correo que allí aparece).


Construcción fotográfica: Yuri Dojc

28 diciembre 2005

Espejo, solo veo carne


En medio de la inesperada soledad en que quedé cuando él se internó en un centro de rehabilitación, me refugié en un lugar como éste, mundo virtual, de amigos con palabras, pero sin voces ni rostros, el foro de la revista de literatura infantil Imaginaria. Allí estaba él, llamándose Starosta, uno más de una serie de participantes de este grupo, hasta que, de pronto dejó de ser uno más. En ese momento, salió del complejo terapeútico, pero seguí tan sola como antes, tan amiga de Starosta como si mi pareja, mi amor enfermo, no hubiese regresado a Santiago. Las cosas no mejoraron mucho, salvo por los correos que iban y venían desde Buenos Aires. Me parecía un tipo excepcional y, puesto que deseaba escapar, ya saben, crucé la cordillera en busca de ese hombre que me había encantado sólo con sus escritos.

Nunca lo había visto, apenas sabía que era mayor que yo. Algunos me dijeron, antes, que estaba loca y me citaron varios casos mal terminados de relaciones establecidas por medio de la internet, incluso de raptos, violaciones y muertes. Sin embargo, yo lo conocía bien, a Pablo (aunque todavía no sabía cómo se llamaba).

Anoche Andrés me dijo:

- Aunque tengo unos deseos enormes de amar y construir una vida con Erica, me sucede que después involucrarme con la bailarina, no sé, la encuentro gordita, a veces su olor no me gusta e incluso me parece que ya no nos ajustamos sexualmente, como si mi pico flotara dentro de ella.

- Es patético- le contesté- Eres patético y triste.

Lo critiqué mucho, tanto que decidió cortar la conversación antes de que termináramos hiriéndonos. Lo que Andrés no sabe es que cada una de las cosas que me contó, cada una de las críticas que le hice, golpeaban mi carne porque, sí, yo estoy siendo tan estúpida y patética como él, dejándome llevar por exteriores que, de todos modos, se degradarán día tras día, tal como mi cuerpo ya se ha ido deteriorando, buscando, en cambio, un cuerpo donde no hay nada.

También, alguna vez , hace tan poco que lo pueden leer, pensé algo así de triste, lo amo, me encanta, no hay nadie que me haya tratado con tanto afecto y comprensión, mi vida es interesante y vital junto a él, pero... no me gusta tanto su cuerpo, sus piernas son tan flaquitas y su altura apenas supera la mía...

- Eres patética- me dije- Patética y triste.


Fotografía: Jo Ann Callis, Man Standing on Bed.

27 diciembre 2005

Sinfín



Mi vida se acabó el día en que lo conocí a él.

Antes pensaba que se había malogrado con la muerte de mi padre, el consecuente alcoholismo de mi madre o las violaciones sexuales. Ahora todo eso me parece pequeño, menos duro o, por lo menos, terminado. Nunca más vi a mi padre. Nunca más al triste y patético violador. Muchas veces me ha parecido que toda esta relación fue aún peor que las violaciones.


- ¿Por qué?- me preguntó alguien práctico- Si tú consentiste y hasta tuviste un hijo de él con tu venia y, para que haya violación…


- Ya sé lo que dice la ley- interrumpí- pero me temo que cuando niña, de alguna manera, también consentí, a punta de los engaños del hombre.

- Nadie te obligó a estar con él.


- Y a él nadie lo obligó a mentirme ni menos fingir que me quería.


Cada vez que abro esa puerta, seis veces por semana, para entregarle o recibir a mi hija, me siento como Prometeo encadenado, apenas vengo recuperándome de sus heridas, llega la rapiña a destrozarme las entrañas.

Nadar es como estar volando o como guarecerse en el útero o como deslizarse hacia la muerte, respiro profundo y rápido, boto las burbujas de mi aliento, abajo no hay nada más que mi piel acogida por el agua, afuera está el aire inundado de las canciones de Rafaella Carrá.

Siempre me gustó. Algún tiempo, niña, me obsesioné por tener un cuerpo como el de ella o por ser recorrida por tantas manos masculinas como sus acompañantes. Descanso de mi circuito de nado mientras escucho para hacer bien el amor hay que venir al sur… (etc., etc.)… búscate otro más bueno, vuélvete a enamorar… Así como mi genotipo me impedía llegar a poseer un cuerpo como el suyo, es probable que tampoco pueda vivir como en una de sus canciones. Miro alrededor. Mi vista se detiene en un pene espectacular con un cuerpo espectacular… ojalá lo conociera, ojalá me cayera bien, ojalá me acostara con él… pienso inútilmente. Quito la vista y vuelvo a nadar.

Más tarde, recibo a mi hija en la puerta, me desangro como cada vez, la dejo en su cuarto, besándola, porque no puedo hacer nada más, y lloro porque, claro, la amo, pero preferiría que nada de esto hubiese sucedido.

Al beber unas copas de vino pienso en invitar a algún amigo a beber conmigo (me encuentro contigo en el mensajero, ves...), a dormir conmigo y, quizás, hacer el amor, pero temo una negativa y, sobre todo, sé que no me servirá de nada.

Entonces, escribo esto.


Fotografía: Toni Frissel

Lebu Jazz

Lebu está a tres horas de Concepción por un camino tortuoso y alto, pasando por plantaciones de pinos y magníficas vistas al mar. Es un pueblecito un poco aislado al lado del río Leufú, ventoso, frío, desabrido, dedicado a la pesca y, antiguamente, a la minería del carbón. Allí nació Fulvio y allí vive después de haber transitado por otros lugares estudiando o trabajando. También yo viví allí por quince días que se me hicieron insoportables, en un intento por reconciliarme con uno de mis ex. No lo resistí y pensé que jamás volvería.

Ahora Fulvio, después de un largo camino de tropiezos, pero insistente en sus pasiones, ha organizado un Festival de Jazz que se realiza por segundo año consecutivo y que debe de ser el evento cultural más importante de la octava región. Ha invitado a las mejores bandas de jazz del país. Es imperdible. A partir del lunes, los de Santiago, podrán ver en las estaciones del metro el afiche del festival con el detalle de los invitados.

Pensé que no podría ir, pero inesperadamente, él, el mismo, me ha abierto la posibilidad: me avisó que para la fiesta de fin de año tendría que quedarme yo con nuestra hija porque él se iba a la playa a celebrar. Por supuesto, en un principio, me enrabié pensando que estaba atrapada (¡me cagó una vez más!, pensé) en mi casa para las fiestas, pero ahora le veo la ganancia: si él sale para año nuevo ¿no es justo que a mí me toque el fin de semana siguiente?

Me haría bien. Creo que a todos nos haría bien encontrarnos en las extensas playas de Lebu después de escuchar el mejor jazz de Chile.

26 diciembre 2005

Cuentos ñoños

Me dice:

-          No te aflijas, hay tanto que hacer en la vida.

Le respondo:

-          Si fuera sólo el hacer, la solución sería tan fácil, pero el verdadero problema es ser, y es allí donde me siento desintegrada.

Pensé:

-  Bueno, de todas formar hay que hacer algo.


Y agarré seis libritos de la colección Barco de Vapor para estudiarlos, encontrar el patrón común y ponerme a escribir un cuento para el concurso de marzo. El primero: no pasé la primera página. El segundo: la correspondencia entre dos niños de un país nórdico queda en la sexta página. El tercero: ¡oh, no! esta novelita se la tuve que leer a un niño de nueve años cuando hacia clases particulares de reforzamiento, no pasé de la portada. El cuarto: tres páginas. El quinto: dos páginas. El sexto: la primera página y, haciendo un esfuerzo, el primer párrafo de algunos capítulos.

Dejé los libros sobre la mesa, miré a mi hijo y le pregunté:

-          ¿Yo también escribo cuentos tan aburridos?

Me mira abrumado:

-          Esteee… déjame pensar.

Lo interrumpo, total no hace falta insistir:

-          Ya, no importa.

Él se apura en contestar:

-          No, mamá, si son buenos… es decir, son más buenos que malos.

¡Qué más da! Tampoco me iba a dar una opinión objetiva. Allí quedan los libros de la dicha colección. Me siento frente al computador. Estoy tentada de interrumpir a María por el mensajero para contarle mis aprehensiones respecto a la literatura infantil. Desisto… desde que estoy cesante creo que todo el mundo tiene tiempo de sobra. Abro el procesador de texto, una página en blanco para comenzar el cuento, escribo la primera frase colmada de resabios de lo que acabo de leer. Lo borro. Escribo. Horrible. Lo borro. Escribo. Estúpido. Lo borro. Escribo:

En la calle siempre se encuentran las cosas más raras...”

Lo borro… ¿qué me pasa? ¿estoy dando una cátedra sobre las cosas que se encuentran en la calle? Escribo. Borro. Escribo. Borro. Escribo. Borro.

Entonces, escribo esta anotación. No la borro.    

Nada es suficientemente lejos

El año pasado en esta misma fecha mi único objetivo en la vida era escapar. Tenía dos alternativas: o partía con mis dos hijos a algún lugar lo suficientemente lejano para que él no llegara, ya fuera por imposibilidad real o por desidia... o abandonar a mi hija en la casa de sus abuelos y olvidarme de que alguna vez había conocido a este hombre ni menos que había cometido la locura de embarazarme de él. Aunque me sentía culpable de solo pensarlo, ejemplos no me faltaban, por lo menos fílmicos: Todo sobre mi madre o Las Horas, por nombrar sólo dos que tenía más cercanos. Claro que un sentimiento de responsabilidad con mis hijos me lo impedía, sobre todo con la Paz, sabía que cualquiera fuera la alternativa, le arruinaría la vida con un acto así.

De todos modos, tomé algunos ahorros de ese año y compré un pasaje a Buenos Aires por veinte días, con la esperanza de pasar la mejor fiesta de mi vida, conocer en persona a Pablo y olvidarme de todo por un rato. Apenas unos días antes del viaje, le avisé a todos mis intenciones. Dice él que fue un golpe bajo... si supiera que lo en realidad quería era huir con la niña, pero que el sentido común me lo impedía...

