La señora, de clase media, tenía tres hijos y casa propia. En contra de su voluntad se había sometido a un tratamiento sicológico, pues consideraba que poseía la fuerza suficiente para adaptarse a la vida. En cierta ocasión, al atravesar una calle en reparaciones, tropezó con unas piedras y fue a dar de cara al muro de una casa, lo que le dejó el rostro completamente desfigurado. Durante la sesión, su analista le preguntó:
- ¿Pero cómo se ha caido usted de esa manera?
- Pues no lo sé... yo misma advertí muchas veces al padre de mi hija sobre los peligros de aquellos arreglos en la calle.
- ¿Nada más?
- Bueno, en ese momento vi una pala en la ferretería del frente y crucé sin pensar para ver el precio. Estaba interesada en comprar una nueva porque a la mía se le había quebrado el mango.
- ¿Pero cómo no miró dónde pisaba?
- No, fíjese usted. He llegado a creer que quizás haya sido un castigo por lo que iba pensando en ese momento.
- ¿Y en qué iba pensando?
Aquí la señora detiene sus confesiones. La analista sabe muy bien que iba pensando en reemplazar la pala del mango quebrado, por supuesto: necesitaba una nueva para seguir cavando la fosa en la cocina. Hace un par de anotaciones que le servirán más tarde para analizar las situaciones de autoagresiones, pero que de nada le servirán, cincuenta años después, al fiscal que investiga la aparición de los restos de un cuerpo humano en la demolición de una cuadra antigua de la ciudad.
19 mayo 2006
Sesión Nº 32
- Quédese tranquila, por favor.
- No puedo.
No puedo dejar de mover las manos, cosiendo, bordando, doblando papeles, pintando, cortando, tejiendo, tecleando, pegando cartones, enhebrando agujas, escarmenando lanas, haciendo trenzas, masturbándome a veces (ya muy escasamente), deshaciendo todo lo anterior para volver a empezar. No puedo leer, las manos se inquietan y la vista se cansa. Puedo ver televisión sólo si estoy haciendo otra cosa que me impide mirar la pantalla de fijo (generalmente unos palillos en las manos).
- Me dijo que parecía una anciana, la "abuelita Pita", dijo literal.
- Y usted ¿qué hizo?
- Nada. Me sentí muy mal y pensé que así nunca me iba a excitar.
- ¿Cómo?
- ¿Usted se excitaría con un hombre que le dice "abuelita Pita"?
- Bueno, estamos hablando de usted.
- Ya lo sé. Quería saber qué pensaba.
No puedo dejar de mover las manos, con furia raspaba los muslos entre las piernas y en el culo, más fuerte, la piel enrojecida, casi quemada. El espejo era (es) implacable. El tiempo lo es. Mucha carne, pensé. Muchas toxinas, pensé además. Un porcentaje de grasa excesivo. Nada de alcohol, por favor. Los límites se pierden, se borran, desaparecen hasta olvidar esas piernas. Más fuerte, más rojo. Me imaginé el culo en su cara. Era patético. Tapé todo con un buen par de medias apretadas, de malla, como si mi cadáver fuese a verse mejor, más atractivo, más sexy, enmallado en un par de pantis.
- Y usted ¿qué piensa de mi?
- Creí que estábamos hablando de mi.
- Sí, pero me gustaría saber su opinión sobre... usted sabe... nuestro encuentro... yo... mi cuerpo.
- Dijimos que no volveríamos a hablar sobre aquello, que era asunto olvidado.
- No lo es.
- ¿No?
- No la puedo perdonar.
- ¿Usted no me puede perdonar?
- Por no haberme dicho que no, por haberme dejado exponer de esa forma, por ayudarme a desvestir, dejar mi cuerpo al descubierto, por besarme, por tocarme, por dejar en evidencia mi calentura. No la puedo perdonar por no haberme rechazado.
- Bueno, no sé qué decirle.
- Dígame lo que piensa de mi.
