29 noviembre 2005

Paula P.

Paula de pronto se vio en el puente, sola, una noche apenas alumbrada por dos faroles sucios de mierda de gaviota. Abajo se escuchaba el río. Atrás, muy atrás de los pinos, el mar. Estaba en el centro, apoyada sobre la baranda de madera podrida y, aunque quería, no se podía mover, las piernas entumecidas y húmedas. El viento golpeaba fuerte y helado a esa hora, colándose por el cuello de la camisa, las mangas, entre los botones, debajo de la falda, subiendo por la columna hasta la nuca. En la ribera sur se distinguían unas luces amarillentas. Era un hotel. Adentro la estufa a leña estaría encendida, el calor sería rojo, la tetera herviría y alguien tomaría un mate caliente mientras el gato dormía entre los zapatos bajo el fuego.

El hombre que regresaba tarde de la mina la recogió mientras ella sólo musitaba "no soy de aquí". La llevó al hotel y la señora Fresia ayudó a limpiarle la sangre de las piernas. El hombre dijo que se llamaba Juan y que Paula era su esposa. Se acomodaron en una habitación que miraba hacia el puente. La cama estaba tibia, las sábanas blancas y suaves, donde extendieron una toalla para absorber el líquido que todavía fluía del cuerpo y el aceite caliente con que la masajeaban para lograr que se moviera otra vez. En la madrugada, a las cuatro, cuando el gallo cantó por primera vez en el día, la señora dijo que iría a dormir un rato. Juan extendió el cabello de la mujer y lo peinó. Ella lo miraba. Luego la destapó y lamió la sangre que aún corría. Ella sonrió. Era suave, tibio y húmedo, como si fuera un pez tropical. Afuera los postigos se golpeaban contra las ventanas y los árboles gemían. Durmieron juntos.

Durante el día Juan se fue a la mina y la señora Fresia cuidó a Paula, la limpiaba con paños calientes y le daba mate con miel y leche. Ella sólo musitaba "no soy de aquí" y la señora fingía que comprendía o que le creía. En la tarde pudo caminar y bajó a la cocina, sentada al lado de la estufa, con un sol que a veces alumbraba detrás de las nubes negras. El gato se acostó en sus faldas. Ella miró por la ventana hasta oscurecer. Allá se veía el puente, apenas alumbrado por dos faroles sucios de mierda de gaviota. Otra vez tenía las piernas entumecidas y el hielo se colaba por la columna hasta la nuca.

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