Estuve veinte días en Buenos Aires. Al despegar, como siempre me sucede, sentí que me invadía la libertad, que dejaba atrás tanta mugre y dolor y, al llegar, dejé que todo lo nuevo me colmara como si estuviese naciendo otra vez. Así era, durante esos días olvidé a mis hijos y tenía el impulso de no volver más, de dejar que cada padre y abuelos se encargaran de ellos, cambiar de nombre, ser otra, no recordar o recordar como se recuerda una novela. Además, conocí a Pablo, quien me recibió y me trató tan bien, sin preguntar nada. A horas del regreso, de nuevo el sentido común, no podía abandonar a mis hijos y volví.

Así fue todo este año, el constante deseo de huir con los niños a Buenos Aires. Y hubiese podido hacerlo, de atreverme, allá hice contactos laborales y Pablo había arreglado su casa para recibirme con mis hijos. Sin embargo, me parecía que no podía irme a vivir con él sólo por escapar de lo que, en realidad, no se puede escapar y, por otro lado, nunca dejé de tener la esperanza de que él reaccionara a tiempo, lo que me pareció que había sucedido después de mi último viaje, cuando me dijo que me amaba, se quedó a dormir conmigo y me invitó a pasar la vacaciones, como siempre, en el Lago. Pensé que había llegado el momento de la reconciliación y de recuperar todo lo que se había perdido, incluso los sueños. No pasó más de una semana para que él diera las señales contrarias y yo me diera cuenta de todo había sido una manipulación cuyos objetivos desconozco.

Después de este año entiendo que no tengo escapatoria y que, citando una película barata que me encontré una noche de desvelo, se ama aunque no se vea.

22 diciembre 2005

DORA (Tres: Pececito y Lolita)

Chalasai Chupua, Lukipla, o simplemente “Pececito” para nosotros, nació en un hospital pobre de Bangkok, donde su madre, sin lugar a dudas pobre también y joven, la abandonó. Desde entonces vagó por las calles de esa ciudad hasta que una noche, cuando ella era aún una niña de pocos años, cuatro tal vez, el rey Bhumibol Adulyadej, se compadeció y la llevó a palacio para criarla. La muchachita fue creciendo allí, donde muy cerca circulaba el príncipe Yugala, de unos treinta y seis años por entonces. Un día, Yugala decidió que se llevaría a la mocita a su palacio para el servicio doméstico personal y de su madre enferma. A los nueve años Pececito ya debe haber sido una pequeña nínfula que estaba allí, ignorante de todo el poder fantástico que ejercía sobre el príncipe play boy, ese tipo de hombre que tan bien nos ha descrito Humbert Humbert, el Humbert Humbert que casi enloquece por la pasión que sentía hacia Dolores Haze, Lolita, simplemente Lo, un sentimiento que iba más allá de la simple atracción sexual que le infligía la niña o, que tal vez a partir del deseo de poseer la tersura de esos brazos de piel de damasco, ese cuerpo delgado y algo informe como una fruta a punto de madurar, fueron decididamente extrapolando este deseo en algo mucho mayor, una obsesión de amor, un amor sin derroteros hasta que… pero detengámonos aquí y veamos que pasó con Pececito. A los nueve años, decía, ya debe haber habitado en ella ese pequeño demonio voluptuoso que el príncipe, sin duda, podía percibir bajo un constante martirio porque ¿qué no podría obtener un príncipe, un play boy con un sin número de amantes y mujeres deseosas de pasar una noche con él? ¿No podría conseguir en un país tan pobre otra niña cualquiera para satisfacer ese deseo? Algunos años soportó el martirio, debemos decir que bajo su perspectiva, muchos años sufrió la presencia de esa niña diferente de sus contemporáneas. A los once años de Pececito, el príncipe, logró entrar su vida. No sabemos cómo lo hizo, cómo la convenció, cómo reaccionó esta niñita, tal vez exactamente como lo hiciera Lolita, con esa especie de desparpajo infantil, aburrida, como cumpliendo con los deberes escolares, resignada y hasta asqueada de tanto complacer los infinitos deseos del hombre, pero dependiente, solas en el mundo, porque Lolita también estaba sola, sin padre ni madre, en manos de este hombre que no sólo la poseía sino que también trataba de darles todos los gustos a sus antojos y pataletas infantiles. Yugala se llevó a Pececito a su habitación como su amante, dejó a todas las demás, todas las mujeres hermosas que tenía más que a su alcance y la colmó de los más lujosos regalos, todo lo que podía darle, le compró oro y joyas, un Ferrari, un avión privado… a cambio del placer que ella podía entregarle y lo que ni él de Humbert Humbert nunca obtuvieron.
¿Qué ocurre después con estas nínfulas? Se preguntaba Humbert Humbert. Creo saber la respuesta, qué sucede con estas niñas que, de un día para otro, sin darse cuenta, se trasforman en mujeres, como tampoco se han dado cuenta de la forma en se trasformaron en diminutos objetos de deseo ni nunca lo supieron que lo eran, circulando por sus vidas inocentes del mal que las acechaba. Sin embargo, antes de contar cómo creo que han terminado estas pequeñas nínfulas después de que su infancia las abandona y cómo acaban estos ninfulómanos después de que sus nínfulas los dejan, quisiera extenderme un poco en la conclusión de mi calidad de pequeña nínfula ignorante de aquella condición que tantos momentos olvidables me trajo, no obstante no me gustaría traer a colación episodios desagradables y quisiera sólo referir aquellos que prueban mi hipótesis y en los cuales prefiero imaginar un ninfulómano, cualquiera que hoy no me produzca arcadas (es decir, no áquel que es mejor definido como "sicópata"), agobiado por el torturante deseo no consumado, aunque a claras vistas, lo mejor de estas historias es precisamente el esperanza de recompensa que encierra ese deseo voluptuoso.

21 diciembre 2005

Cuentos de navidad

He estado buscando algunos tomos de Astérix para la colección de mi hijo, pero sorpresivamente me encuentro con que... no los encuentro... salvo en la Librería Francesa, que ha decidido traer unos volúmenes de lujo con un precio acorde con tanta elegancia, de manera que tuve que renunciar al regalo de Fernando, y buscar otro libro que, seguramente, no será de tanto agrado como el de los galos.

En un mercado tan floreciente y extenso como el de los libros, buscar uno para regalar puede parecer fácil, pero no. Tres horas y media recorrí los estantes de algunas librerías, quedándome estática por varios minutos, sin saber qué elegir, al mismo tiempo que no podía evitar la crítica personal y un cierto escepticismo punzante: textos vacuos con ilustraciones desacordes (también encontré mi último libro en estas estanterías, aquel cuya ilustración por querer mejorar, empeoré, y que, ciertamente, de ser extraña a mi misma, no compraría).

Pensé en mi mamá porque elegir para ella era de lo más fácil, pero estaba descartada en los regalos por ser adulta (incluso pensé en el Gitano y hasta pasó como una ráfaga su figura- la de él, ustedes comprenden- pero esos estaban eliminados por ser (1)adultos, (2)hombres y (3)ex parejas).

Así que dedicarme a lo más complicado: los libros de los niños. A Paz le encontré uno muy entretenido para aprender a contar, de cartón, con ilustraciones hechas de paño lenci y diez botones encajados en la tapa para sacar y volver a encajar en el interior según la cantidad indicada por el texto. Sé que le encantarían los botones, que encajar ayudaría a la motricidad fina, pero me pareció excesivo el precio sólo por aprender a contar hasta diez con botones cuando para el mismo objetivo pueden servir cualesquiera objetos, de los tantos, de casa. Mientras buscaba y más miraba, menos sentido le encontraba a todo. Finalmente, para ella, me decidí por uno con una historia muy simple, sin grandes ambiciones didácticas ni valóricas, pero rebosante de figuras de papel que, al tirarlas, saltaban o se escondían en nubes, estrellas, lunas, soles, flores y cosas por el estilo.

El libro de Fernando, no me dejó conforme, y es que ya es un niño con mayores complejidades, sabe leer pero no lo suficiente para una novela (¡uh! ¡las novelas! He allí aún mayor complejidad, adaptaciones del Quijote, por ejemplo, aunque estoy en contra de las adaptaciones... lo tomé, dudé, pensé si no lo empezaría a acostumbrar desde pequeño a los resúmenes- tan arbitarios, por lo demás-, lo abrí, observé las ilustraciones y lo dejé en el estante de vuelta). Bueno, no voy detallar todo lo que consideré, enciclopedias de ciencia, de arte, de actividades (para el verano, pensé), cuentos ñoños, cuentos hermosos, pero fuera de sus intereses... ¿por qué nadie tiene Astérix?

Lo peor de todo, al final, no fueron las horas recorriendo librerías en medio dela muchedumbre navideña, ni el fracaso de la empresa de vieja pascuera, sino la completa incerteza en que quedaron mis convicciones sobre la literatura infantil y los objetivos laborales de mi vida.

(PD: a pesar de todo, sigo escribiendo las entregas semanales en la REVISTA AJÍ, casi como un ejercicio literario que espero tenga un buen fin, de manera que le pido a aquellos que visitan la revista que no vacilen en criticar mi trabajo y destrozarme si es necesario).

Paula P. (II)

Paula había heredado de su abuelo una casa bastante grande en la cima de uno de los cerros, con vista al mar. A un costado de la cocina, unido por una puerta que pasaba desapercibida detrás de un estante, había un pasillo abierto que separaba la casa del terreno contiguo. Una tarde, tomando té, pensó que ése era el lugar ideal para sus propósitos y se sentó a esperar que llegara el momento.

Siempre había sido una niña contemplativa, paciente y perseverante, en parte gracias a la educación que había recibido de su tío Kowayashi mientras vivió en esta casa, en otra parte, quizás, por rasgos heredados, lo cierto era que no le importaría esperar uno o veinte años a que se presentara la ocasión propicia porque Paula también había recibido en su sangre toda la sed de venganza de su abuelo.

Tarde tras tarde, desde entonces, sentada en la mesa de la cocina, mirando la vitrina del estante, con un té caliente entre sus manos, esperaba sin esperar el día en que la campana de la calle sonara con ese leve temblor que le indicaría que debía actuar dejándose llevar sólo por el plan que ya había trazado minuciosamente.

Mientras tanto, en otras horas del día, se dedicaba a cuidar el jardín de su abuelo, los damascos, las bugavillas, las lavandas, los limones, los helechos, los bonsais que había dejado el tío Kowayashi, a limpiar los vidrios de las ventanas que miraban hacia el puerto, lavar y cocer las fundas blancas de los muebles, a cocinar para las visitas que pudiesen llegar, a bordar las arpilleras que vendía en la feria, a ordenar las herramientas, las palas, el chuzo, la picota, el hacha.

