Me dormí pensando en la muerte, en el cuerpo que sangra sin sentido. Y soñé.
Mauricio se había convertido al budismo (era ateo, profesor de filosofía y fotógrafo cuando nos conocimos). Caminábamos por una avenida, él de blanco, rapado, con un libro bajo el brazo. Lo observaba ininterrumpidamente. Al cruzar una calle comencé a elevarme. No podía controlarlo, aunque deseaba tener los pies en la tierra (en el pavimento). Arriba, los árboles y los cables de alta tensión. Mauricio me miraba con calma, como si elevarse en medio de la calle, en cualquier momento, fuera normal. No tenía opción: debía aprender a volar si no quería morir electrocutada. Tiré las carpetas y un grueso volumen, a pesar de que las carpetas me servían para planear.
Otra vez me desperté sin saber quién era, mojada entre las piernas: estaba menstruando. Entonces, una vez más, me reconocí, me toqué, vi las yemas de los dedos rojas y me pregunté ¿y para qué la sangre?
23 noviembre 2005
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2 comentarios:
Buenos augurios. No te queda otra que aprender a volar para no electrocutarte. Y volar significa tomar las riendas, ser libre.
Por otro lado, te preguntas si es realmente necesario el sufrimiento, lo que se responde por sí solo. Eso es lo que traduzco yo.
Yo me pregunto para qué sangro si no tengo sexo, para qué estoy viva si mi cuerpo está muerto... más o menos.
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