No puedo dejar de mover las manos, mientras más adentro las meto buscando una pared, menos encuentro, los dedos se pierden en un mar de fluidos, los vellos se enredadan en los nudillos, las adiposidades de las piernas cuelgan, el vientre se desparrama hacia los costados, dónde está el fin, dónde la contención, no puedo dejar de mover las manos porque ella me pide más, si tuviera un pene, pienso, pero si tuviera un pene ¿qué haría con él? ¿se lo metería? ¿sería suficiente? ¿se me pararía? si tuviera un consolador, pienso, si me hubiese fabricado un pene de arcilla, con las venas marcadas, como las de él, pero si me hubiese fabricado un pene de arcilla, no lo andaría trayendo en la cartera, tendría, además que haber sido muy grande, no puedo dejar de mover las manos, quizás logre que tenga un orgasmo y la dejo feliz.
- ¿Sabe? No me gusta hablar de otra persona que no sea yo misma.
- ¿No me va a decir lo que piensa de mi, entonces?
- No.
- ¿Nada?
- No.
- Muy bien, entonces dígame como se siente usted en relación a mi persona.
- No puedo.
No puedo dejar de mover las manos, cosiendo, bordando, doblando papeles, pintando, cortando, tejiendo, tecleando, pegando cartones, enhebrando agujas, escarmenando lanas, haciendo trenzas, masturbándome a veces (ya muy escasamente), deshaciendo todo lo anterior para volver a empezar. No puedo leer, las manos se inquietan y la vista se cansa. Puedo ver televisión sólo si estoy haciendo otra cosa que me impide mirar la pantalla de fijo (generalmente unos palillos en las manos).
- Me dijo que parecía una anciana, la "abuelita Pita", dijo literal.
- Y usted ¿qué hizo?
- Nada. Me sentí muy mal y pensé que así nunca me iba a excitar.
- ¿Cómo?
- ¿Usted se excitaría con un hombre que le dice "abuelita Pita"?
- Bueno, estamos hablando de usted.
- Ya lo sé. Quería saber qué pensaba.
No puedo dejar de mover las manos, con furia raspaba los muslos entre las piernas y en el culo, más fuerte, la piel enrojecida, casi quemada. El espejo era (es) implacable. El tiempo lo es. Mucha carne, pensé. Muchas toxinas, pensé además. Un porcentaje de grasa excesivo. Nada de alcohol, por favor. Los límites se pierden, se borran, desaparecen hasta olvidar esas piernas. Más fuerte, más rojo. Me imaginé el culo en su cara. Era patético. Tapé todo con un buen par de medias apretadas, de malla, como si mi cadáver fuese a verse mejor, más atractivo, más sexy, enmallado en un par de pantis.
- Y usted ¿qué piensa de mi?
- Creí que estábamos hablando de mi.
- Sí, pero me gustaría saber su opinión sobre... usted sabe... nuestro encuentro... yo... mi cuerpo.
- Dijimos que no volveríamos a hablar sobre aquello, que era asunto olvidado.
- No lo es.
- ¿No?
- No la puedo perdonar.
- ¿Usted no me puede perdonar?
- Por no haberme dicho que no, por haberme dejado exponer de esa forma, por ayudarme a desvestir, dejar mi cuerpo al descubierto, por besarme, por tocarme, por dejar en evidencia mi calentura. No la puedo perdonar por no haberme rechazado.
- Bueno, no sé qué decirle.
- Dígame lo que piensa de mi.
No puedo dejar de mover las manos, mientras más adentro las meto buscando una pared, menos encuentro, los dedos se pierden en un mar de fluidos, los vellos se enredadan en los nudillos, las adiposidades de las piernas cuelgan, el vientre se desparrama hacia los costados, dónde está el fin, dónde la contención, no puedo dejar de mover las manos porque ella me pide más, si tuviera un pene, pienso, pero si tuviera un pene ¿qué haría con él? ¿se lo metería? ¿sería suficiente? ¿se me pararía? si tuviera un consolador, pienso, si me hubiese fabricado un pene de arcilla, con las venas marcadas, como las de él, pero si me hubiese fabricado un pene de arcilla, no lo andaría trayendo en la cartera, tendría, además que haber sido muy grande, no puedo dejar de mover las manos, quizás logre que tenga un orgasmo y la dejo feliz.
- ¿Sabe? No me gusta hablar de otra persona que no sea yo misma.
- ¿No me va a decir lo que piensa de mi, entonces?
- No.
- ¿Nada?
- No.
- Muy bien, entonces dígame como se siente usted en relación a mi persona.
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