Y en las noches, mientras fumaba, miraba las luces de los barcos que permanecían quietos o aquellos que zarpaban o llegaban a la bahía. Ya los conocía casi todos, recordaba los detalles, la sirena, los colores, la marcha de cada buque que había pasado por el puerto. Siempre esperaba el mismo, ése que nunca había esperado.

La sirena y el timbre, ésas serían las señales, pensaba justo antes de dormirse.

20 diciembre 2005

Pesadilla

Sueño con que voy en un camión por la costenera del río Mapocho que, sin embargo, no es un triste canal, si no un mar con aguas claras e intranquilas. La bocina suena tres veces...

Es el timbre. Afuera está él esperando que baje a la Paz. Estamos todos durmiendo aún y lo hago pasar. Mientras se instala en la pieza de la niña, me dice:

- Me podrías convidar un café- (omito los signos de interrogación a próposito).

Voy a poner la tetera y vuelvo al cuarto de mi hija que ya despertó.

- La Paz está acostadita- le dice a su padre.
- No te llamas Paz, te llamas linda, Agustina linda- le está diciendo él. Me ve en la puerta.

- ¿Ya se fue Eduardo?- me pregunta.
- ¿Qué Eduardo?- no sé qué pensar, no conozco ningún Eduardo... ¿tal vez quiera referirse a Pablo, a quién nunca nombró así? No lo sé, pero de él se puede esperar cualquier cosa y estoy atenta.
- Eduardo... el padre de José, tu hijo - (mi hijo Fernando, ya saben).

Creo que todos hemos tenido la sensación de una patada en el vientre que nos revuelve hasta el cerebro. Mi primer impulso sería pegarle un puñetazo, pero ya sabemos que así no se arreglan las cosas entre los seres civilizados, así que, puesto que no sé cómo reaccionar, me quedó estática y en un silencio que él aprovecha para explicar el dardo:

- ¿No te gusta andar cambiando los nombres?... Y... ¿el café?

Sigo en silencio, me dirijo a la cocina, desconecto la tetera y regreso al cuarto.

- ¿Puedes esperar abajo, por favor, mientras visto a la Paz?- le digo.
- ¡Ay! ¿Se ofendió?... ¡No seas grave! ¡Eres una exagerada!
- Puedes bajar, por favor... lo mínimo que espero es que no me vengas a molestar a mi casa.
- ¡Ja! ¡Qué agresiva! Tú empiezas con las estupideces y después te enojas.
- Es fácil acusar a los demás cuando uno los provoca... ¿puedes esperar abajo, por favor?... Y de paso, ya que no puedes tomar decisiones por ti mismo ¿por qué no le preguntas a tu sicóloga por qué la niña prefiere el nombre Paz?

Un poco después bajé con la Paz para acomodarla en la bicicleta... mientras lo miraba, pensé en King Kong, cómo pude comparar a ese pobre animal-engredro-fílmico con este miserable, pero peor aún, después de mirarlo otro poco, retumbaron en mis oídos la frase que otras personas han dicho de él, "ojalá se muera de una sobredosis". Cerré los ojos para concentrarme en otro pensamiento más positivo; sin embargo, todo lo que sentí fue el infinito peso de tener que compartir mi hija con este hombre.

19 diciembre 2005

Llorar por llorar

Mi hijo mayor, de siete años, y yo fuimos a ver King Kong. La película es, por supuesto, invérosimil incluso para su lógica interna, con ciertos añadidos que no podían dejar de fascinar a un niño, como larguísimas escenas de dinosaurios e, incluso, con King Kong luchando con tres tiranosaurios al mismo tiempo mientras se pasaba a la rubia de las manos a las patas en su intento por salvarla de las fauces de los prehistóricos, momentos en que uno, como adulto, claro, no deja de preguntarse cómo ya no se había desnucado hace rato. A pesar de eso, de la exageración que llegaba a anestesiar el terror, lloré junto con mi hijo (y lloraba por adelantado, diciéndole en el oído "ay, esta no es la peor parte, ya verás"). Es que el animal enternece, aunque no deja de ser una parodia del comportamiento masculino (entre tanto, pensaba, si este animal bruto, pero tierno, me conmueve ¿cómo es posible que él no me conmueva?).

Evidentemente, no hay más conclusiones que sacar de la película, salvo que mi hijo insiste en ir a verla otra vez conmigo, negándose a invitar a mi madre (quizás porque lloramos juntos y eso lo reconforta). De manera que, de las decenas de películas que podría ver a mi entero gusto, probablemente mañana me esté repitiendo la historia enorme macho peludo que me hace llorar.

17 diciembre 2005

Navidades

María me preguntó algo de la navidad (Fran leía la carta de una sobrina de cinco años que lo conminaba a partir al sur para estas fiestas).

Recordé.

(Hace tiempo, en una reunión de curso estuve obligada a recordar "mi navidad más bella de la infancia" -el propósito de la profesora era que los padres de sus alumnos se conocieran entre sí. Lo peor es que, en esas circunstancias, no quería parecer patética).

Si podía recordar una navidad especial era sólo aquella en que la memoria me permitía retener conscientemente la presencia de mi padre, la última navidad que celebré (hasta ahora). Luego, en los primeros días de enero, mi padre murió. De manera que, a medida que estas fechas se aproximaban, mi madre iba cayendo en una profunda depresión que terminaba conmigo en cualquier otra casa que no fuera la mía, generalmente con gente desconocida porque me mandaba con diferentes amigas de ella o de mi abuela. Era el momento de mayor soledad que recuerdo. Ningún otro día del año era peor, sentada frente a un luminoso árbol de pascua, rebosante de regalos si había más niños, o desierto si era la casa de alguna vieja, obligada a sentarme a cenar lo que me dieran y siempre pensando que quería llegar pronto a mi casa para compartir con los gatos, las gallinas, los loros, la coneja, en vez de todas estas personas ajenas (a veces, con mi tía de la Legión de María, nos íbamos a la misa del gallo, que siempre era mejor que cualquier otra posibilidad). Además mi madre detestaba los regalos... la verdad es que dos semanas antes de navidad hasta la fecha de la muerte de mi padre, detestaba todo más que nunca (y todavía).

- ¿Cómo los adultos pueden ser tan desatinados?- se preguntaba María al rememorar los grandes regalos que se le hacían a algunos niños, generalmentelos dueños de casa, contra aquellos minúsculos (si no ausentes) de los chicos visitantes.

Y, claro, ya lo sabemos todos, no se trata de que los regalos sean lo principal, pero ningún niño se queda inmune cuando el del lado no para de abrir y abrir paquetes. Mi madre en una muestra extrema de austeridad (y de amargura de paso) mezclada con un curioso sentimiento religioso, simplemente había abolido los regalos, aduciendo que era la más asquerosa muestra de consumismo y capitalismo en un día tan particular como era el nacimiento de Jesús Cristo.

Los niños me ha cambiado las cosas, es necesario hacer un árbol de bolas de colores, luces, cintas y brillos. Así que, a falta de uno verdadero (el que compré el año pasado se secó) cosí uno con la tela que dejó él para la funda de los sillones. Es un verde bien parco, pero cambia con luces y los "adornos" que le pegué (cierta cantidad indefinible de cachureos que he guardado a lo largo de mi vida). Tiene bolsillos, el árbol, para esconder dulces, chocolates y mazapanes que, en rigor, se comen el seis de enero. Tiene bolsillos, pero todavía no tiene una sola golosina, así que mis conocidos pueden, si lo desean, proveerme de aquellas curiosidades. Todavía luce sin regalos, pero los chicos no los extrañan hasta la medianoche del veinticuatro, por lo que todavía tengo tiempo. También hicimos un pesebre en un cajón de fruta con las figuras que aún sobreviven de la primera y única familia que mi padre alcanzó a regalarme. A Paz le encanta, aunque a él se le revuelva el estómago de saber que existe esta referencia "religiosa" en casa (que ignoró en su última visita sexual).

Siempre quise que las cosas fueran diferentes. Espero que ahora lo sean, aunque sigan faltando los padres.

16 diciembre 2005

Almas gemelas

Le gustaban (quizás todavía le gustan) las prostitutas. Decía que una especie de hilo unía sus almas (el hilo de la soledad, probablemente). La señora del burdel le hacía un precio mensual, muy módico, para que las chicas lo fueran a visitar a casa en unas cuatro o seis sesiones, generalmente en aquellas ocasiones en que la droga y el alcohol (o el resabio) lo hacían sentir más abandonado. Me decía que con la coca era muy difícil excitarse y tener una erección. Me decía que a las putas no se las besaba. Todo lo demás era posible si eras amable con ellas. Ponía una cámara frente a su cama, conectada al televisor de varias pulgadas, y se miraba y admiraba en el cuerpo de alguna de las chicas mientras grababa, una tras otra, cintas de ocho milímetros. Tenía cientos, que botó cuando llegó a casa, por temor a que alguien las descubriera (temor, tal vez, a que yo las viera, pero nunca lo hice, pues no alcancé, un día me metí en el ropero donde guardaba la cámara y ya no estaban las pequeñas cintas, revisé los otros videos, donde sólo encontré a sus alumnos del colegio en deplorables representaciones escolares). Llegué a su vida cuando las prostitutas eran su única compañía. En tres ocasiones fui de madrugada, con una amiga, a su casa de Bilbao, pero no nos abrió. Le dejaba notas que no me contestaba. Entonces, a la mierda, pensé. Apareció poco después y me besó, aunque por la coca no podía tener relaciones sexuales conmigo y le pidió a un amigo que lo sustituyera. Todos aceptamos. Entonces, me besaba, aunque fuera otro el que me montaba (o yo al otro). Ahora, a veces, tiene sexo conmigo, nunca me besa ni quiere penetraciones vaginales (cuando lo libo me dice "¿cómo te voy a olvidar?") y al terminar se va sin decirme nada más, quizás como lo hacía con sus almas gemelas, las prostitutas.

15 diciembre 2005

DORA (Dos: Nabokov)

Descubrí que había sido una suerte de nínfula después de que, hace poco, me trajeron "Lolita" de Nabokov, cuyo narrador, Humbert Humbert, definía así a las nínfulas: "Entre los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, una o dos veces mayor que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica; propongo llamar a esa criaturas nínfulas. Entre estos límites temporales (nueve y catorce años) ¿son nínfulas todas la niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo: Tampoco es la belleza la piedra de toque y la vulgaridad (...) no daña ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, anonadante, insidioso encanto que distingue a una nínfula de las demás niñas. (...) Dentro de esos mismos límites temporales, el número verdadero de nínfulas es harto inferior a las jovenzuelas feas, o tal vez sólo agradables o simpáticas hasta bonitas y atractivas, comunes, regordetas, informes, piel fría, niñas esencialmente humanas que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza. (...) Si pedimos a un hombre que elija a la niña más bonita de un grupo colegial, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas (...) para reconocer de inmediato por signos inefables (el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado, la carencia de acné y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar) al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas".

No he llegado a saber si me violaron porque nací nínfula o si, por el contrario, me trasformé en una en el instante preciso en que un landronzuelo nos llevó a un sitio eriazo, cuando contada con menos de 5 años y no le bastó con quitarme mis aros de oro, sino que quiso, antes de partir en su bicicleta, dejarme el recuerdo de una lengua babosa paseándose por mi vulva imberbe. No dejo de preguntarme en este encierro, que me da el tiempo de recordar, pensar y escribir, si siempre será así para las niñas, si a Lolita le pasó así o sí a otras niñas de mundos tan ajenos al nuestro, que sin embargo comparten esta misma suerte, les pasó así, como a Pececito.

14 diciembre 2005

DORA (Uno: "Las primeras horas")

Estoy ansiosa por contar aquellas horas, que sí, que no, que adoro, que odio, las primeras, las determinantes de todos las formas de placer que experimentaré más tarde, cuando mi cuerpo adquiera esa forma tan poco sutil de ser mujer un poco antes de ser niña. A menudo, en ciertos mundillos que se definen como particularmente sensibles, se discute un poco más en serio, un poco más en desprecio, esa cualidad infantil que muchos dicen mantener a lo largo de su vida adulta, es decir, aquellas características que valoran, como la capacidad de sorprenderse o esa imaginación desbordada por la falta de una conciencia lógica basada en la matemática o la filosofía, pues los adultos tenemos la magnífica habilidad, casi por instinto de sobrevivencia, de olvidar los lados oscuros de la infancia y sobrevalorar lo codiciado. Casi nunca nos preguntamos que había de adultos en nosotros cuando éramos niños y, así, puedo preguntarles ¿puede haber una mujer en una niña de cinco años?

Después de pensarlo un poco les puedo decir a aquellos que se topen con este escrito, que mi vida está malograda desde la desaparición de mi padre a los cinco años y una violación a los siete años que dejó una mácula de horror estampada en mi alma como la mancha de semen que quedó en el tapizado rojo del sofá en la casa de mi abuela. Esta noche he llorado en esta oscura celda, pero he terminado riéndome, después de masturbarme cruelmente, de la siniestra suerte de una existencia condenada a la perdición, convencida de que no hay nada que pueda hacer que cambie este sino para mejor y que, probablemente, lo que siga haciendo será la continuidad de una serie de errores que se prolongan desde entonces. Y, sin embargo, ya no me importa, una resignación aplastante me ha dominado después de esta velada de insomnio y conciencia con la convicción de que no existe nada que me obligue a ser buena, leal o medianamente ética con nadie salvo con mis hijos y mi madre. De pronto, he tenido un madrugón tan exacto de mi soledad, que no perdería tiempo en pensar dos veces si escapo, engaño o miento con tal de obtener un instante de placer, puesto que la felicidad no está al alcance. Otro giro fundamental se realiza después de esta revelación.

13 diciembre 2005

Memorias de la educación sexual. "¡Ay, Tomás!"

La casona estaba en un cerro sobre la costanera. Hacia el frente, un jardín escarpado entre las rocas que caía a la avenida del mar, hacia el fondo, tres patios: el primero, de la casa principal; el segundo con un bosquecillo de eucaliptos, un mirador y un aserradero; en el tercero, una huerta arbolada, un gallinero y una casita que daba sobre la calle lateral, a media cuadra de la plaza de armas del pueblo.

Varios veranos, aunque no sé cuántos, mi abuela me llevaba con ella a lo de sus clientes y amigos, los Pérez. Era pequeña, pero recuerdo hitos: comí mis primeros ostiones en el amplio comedor de la casa, cierta vez me hice pichí en la cama del cuarto en que dormíamos las dos con las olas reventando sobre nuestros oídos, probé el billar en la sala de juegos, en el subterráneo que daba al jardín escarpado, con mucho temor a romper el paño, tuve un encuentro con un fantasma (o un ladrón) en el columpio al lado del gallinero, los adolescentes de la casita de atrás me obligaron a fumar en la playa…

Los adolescentes de la casita de atrás, cuyos padres he olvidado que relación tenían con los dueños de la casona, eran seis hermanos, la mayor apenas pasando los veinte años y el menor de unos quince. Sara, la primogénita, se quejaba que yo era amachada, detestaba verme con esos insistentes vestiditos y zapatos de charol, que mi abuela me llevaba, montada en los árboles, las rocas, las pilas de tablas aserradas, revolcándome en la tierra y en la arena. Juan, el que la seguía, decía que yo era exquisita, que tenía unos labios como de frutillas que daban ganas de comerlos.

- ¡Juan!- le gritaba Sara- Deja a esa pendeja ¿no ves que es una niña tan chica? Y además tan… varonil… ¡no le des besos en la boca!
- Ya, ya, si apenas se los toco, contestaba él - y era así, cada vez que iba a su casa me pedía un beso en los labios, yo lo tocaba y seguía mi camino.

Era cierto, mi excesiva energía me hacía parecer más un niño que una niña en su imaginario sobre el comportamiento de una señorita, imposible mantenerme quieta, con las piernas juntas o bajando las escaleras por los peldaños o tomando sol en vez de capear olas, pero tenía ilusiones de niña, como ser una sirena o una princesa… y Tomás, el menor, era mi príncipe.

En la playa lo seguía a nado hasta la boya y trataba de rozar mi cuerpo con el suyo. En cuanto sentía el calor contrastando con las aguas frías del mar, me imaginaba que nos hundíamos, él me abrazaba y me daba besos escondidos bajo la superficie enredados en mi pelo tan largo (que soltaba solo para eso porque, en rigor, siempre me mantenían con un par de trenzas), era una hermosa sirena con su consorte enamorado, en el contexto más kitsch que puede concebir una chica de ocho años. En la realidad, él jugaba conmigo, el único de los hermanos que tenía conciencia de mi edad y de los riesgos a que me exponía en la ausencia de mi abuela, quien cada día me confiaba a ellos.

En cierta ocasión, ocurrieron dos hechos importantes. El primero era que había empezado el Festival de Viña del Mar y el segundo, aún más relevante, Los Jaivas tocaban en un escenario montado justo debajo de la casona. Por supuesto había mucha conmoción. Los Pérez organizaron un cóctel en la terraza principal, suerte de palco que daba al escenario donde se presentarían estos músicos. Todos los invitados estaban invitados (valga la redundancia). De manera que a las ocho de la tarde se vivía un ambiente de fiesta en la casita de atrás, carreras de las hermanas que se probaban toda la ropa que traían y los hermanos empezando a beber desde ya.

- Vamos, vamos ya- dio la orden Sara y todos partieron, menos Tomás que le contestó:
- Ya vamos, espera que le termino de hacer las trenzas a la niña.

Así nos quedamos solos Tomás y yo en la casita. Terminó de peinarme y me dijo:

- Te quiero hacer un regalo, pero tienes que cerrar los ojos.
- Bueno.
- Pero no los abras por ningún motivo.
- No.
- Tiéndete también.

Me tendí en la cama de Tomás. Estaba muy emocionada, pues podía adivinar que me daría un beso en los labios, el máximo sueño que había tenido durante todas las vacaciones, recurriendo a él hasta por el más mínimo motivo, para buscar una gallina que se nos había escapado a los más chicos, para bajar un zapato que había quedado atascado en una rama, para observar a la gata parir, para arbitrar juegos, en fin.

Sin embargo, ése era mi máximo anhelo y yo no concebía otro mayor, de modo que cuando se acostó encima y me besó metiendo su lengua dentro de mi boca, quedé helada. Duró sólo un momento y me abrazó.

- ¿Te gustó?

No contesté. Me tomó de la mano y nos dirigimos al balcón donde la fiesta ya había empezado. De fondo se escuchaba a Los Jaivas. La sensación que mejor describe mi estado en ese momento es el de una montaña rusa de revoloteos interminables, una suerte de ola que me giraba sin que yo pudiese encontrar la tierra.

- Voy al baño, primero- le dije y él me volvió a besar profunda pero cariñosamente.
- Te espero.

Subí como si la tierra entera girara al ritmo de la música y me fui al baño. Allí me puse a llorar mientras me lavaba los dientes y la boca con desesperación y le pedía perdón a Dios (¡!). Juana, la empleada de los Pérez, me encontró y le dije que me sentía enferma, que algo me había caído mal. Me acostó y me llevó unas aguas de hierbas. Creo que aquella noche meé la cama.

Nunca más volví, pero de adulta muchas veces he hecho variaciones sobre esta historia para masturbarme porque, aunque de niña me revolucionó, de joven, al recordarla, me invitaba a imágenes y sensaciones que lamentaba haber desperdiciado con jovencito tan apuesto.

12 diciembre 2005

La envidia del pene

Paz anda con una pelota de ping-pong entre las piernas diciendo:

- La Paz tiene pene... la Paz tiene pene...

Pienso en explicarle que las niñas no tienen pene, que la mamá tampoco tiene pene, pero es evidente que mi entrepierna le parece poco atractiva comparada con la de su padre o la de su hermano. Inútil. Mejor dejo hacer a la naturaleza lo suyo. Debo recordar que a mí también me gustaba andarme metiendo cosas tibias entre las piernas y que la sensación de un bultito era placentera (bueno... todavía).

(Aunque una pequeña angustia me acongoja, si acaso no sería esa sensación de placer, la de la pelotita, o la fruta, o el paño tibio el que, de alguna manera, facilitó las violaciones de niña... y ¿si mi chiquita no sabe diferenciar entre una pelota de ping-pong y un pene de verdad? Ciertamente, no es silencio el que debo mantener frente a su "envidia", ciertamente con Fernando ha sido más fácil la prevención, nunca antes pensé en la vulnerabilidad en que deja a las niñas este factor).

Lo llamo para contarle esta nueva atención de su hija, previendo que puede repetirla ante sus abuelos, quienes quizás vean el asunto de otra manera, pero aparentemente está ocupado en algo más interesante y me corta.

Y pensar que alguna vez dije que Freud era un machista (y no tenía miedo).

11 diciembre 2005

Domingo democrático

Madrugada

No, no puedo decirle que no aún.
Llamó ebrio a las cuatro de la mañana:

- Perdimos el último partido de la liga y después me fui a tomar con el arquero, estoy borracho y no creo que me pueda levantar mañana temprano para ir a buscar a la Agustinita... ¿puedo ir a dormir contigo?

Llegó algunos minutos después en la bicicleta y con una botella de whisky.

- ¿Tienes hielo? ¿Quieres?
- Sí. No, yo paso.

Luego nos acostamos en mi cama e intentamos hacer el amor... ¡intentamos! Algo que ni en los peores momentos había fallado. Por algún motivo su erección no llegaba a ser lo potente que antaño. Imaginen las miles de preguntas que se deben de haber revuelto en nuestras mentes: ¿soy yo? ¿es él? ¿estoy más vieja? ¿ya no le gusto? ¿se está drogando demasiado? ¿estoy gorda? ¿ya no lo excito? ¿por qué no me besa?... ni yo me podía concentrar en el placer de tener otro cuerpo junto al mío, sobre todo que fuera el suyo, el punto de languidez impedía la penetración, momentos en que uno trata de mantener desesperadamente la calma... hemos perdido nuestro ritmo, esto nos pasa por tener relaciones con otras personas, pensaba.

- Mastúrbate..., me susurró.

No podía, estaba con él y no podía. Entonces pensé en otro, por primera vez, la forma más genuina de fidelidad que mantenía con él, nunca había fantaseado con otro hombre, pero sí con su cuerpo cuando me encontraba en camas o en brazos ajenos. Luego, lo ayudé a terminar.

Y sí, pensé en otro mientras intentábamos hacer el amor:

- no en el Gitano, que me inspira la más tierna amistad,
- no en el Negro que está casado,
- no en Pablo, para quien no tengo más que palabras halagadoras, pero cuyo cuerpo no se acomoda al mío ya,
- en ningún amante de mi pasado ni inventado,
- sino en él, que ni se lo imagina.

Más tarde sentí tristeza. Pensé que el era el comienzo de final de la pasión que siempre le tuve.


Mañana

Fui a votar. Delante mío una madre y una abuela con una niña de tres años. Jugaba entre las mesas de las vocales. Entonces, más allá de las críticas a los políticos, me conmoví. Pensé que a esa edad a los niños de nuestra generación les apresaban y mataban a sus padres, los secuestraban, o tenían que arrancar a otro país, pensé en el terror de entonces contra esta mañana calurosa y tranquila. Casi lloro, pero me contuve. Así que voté feliz.


Revista Ají

En la tarde, escribir la segunda entrega semanal del cuento ¡Pucha, más Chile!, bajo el pseudónimo de María Pichiauka, en el intento de darle más agilidad a la revista, sobre todo ahora que mis socias se han visto sobrepasadas con la vida familiar y laboral como para colaborar más activamente.

10 diciembre 2005

Extemporáneo

Él: ¡Qué forma tan anticuada de hablar!
Yo: ¿Te parece? Creo que si la situación social fuera diferente podría utilizar otro calificativo, pero muchas veces me parece que demasiados aspectos venimos recién saliendo del oscurantismo.
Él: Hablar de "pequeña burguesía" es tan anticuado. Ojalá que no le traspases ese resentimiento social a tu hija.

Yo, recuerdo:
(1) Borracha, pegándole en la calle a D, gritándole no eres más que un hijito de su papá y él y tú eres una maldita resentida social.
(2) Mi padre muerto y mi madre y yo viviendo en Ñuñoa después de la casita DFL2 en Lo Curro, ella llorando a escondidas porque mis amigas del barrio alto de pronto dejaron de invitarme a sus cumpleaños y a la playa en las vacaciones, le prendería fuego a todo ese barrio, decía y yo le contestaba eres una resentida social.
(3) Ella: ¿No creerás que nadie hace un favor sin pedir nada a cambio ? ¿Acaso tu pensarías que yo te haría un favor sin esperar alguna recompensa? (Al lado: ¡Teresa, vaya a ver a la niña!)
Yo: (Breve silencio, nunca había sido tan directa) No; sin embargo, sigo pensando que el único error de María fue ser ingenua e ignorante en la forma de proceder de este medio y que el mayor error fue de la editorial que, teniendo la experiencia suficiente, no le advirtió de los gastos y comisiones... ¿sabes? no todos los círculos sociales obran con la misma mentalidad, hay lugares en que un favor es un favor y una transa es una transa.
(4) Yamilé vivía en un población de Renca, en una vivienda social de 45 metros cuadrados. A veces tenía que salir sin los niños y la vecina se quedaba con ellos. Nunca le cobró nada. Aunque, seguramente, Yamilé más de alguna vez le convidó una taza de azúcar.
(5) Ella: No puedo ir esta tarde al cumpleaños de tu hija, tengo que ir a buscar mi auto nuevo, aunque lo intentaré después... (Por supuesto, nunca llegó ni llamó).
(6) María: ¿No seremos muy envidiosas y unas resentidas sociales?
Yo: Si no hay una mejor manera de definirlo, diría que no somos envidiosas, pero sí unas resentidas sociales.

Yo: Es que no encuentro una mejor definición que esa: pequeños burgueses, lastimosos arribistas que se deslumbran con un auto, con las empleadas que les cuida a sus hijos mientras las hacen dejar sus propias vidas de lado y que terminan viviendo en Las Condes o La Reina porque el aire es mejor, para quienes un pedazo de metal con ruedas es más importante que la hija de una amiga (casi me pongo a llorar).¨
Él: Ya, déjate de quejarte, es uno el que acepta estas condiciones... mejor busca una solución.
Yo: (pensé: y es que tú también eres un pequeño burgués)... Sí, claro.

09 diciembre 2005

Pérdida

Bueno... por alguna razón mis cinco o seis lectores se han reducido a... uno.

Cada día este diario es más privado, a pesar de su situación pública. Lo bueno es que ya sé que no lo leen muchas personas de las que no he hablado muy bien... últimamente, aunque resulta curioso, por decirlo de alguna manera, que muy pocos se llegan a sentir identificados con el personaje que ellos mismos encarnan en estas historias.

O, quizás, la contigencia política tome la relevancia que no tiene la vida de un sólo ciudadano.

Hasta los votos del domingo, la verdad es que no se puede pensar ni hablar de otra cosa.

07 diciembre 2005

Miserable

Me recibió afectuoso, como la mayoría de las veces, no había ni un rastro de molestia o enojo u ofensa y él no es una persona dada a la hipocresía, aunque lo intentara. Entonces, me pregunté, ¿por qué me dijo que su padre estaba muy enojado por el asunto del nombre de la Paz? (Incluso me pregunté: entonces ¿para qué me invitó al Lago en febrero?)

- ¿Tú todavía le crees?, me dijeron.
- Desgraciadamente, parece que sí, que insisto en querer creerle.
- ¿Todavía no te das cuenta que es un mentiroso y un manipulador compulsivo, además de drogadicto... un enfermo mental?

Planteado así es duro y, además, estúpido de mi parte ("La imbecilidad... se necesita la...")

Luego, lo invité a pasar: estaba muy cansado, había sido un día agotador con la Paz, había tenido que jugar con ella y, más encima, habían dormido, los dos, una muy mala siesta (respuesta para la inquietud del Lago: si se cansa una tarde con la niña, ¿no será que necesita una empleada que se la cuide durante los veinte días que piensa irse allá, mientras él fuma caños, se emborracha, juega fútbol, pesca y realiza otras actividades incompatibles con una chica de dos años?). Entonces me reí: supongo que tienes una familia esperando en tu casa y no puedes tomarte una cerveza conmigo. No, la verdad, es que era el Pancho quien lo esperaba, desde la semana pasada que no se veían...

Furia. Eso es lo que sentí. No sé si por él o por insitir yo en creer que soy "algo" para él (ya ni siquiera la madre de su hija, sino una mina a la que hay que estar manipulando para que no le quite la posibilidad de ver a su niña). Furia. Sé de hombres que no dudarían en aceptar tomar una cerveza conmigo y, eventualmente, hacer el amor. Y, sin embargo, éste no.

Entonces pensé en ella, una amiga... esta mina tiene razón, lo que tengo es una obsesión, no puede ser que no deje de pensar en un ser tan despreciable. Tal vez no vaya al siquiatra, pero desde hoy, comienzo a trabajar en esta patología absurda.

En el proceso, no sería contraproducente que apareciera un hombre, con un cuerpo que me haga olvidar ese otro con los sesos en descomposición.

06 diciembre 2005

¡Cuidado: Sociedad Limitada!

Hugo y Luis tenían cinco años de diferencia y eran hermanos de un mismo padre. Al morir su padre, sus destinos se separaron. La madre de Luis se casó con un empresario y llevó, siempre, una vida muy acomodada, ustedes saben, buenos colegios, empleadas domésticas que iban detrás de él ordenando, varias carreras universitarias, departamento en un barrio pudiente a los veintitantos, automóvil, deportes y gustos caros y la posibilidad de trabajar cuando quisiera en la empresa de su padrastro.

La madre de Hugo, en cambio, que era socialista, tuvo que partir exiliada, primero a Alemania, luego a España, buscando un lugar con costumbres más parecidas a las nuestras para su hijo que, sin embargo, nunca llegó a ser más que un sucio inmigrante, de piel oscura y aspecto indígena, por más que eso no se notara en nuestro país. Tal como la mayoría de aquellos niños que crecieron en el extranjero, expulsado el Dictador, Hugo quiso un día volver a su tierra natal para que reconocer sus orígenes. A los veinte años tomaron unas pocas cosas, algunos libros y su gato regalón y llegaron sin nada, aunque para ellos la educación española era una garantía para que Hugo encontrara un buen trabajo.

No fue así. Hugo, como la mayoría, cayó en el círcuito de los explotados, aunque su hermano lo recibió con los brazos abiertos. Fue un maravilloso reencuentro de hermanos que comenzaron a aprovechar todo el tiempo que habían estado separados, hasta que, en algún momento, nació el proyecto de crear una editorial. Hugo puso todo el esfuerzo, pues carecía de dinero y menos de la posibilidad de ahorrar y Luis, apelando a su madre, puso el capital necesario para hacer efectiva la sociedad ante las leyes y, sobre todo, impuestos internos. Todos ganaban en apariencia: Hugo obtenía un trabajo digno y Luis invertía en un negocio que le daría más rentas.

Sin embargo, el dinero lo corrompe todo: Hugo comenzó a sentir que trabajaba mucho y solo, y Luis que no obtenía las ganancias necesarias para un departamento nuevo, pero sobre todo comenzó a sospechar que Hugo se quedaba con dinero que le correspondía a él.

Aquí viene el clímax: Luis le tendió una trampa a su hermano para comprobar sus sospechas y, según sus conclusiones, el asunto era como él había mal pensado y decidió terminar con la sociedad bajo la excusa de que Hugo lo estaba engañando y lo hacía vivir en una constante inseguridad, inseguridad económica que ya sabemos Luis nunca ha conocido.

- Luis y su madre me van a presentar una oferta para disolución de la sociedad, le contó Hugo a una amiga.

- Pues, entonces ten mucho cuidado: nadie que tenga tanto dinero, por buenos que parezcan, han dejado de pasar por encima de otros, explotándolos o despojándolos de lo poco que tienen; cada empresario que tiene hijos en universidades caras, con departamentos y automóviles, lo han hecho a costa de la necesidad y la pobreza de otros muchos.

- Eres muy mal pensada, le contestó Hugo, quien todavía buscaba una explicación lógica para los actos de su hermano.

- Sólo ten cuidado.

05 diciembre 2005

Estigma

Antesala de la salida a la playa: me llama y me dice:

- Tengo piojos. Revisa a los niños.

Nos pasamos amaneceres y atardeceres despiojando a los chicos. Paz, que tiene poco pelo y es rubia, fue fácil, pero Fernando tiene una abundante cabellera castaña propicia para formar médanos de estos parásitos. Llegamos y no logramos erradicarlos de su cabeza. Así imposible llevarlo al colegio (los mandan de vuelta si les encuentran piojos o liendres a los niños) y apenas entrando a una peluquería nos echan afuera, descontados los gritos de Fernando debajo de la cama porque no quiere cortarse el pelo. Pablo, que viene de Buenos Aires donde la pediculosis ya no es un asunto que preocupe mayormente, me dice "¡che, pero si en las peluquerías están acostumbrados!". Nos tuvieron que sacar de dos para que se convenciera de que aquí las cosas son diferentes, pero como tiene paciencia partió el solo con Fernando a buscar otra peluquería (yo no me quería arriesgar más a ser desalojada de esa manera).

Es así, pongo un pie en Santiago y comienzan los dolores de cabeza. Antes pensaba que era el aire contaminado, pero ahora me resulta evidente que son otras las cosas contaminadas en esta ciudad, los pequeños burgueses enriqueciéndose, la discriminación propagada, la explotación sin descaro, las amistades por conveniencia (y aceptadas así en su juego de los intereses) y, claro, la repetición sistemática de estos síntomas a medida que se va cambiando de peldaño.

Al lado de esto, la pediculosis es un juego de niños.

30 noviembre 2005

(Paréntesis)

Todos nos hicimos los dormidos esta mañana, menos la gata que moría de hambre. Fernando la hacía callar para que no me despertara y yo fingía que no escuchaba nada mientras miraba la hora. Paz cantaba en su dormitorio. Más tarde contamos la monedas que nos quedaban, pasamos por la Plaza Brasil y compramos comida para la gata. No hay trabajo, pero hay tiempo, sin duda. Mañana nos vamos a Isla Negra con Pablo.

- ¿Qué hace Fernando en la casa?- preguntó mi madre que no puede dejar su rol de madre.
- Y nada... tuvimos que optar entre comprarle comida a la Pandora o pagar el pasaje al colegio. El sentido humanitario nos indicó lo primero.

Ya no pensamos nada más que estar en esas cabañas en medio de los eucaliptus mirando el mar, de manera que, queridos cinco fieles lectores de mi blog, estaré ausente por varios días en que no pienso aparecerme por un cibercafé. Entre tanto les pregunto qué les parece:

¿Le doy un giro más literario y menos autoreferente a esta bitácora o lo mantengo en su tipo diario personal?

Ahora, una vez más, me voy a tomar un café con aspirinas.

(¡Ah! Y perdí el cargador de mi cámara fotográfica, por lo que no he podido inmortalizar, aún más, a María Alas desarmada e inconclusa en su caja).

29 noviembre 2005

Paula P.

Paula de pronto se vio en el puente, sola, una noche apenas alumbrada por dos faroles sucios de mierda de gaviota. Abajo se escuchaba el río. Atrás, muy atrás de los pinos, el mar. Estaba en el centro, apoyada sobre la baranda de madera podrida y, aunque quería, no se podía mover, las piernas entumecidas y húmedas. El viento golpeaba fuerte y helado a esa hora, colándose por el cuello de la camisa, las mangas, entre los botones, debajo de la falda, subiendo por la columna hasta la nuca. En la ribera sur se distinguían unas luces amarillentas. Era un hotel. Adentro la estufa a leña estaría encendida, el calor sería rojo, la tetera herviría y alguien tomaría un mate caliente mientras el gato dormía entre los zapatos bajo el fuego.

El hombre que regresaba tarde de la mina la recogió mientras ella sólo musitaba "no soy de aquí". La llevó al hotel y la señora Fresia ayudó a limpiarle la sangre de las piernas. El hombre dijo que se llamaba Juan y que Paula era su esposa. Se acomodaron en una habitación que miraba hacia el puente. La cama estaba tibia, las sábanas blancas y suaves, donde extendieron una toalla para absorber el líquido que todavía fluía del cuerpo y el aceite caliente con que la masajeaban para lograr que se moviera otra vez. En la madrugada, a las cuatro, cuando el gallo cantó por primera vez en el día, la señora dijo que iría a dormir un rato. Juan extendió el cabello de la mujer y lo peinó. Ella lo miraba. Luego la destapó y lamió la sangre que aún corría. Ella sonrió. Era suave, tibio y húmedo, como si fuera un pez tropical. Afuera los postigos se golpeaban contra las ventanas y los árboles gemían. Durmieron juntos.

Durante el día Juan se fue a la mina y la señora Fresia cuidó a Paula, la limpiaba con paños calientes y le daba mate con miel y leche. Ella sólo musitaba "no soy de aquí" y la señora fingía que comprendía o que le creía. En la tarde pudo caminar y bajó a la cocina, sentada al lado de la estufa, con un sol que a veces alumbraba detrás de las nubes negras. El gato se acostó en sus faldas. Ella miró por la ventana hasta oscurecer. Allá se veía el puente, apenas alumbrado por dos faroles sucios de mierda de gaviota. Otra vez tenía las piernas entumecidas y el hielo se colaba por la columna hasta la nuca.

28 noviembre 2005

María Alas: duerme

No alcancé a terminar a María Alas para la función del sábado. Por lo demás, nos fallaron muchos elementos al final, como si algo nos señalara que no teníamos que presentarla. "Esperemos mejor", me dijo María, y acepté porque los párpados apenas se sostenían abiertos. Presentamos a Dominga en el teatro de sombras, tal como la vez anterior. No sé cómo resultó porque, claro, estaba detrás del telón y después me fui apuradísima a buscar la casa de muñecas de Paz.

Nos tomamos un té en el Café Literario. Allí me enteré que no se ha sabido nada de los resultados de las últimas licitaciones en que participé con dos libros para la editorial. Ni tampoco se han publicado los resultados del concurso del Fondo del Libro, aunque sea sólo para cerciorarme de que no gané. La pregunta más frecuente fue

"¿Y qué hacemos ahora, chicas?"

Y la única respuesta fue

"No sé"

En cualquier caso, lo que hagamos ya tiene que esperar hasta marzo, postular a fondos, a concursos o nuevos trabajos. Y, tal vez, pensar en la novelita para el Barco de Vapor. María tiene una buena idea, como siempre. Por mi parte intentaré desarrollar alguna aquí mismo, así, Malayo, sobre el camino me vas editando ¿ya?

Ahora, voy por mis aspirinas, esas compañeras inseparables de los últimos días.

27 noviembre 2005

"La imbecilidad, sin duda... Se necesita la imbecilidad para empezar a creer que es posible"


Nos preguntábamos, mirando desde el arco del segundo piso el empedrado del patio central, si el momento de la muerte eternizaría los últimos instantes.

(y abajo, quizás, estaba él, con sus falsas pretensiones políticas, con alguna chica de buena familia que estudiaba teatro o letras)

- Si nos lanzáramos al vacío y nos revéntaramos contra el piso ¿acaso simplemente nos moriríamos?

- ¿O esos últimos momentos se repetirían una y otra vez, el cráneo abriéndose y la masa encefálica esparciéndose en las baldosas de piedra?

- Y el dolor ¿también?

Si fuera así, el dolor no acabaría con la muerte. Nos mirábamos y nos besábamos, pero no había pasión ni amor entre nosotros, sino pena y resignación, en esos besos que se repetían varias veces al día en los patios del campus, cada vez que nos encontrábamos vagando.

(y él ¿qué hacía mientras tanto? ¿estaba en una reunión de la federación de estudiantes? ¿se sacaba las fotos para el afiche del PS? ¿bebía y se drogaba en el Bahamondes con ella?)

Ahora pensé lo mismo: ¿y si no diera el último beso que tengo que dar? ¿y si no dijera la verdad que tengo que decir? ¿si no abrazara a mi hija el día de su cumpleaños rodeada de globos y cintas de colores? ¿si yo o ellos muriésemos de improviso y se eternizara el arrepentimiento o la tristeza?

Y como no hubo respuesta a mi carta, como algo me decía que ellos no castigarían a mi hija por la decisión que yo tomé de cambiarle el n0mbre y que de todas maneras le celebrarían el cumpleaños sin mi presencia, me apuré en crear un ambiente de fiesta para ella, para abrazarla, verla reírse con tantos globos y romper los papeles para descubrir sus regalos. No vino nadie, por supuesto. El Gitano no pudo viajar. El Negro con sus hijos no llegó. La Socia tenía que ir a buscar su auto nuevo. Así que allí estuvimos Fernando, mi madre y yo cantándole el "cumpleaños feliz". Jugamos hasta tarde con la casita que encontré (no encontré la casa de muñecas que buscaba, agotada desde casi un año).

Y hoy vino él a buscarla para llevársela a casa de sus abuelos paternos. Lo miré y me pregunté por qué, si el destino me protegió de conocerlo en la universidad, por más de siete años que anduvimos en los mismos metros cuadrados, me hizo tropezarme con él tanto después.

Esta tarde, seguramente, volverá ella con un globo amarrado en la bicicleta. Entonces sabré que sí, que fue así, que quisieron dejarme afuera en esta oportunidad del cumpleaños de mi hija y que de una vez por todas debería dejar de creer que es posible.

25 noviembre 2005

"Uno se quedó sin corazón"

Pablo habla.

- Me voy a Valparaíso.
- ¿A Valparaíso? ¿para qué?
- A buscar una casa con vista al oceáno. Vos dijiste que desde los cerros del puerto se veía el océano. Aquí ni siquiera se ve el río, la ciudad le da las espaldas y, en todo caso, no tiene la inmensidad de tu vista.

En el cerro Cárcel hay una casa de madera verde, un poco más arriba de una plaza cuyo nombre acabo de olvidar (alguna batalla de la segunda guerra mundial, me parece). Está sobre todas las demás con su jardín afanasamente cuidado. Desde sus ventanas se ve el puerto, en las noches con los buques iluminados, en las mañanas con una bruma que se disipa y se abre al Océano Pacífico, los fuegos articiales en año nuevo y las fogatas de muñecos en semana santa. Esa mañana miro desde la ventana. Estoy sola con mi hija recién nacida y no quiero marcharme, allí dejaría que los meses y los años pasaran y que, entonces, algo sucediera, un imposible, el que aún espero...

- ¿Vos creés que encontraré algo?
- Claro ¿por qué no?
- ¿Te tomarías un café conmigo?
- Me tomaría más que un café contigo, en alguna de esas terrazas con vista a las callecitas bajas y al puerto.

Y desde el plano, en un bar, el bandoleón cantaría lacrimoso:

"... si yo tuviera el corazón,
el mismo que perdí,
si olvidara al que ayer lo destrozó
y pudiera amarte,
abrazaría la ilusión para llorar tu amor,
pero Dios te trajo a mi destino
sin pensar que ya es muy tarde
y que no sabré cómo quererte..."

24 noviembre 2005

23 noviembre 2005

¿Para qué la sangre?

Me dormí pensando en la muerte, en el cuerpo que sangra sin sentido. Y soñé.

Mauricio se había convertido al budismo (era ateo, profesor de filosofía y fotógrafo cuando nos conocimos). Caminábamos por una avenida, él de blanco, rapado, con un libro bajo el brazo. Lo observaba ininterrumpidamente. Al cruzar una calle comencé a elevarme. No podía controlarlo, aunque deseaba tener los pies en la tierra (en el pavimento). Arriba, los árboles y los cables de alta tensión. Mauricio me miraba con calma, como si elevarse en medio de la calle, en cualquier momento, fuera normal. No tenía opción: debía aprender a volar si no quería morir electrocutada. Tiré las carpetas y un grueso volumen, a pesar de que las carpetas me servían para planear.

Otra vez me desperté sin saber quién era, mojada entre las piernas: estaba menstruando. Entonces, una vez más, me reconocí, me toqué, vi las yemas de los dedos rojas y me pregunté ¿y para qué la sangre?

22 noviembre 2005

Los libros de María

María dice que no quiere trabajar en la editorial. Perdemos una buena escritora. Ni siquiera es esta editorial, le digo, son las leyes las que permiten y avalan el funcionamiento de esta manera. Aunque muchas veces me de rabia, he aceptado las leyes a fuerza de no poder hacer otra cosa.

- Prefiero vender en la calle...

Sin embargo, la literatura infantil es cara, imprimir a colores, tapa dura, papel resistente, el costo supera el precio que alguien pagaría por un libro pirata.

- O frente al Museo de Bellas Artes...

¿Hacer ediciones baratas? ¿papel roneo? ¿blanco y negro? ¿acaso emular a Julio y bombardear libritos?

- En cuanto termine de pagar la deuda de mis libros, me lanzo con el otro.

- Ya, calla.

Pues María tiene muchas ideas para esperar vender y pagar deudas, pues María ni siquiera sabe vender.

- Voy a postular al fondo del libro.

- Y sí... mientras tanto yo espero los resultados del concurso que no gané...

Pero ¿acaso no sabíamos esto?

Pataleo

María, entiendo tu rabia, no creas que no. Me paso las noches pensando en María Alas, en el detalle de sus articulaciones o en una resquebrajadura de su piel. Entonces, a la una, las tres o cuatro de la madrugada desciendo silenciosa al primer piso y trabajo un poco más. Anoche también pensaba en el discurso que diría antes de comenzar la función del teatro de variedades.

Hace tiempo que acepté el lugar que me corresponde en Chile, en la sociedad humana y, a mayor escala, en la naturaleza. A veces me ilusiono con la idea de que mi trabajo, por pequeño que sea, pueda provocar un cambio al menos en uno de los niños que lean mis cuentos, pero también hace tiempo que dejé de creer que ningún cambio pueda ser dirigido. Sin embargo, aceptar eso no significa que me vaya a quedar en silencio. Al menos, creo, tengo el derecho al pataleo, aunque a veces, en ese pataleo, pierda algunas oportunidades de trabajo y, por supuesto, de ganar un poco de dinero... que siempre es demasiado poco.

Reconozcamos que no es mi trabajo el que mantiene a mis hijos, mi casa y a mí. Por eso entiendo tu frustración con este hecho, cuando uno siente que está aportando en algo a la cultura del país, aunque sea poco, aunque sea incipiente y recibe, a cambio, el trato de una esclava. En alguna parte leí que el arte es parte del ocio y el ocio sólo está permitido a las clases poderosas y adineradas. El ocio, para nosotras, es sinónimo de hambre. El lugar que nos correspondería sería en una de aquellas jaulas que llaman oficinas, donde tienes que marcar tarjeta, pagar tu almuerzo y limitar tus capacidades a trabajos mecánicos que, a pesar de todo, hacen crecer a la economía del país.

Casi me hace llorar de rabia e impotencia cuando se discute que la "piratería" afecta a la industria editorial, por ejemplo, y sacan a relucir las leyes de derecho de autor. ¡Qué importa! Es verdad lo que dicen, afecta a la "industria", los autores igual nos podríamos morir de hambre con o sin ella, afecta a los explotadores, a los intermediarios... ¿sabes cuántos libros tendría que vender para poder vivir con el sueldo mínimo? No importa, porque los que se enriquecerían serían otros. A nosotros, con suerte, con mucha suerte, el diez por ciento, si entremedio no te descuentan otros muchos gastos que nunca consideraste.

Y ¿qué hacer? Sobre todo nosotras con pocas capacidades sociales, que crecimos en un medio que nos hace ignorantes al momento de interrelacionarnos con los proveedores de dinero. Creo que nada. Salvo pararme allí adelante y patalear.

21 noviembre 2005

Variedades

He tenido que mandar una larga carta a mis ex suegros explicándoles el asunto del nombre de mi hija. Parece ser que el hecho ha causado sentimientos no positivos, que no sé cuáles serán exactamente, porque están mediatizados por las impresiones de él. El resultado más inmediato, aparentemente, es la suspensión del cumpleaños de Paz en la casa de sus abuelos paternos. Y una consulta a la sicóloga, como si de algo les hubiera servido, durante todos estos años, recurrir a los sicólogos y siquiatras.

Fernando, por otro lado, se mostró muy molesto cuando le dije que no tendría regalo para esta navidad porque el de su cumpleaños bastaba, pero que Paz, que no celebraría su cumpleaños, sí tendría un regalo. Me dijo que sólo le había regalado un par de cosas y que era muy poco. Sólo lo miré. Mi abuela tampoco nunca se sentía feliz, a pesar de los esfuerzos que uno hiciera. Murió sola, aunque yo la cuidé durante la agonía.

Y María Alas que se me escapa. María Alas es un personaje creado por la otra María, la que escribe. Elegimos este cuento para presentarlo en nuestro incipiente teatro de variedades en el Café Literario este último sábado de noviembre. Eso si puedo terminarla. He estado día y noche amasando su cuerpo, pero el resultado no es el que esperaba. Me pregunto qué esperaba. Tal vez basta con que se mueva.

Sigo despertándome apenas sabiendo quién soy. Es curioso porque me pasa cada vez que duermo, olvido todo. Me toma varios minutos reconocerme, saber dónde estoy y qué hago. Entonces, la pregunta ¿qué hago en la vida? toma un sentido muy práctico y terrenal, pues en la vigilia, aunque me pregunte lo mismo con otro sentido, sé que tengo que escribir o terminar a María o cuidar a los niños. Ni siquiera eso sé al despertarme y es lo que necesito saber con urgencia para levantarme. ¿Y si un día despertara y no lograra reconocerme? ¿Si pasaran los minutos y no recordara quién soy? ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué hago en este lugar? ¿Quiénes son estos niños? A veces, no sé quién soy y sigo durmiendo, porque sé, de alguna manera, más tarde lo recordaré.

Se me escapa de las manos



Se me escapan de las manos las palabras, el barro de la lengua, otras manos pequeñas, la boca que tengo a mi alcance, los ojos abiertos, se me escapan de las manos la pena y las ideas, como si fuéramos los que vamos nadando en ese río, entre las islas, como si fuéramos peces que nadie pesca, si saltáramos y alcanzáramos el pubis deseado o el brillo de una mirada cierta, se me escapa de las manos María.

18 noviembre 2005

María Alas: tercera etapa

María Barro, tiene la piel resquebrajada, los dedos frágiles, parece la primera, la que ha esperado enterrada en el desierto, en la tierra salada, apenas la sostengo en las manos y se confunde su pasado con el futuro, como si fuera anterior a todos, María India, anterior incluso a María Alas, la tuya, María, la que me he apropiado metiendo las manos en el engrudo, el aserrín, la arcilla.

17 noviembre 2005

María Alas: segunda etapa



María Alas eres tú, María, soy yo y es ella.

¿Ves? De a poco va adquiriendo forma.

Una vez que tenga el rostro, creo que será imposible separarla de su personalidad, pero eso ni yo lo sé, hay mucho de azar en el proceso (y también mucho de lo que voy pensando cuando la tengo entre mis manos, pienso en ti, pienso en ella, en los objetos, me la imagino bailando, que la tomo de las manos en la oscuridad y que su traje brilla, que baila, que me obliga a bailar y a ti exponerte en la penumbra abriendo cajas)

Y a ella ¿la sacaremos de una caja?

16 noviembre 2005

María Alas: primera etapa

Mi derecho a acostarme con Julio (otro derecho que no elegí)

- Además, a mí no me importa que te hayas acostado con el Julio
- ¿Perdón? ¿con el Julio?
- Sí, estás en tu derecho de acostarte con el Julio y con quien y cuántos quieras.
- Sí, claro, salvo el detalle que no me he acostado con el Julio ni sé cómo puedes estar seguro.
- ¡Te conozco, Fª! La verdad es que ya no me importa, con él y con el que quieras, total estás todo el día sola en la casa, con los niños, es natural que te acuestes con otros hombres.
- Claro, si yo lo que hago durante el día es andar culeando con una serie de tipos...
- Es tu derecho.
- Mira, no sé si es mi derecho, pero lo que sí sé es que tú no eres quien para definir mis derechos sobre la base de tus enfermedades... ¿por qué no vamos al grano? ¿qué es lo que tú quieres?

*****

- Estoy confundido. Necesito tiempo. En este momento no estoy para tener una pareja única, quiero disfrutar mi sexualidad de diferentes formas, no quiero nadie que me presione, quiero alguien dulce que me comprenda cuando estoy angustiado después de jalar, estoy en crisis... no necesito presiones y tú me presionas.
- Lo que tú no quieres es comprometerte, lo que tú quieres es seguir llevando una vida desordenada. Como sea, es lo que necesitaba saber, no estoy en el mismo plano, no quiero ser la amante de nadie ni menos la tuya. Tu cuerpo puede ser deseable para mi, pero no necesario, sino dañino de esta manera.
- La monogamia no es natural.
- Puede ser que no, pero el sexo libre tampoco.
- Antes te quejabas de que era machista porque te celaba y ahora que cambié...
- Ahora pareces más machista y, además, me sigues celando con situaciones inventadas... y ni siquiera tienes relaciones sexuales conmigo porque estás "angustiado"... ni yo las quiero tener más bajo estas condiciones.

Silencio.
Determinados por no sé qué, por la pasión, quizás, no me pude enojar con él, pero me apenó no poder tener esperanzas. Tomar lo que hay, pensé, pero tomarlo bien. Y ahora lo tuve que dejar ir.

Tomó su bicicleta diciéndome algo del cumpleaños de la Paz. Cerré la puerta y respiré hondo. Me fui al taller a ver cómo seguía María, María Alas, la muñeca.

14 noviembre 2005

13 noviembre 2005

Final del día: nada es lo que parece

Al almuerzo llegó el Gitano con un amigo, su hijo, comida y un par de cervezas, considerando "nuestras" actividades de la tarde. Preferí ver una película y dormir siesta.

Más tarde, hablo con él.

- Mañana, ¿vas a venir?
- No, voy a ir donde el Pancho.
- Pero yo creí que los lunes...
- ¿Qué te pasa, Fernanda? ¿Acaso pensaste que tú y yo... onda "pareja"?
- Bueno... no tanto... pero... algo así...
- Nunca dije nada parecido.
- No (glup)... no dijimos nada (glup)... yo sólo quería saber a qué atenerme (glup)...
- No empieces a complicar las cosas ¿ya?
- No, no, claro, sólo saber... bueno, nada...
- Ya. Otro día hablamos.
- Bueno. Ya...

Parece que me equivoqué.

En fin. Todavía me queda cerveza y Séneca por delante.

Quizás qué

Lo hice llorar.
Es decir, no sé qué fibra toqué cuando le dije:

- ¡Eres muy fresco! Esta es mi casa y tú sientes como si fuera la tuya ¿siempre eres así o sólo acá te sientes como si todo te perteneciera?

Por un lado, pensé que el Gitano tenía asumida su condición de errante definitivo, que se instala en cualquier casa como si fuera la suya, pero además hace tiempo creo que debo fijarle límites que no establecí antes, cuando todavía (yo) creía que el mundo podía ser hippie.

Sin decir nada, sacó su ropa de la lavadora sin centrifugarla, aunque sólo quedaba ese paso. Puse la nuestra, es decir la mía y la de los niños. Subí a terminar de preparar el desayuno, pero el Gitano no subió. Lo llamé. Nada. Bajé a buscarlo.

Ahí estaba en el living leyendo un libro de Noam Chomsky. Entonces se puso a llorar.

- ¿Qué te pasa?

Nada, lloraba. Le pedí perdón, tal vez fui muy dura, quizás injusta, le pregunté una y otra vez que le pasaba, pero nada, como si no supiera que era inútil preguntarle qué le pasa a un hombre, sólo murmuró que se sentía muy mal, cansado. ¿Cansado de qué? No sé a ciencia cierta.

Al rato, bajó Fernando. Se fueron al parque y les pregunté si volvían a almorzar. Dijo que no. Vano insistir.

Recordé esto:

- Eres una sádica, me dijo él.
- ¿Qué te pasa?
- No, no me entiendas mal, no una sádica patológica, pero Freud divide a todas las personas en dos tipos, según sus tendencias, sin que estén enfermas: unas tienden al masoquismo, otras al sadismo. Tú eres de las que tienden al sadismo, pero de "Sade" ¿entiendes?

No, no sé si le entendí ¿acaso quiso decir que entre sufrir yo y que sufran los otros, prefiero que los otros lo hagan? ¿qué tiene que ver Sade? ¿quiere decir que ese sufrimiento está bajo un mandato sexual?

Pensé si decirle que esta era mi casa lo había afectado en los más hondo o... ¿sería que me vio saludándolo más cariñosa que de costumbre cuando llegó a buscar a Paz?

12 noviembre 2005

Más que sombras, tinieblas

- En el 2015 va a desaparecer el hombre.
- ¿Y?
- ¿Cómo puedes ser tan irresponsable y egoísta como para tener hijos?
- ¡Por favor!
- ¿Por favor qué?
- Y dicen que se acerca un enorme agujero negro a la Tierra, que el cometa no-sé-cuál se desviará de su órbita y chocará contra la Tierra, generando una destrucción parecida a la que hizo desaparecer a los dinosaurios, que todos los volcanes harán erupción al mismo tiempo, que el calendario azteca predice el fin de la humanidad para el 2012 tal como Mac Luhan predecía, con sólidos argumentos, que la humanidad moriría de hambre antes del 2000... ¿no te das cuenta?
- ¿De qué?
- De que todo es parte de una campaña del terror mundial que se aprovecha de miedos ancestrales explotados por las religiones...
- Pero ¿no me vas a negar el agujero en la capa de ozono?
- No.
- Y el recalentamiento...
- No.
- ¿Entonces?
- Nada.

Apareció Joaquín, con la bandeja de croissants y el café con crema, sus cuarenta y cinco años repartidos en varios kilos de más. Se sentó al lado de su madre y le dijo:

- Tengo una novia nueva que te quiero presentar.

Teatro de sombras

Nunca he visto un teatro de sombras y, hoy que he hecho uno, tampoco pude verlo. A veces la tecnología cansa y siempre uno debiera ir cambiando, así que me lancé con mi cuento en un teatro improvisado. María y Malayo me ayudaron.

- Debiéramos seguir con esto y, además, a ver si podemos ganar algo de plata, dijo María
- Y sí, de algo hay que lucrar, no haberlo sabido antes.

Hace ya bastantes años, saliendo del liceo y entrando a la universidad, decidí buscarme un trabajo complementario a mis estudios. Un "elegante y prestigioso bar" en Providencia buscaba muchachas que supieran inglés en un aviso económico del diario (nótese desde ya el grado de ingenuidad) y me presenté un lunes a las cinco de la tarde.

En la barra de un bar profuso en espejos y muros entelados de raso rojo, me recibió un tipo joven, aunque bastante mayor que yo. Me senté a su lado esperando alguna indicación, pero también él parecía esperar alguna palabra de mi parte.

- Vengo por el aviso del diario.
- ¿Y sabes de qué se trata el trabajo?
- Sí. No... bueno, de atender las mesas.
- Eso en principio. Si quieres trabajar aquí no sólo tienes que servir las mesas, sino que acompañar y hacer beber a los hombres. Para lograrlo tú no puedes beber, pero debes fingir que bebes. La muchacha del bar te sirve lo que el tipo pida y a ti alguna bebida sin alcohol, que él pagará como si fuera alcohol... ¿entiendes?
- Ajá... ¿y cuánto paga por eso?
- Bueno, te pago un mínimo por horas trabajadas más un porcentaje de lo que hagas beber a los tipos.
- Y ¿eso cuánto es más o menos?
- De base son trescientos mil pesos por cinco días a la semana.

En 1990 era una cifra astronómica para una chica de 18 años.

- Más el porcentaje de las bebidas- continuó- más los negocios que tú misma puedas transar dentro del bar.

Eso no lo comprendí de inmediato.

- Y ¿cuál es el horario?
- De ocho de la noche hasta la madrugada, entre una y tres de la mañana, dependiendo de la clientela y los negocios de las meseras.
- Ah- pensé que tenía que estudiar e ir a clases temprano- ¿no puedo trabajar de jueves a sábado?
- !Si tú quieres!- soltó una carcajada- pero te va a ir re-mal, los hombres vienen aquí durante la semana, cuando pueden inventar alguna excusa en sus casas, que la comida de la oficina, que el trabajo extra, que una reunión más larga, pero ¡fin de semana!, preciosa, están con su familia, que la señora y los hijos...

El martes fue el único día que trabajé en el bar. Me sentí profundamente humillada y, además, asqueada. A las doce de la noche, más o menos, escapé del local llorando por la avenida suecia hacia la casa de mi abuela.

Humillada, entonces.
Asqueada, entonces.
Llorando, entonces.

Ahora, después de dos partos, del deterioro de mi cuerpo, de los años... pienso que me humillé, asquée y lloré inútilmente. Al menos, durante esos años, hubiese lucrado de mi cuerpo, de mi educación, de mi inglés, de mi condición de proleta. A esta alturas, ya habría terminado con ese laburo (en vez de hacerlo gratis, la verdad).

Seguí por algún tiempo trabajando como promotora y más de alguna vez me llamaron de conocidas y reputadas casas de prostitución, gracias a la base de datos que manejaban todas estas pequeñas y medianas empresas que reclutan niñas para eventos. Nunca fuí. Preferí vivir en mi falso mundo hippie y esforzado y digno, regalando sexo más que transándolo.

Sí, ya habría pasado, como todo.