13 diciembre 2008

El miedo de la casera

"No quiero morir sin haber hecho nada. No quiero morir antes de probar el sabor del semen otra vez, no quiero morir ahora que soy toda huesos y arrugas, pedazo de tela apolillada y resquebrajada como el desierto después de la tormenta cien años atrás.

No quiero morir mientras escucho a los otros hacer el amor, mientras otros escriben lo que yo nunca pude escribir, mientras la puta de abajo me muestra su trasero abundante de carne y grasa y grita en las noches que ya no puede más de placer.

Yo ya no puedo más. Los años se me acumulan en los huesos de las articulaciones, los años se acumulan y el calcio desaparece junto con la humedad de mi cerebro. Ya no puedo más. Hubo un tiempo en que pensé que mi cuerpo, voluptusoso como el de la bataclana de abajo, lo podía todo. Luego pensé que sólo era cuestión de cultivar el cerebro mientras lo demás se degradaba. Entonces escribía. Escribía todo el tiempo de todo. Llené páginas de novelas y ensayos ¿para qué? Para terminar de casera de unos imbéciles.

"Se arrienda pieza a hombre solo" cuelga el aviso en la ventana que da a la calle, a ver si alguno de esos hombres solos le hace el favor a esta vieja, pero a nadie le gusta el charqui sin sal, a nadie el interesa el alimento del alma ni las capacidades intelectuales reducidas. No, porque para follar, para culear, para tirar, para tener sexo, para hacer el amor se necesita un trasero como el de la de abajo.

Y me voy a morir sola sin oler un pene de cerca ni plantar un árbol ni tener un hijo ni publicar mi gran novela, vieja, vieja y seca."

El miedo de la estudiante

"Tengo miedo. Afuera no deja de llover hojas quemadas y no me atrevo a salir de mi covacha al sol porque me puedo encender también hasta desaparecer hecha un polvo negro que se pega a la suela de los zapatos transeúntes.

¿Qué sería si fuera polvo carbonizado? No algo muy diferente de lo que soy hoy acurrucada en mi temor. Así estoy, acá adentro, mientras afuera llueve, las rodillas pegadas a la frente y la nariz rozando los vellos de mi pubis, oliendo el deseo, que es tan dulce. Ése es el aroma de la vida, el único indicador de una precaria existencia entre los seres humanos, pedazo reproductor, función biológica, canasto de cerezas de carne roja, soterrada por dientes gastados y amarillentos, pasados a cigarrillo y alcohol.

¿Qué sería si no fuera polvo quemado? Una más, piernas que se mueven a un ritmo acordado entre la multitud ciega, brazos que se alargan pasando un billete creyendo que la libertad está dada por la capacidad de elegir lo que puedo comprar, boca programada para emitir mensajes diseñados desde los medios, sería gente, sería multitud, sería masa, sería hojas quemadas que caen sobre el pavimento asfaltado."

Carne

Su carne era lo que le envidiaba.

A través del cristal empañado en verano podía verla transitar de un cuarto a otro en la planta baja. Aún así, su carne se dejaba esbozar bajo los camisones que caían con descuido, el balanceo de las nalgas abundantes, las caderas anchas, las piernas que dejaban caer su peso sobre los asientos, los brazos anchos, el vientre abultado como la colina de una venus atlética, toda era curvas prodigiosas de carne, carne, era pura carne sonrosada, cuando se volteaba, cuando se arrodillaba, cuando se agachaba.

No podía dejar de imaginarla desnuda cuando gritaba en las noches, la sabía bajo el cuerpo de un hombre y veía la carne apretarse contra las sábanas o contra los músculos de otro cuerpo, sentía las vibraciones musculares, ínfimas, ondulantes, como el agua interrumpida por el golpe de una piedra, suave y opresora, lacerada por la gravilla del fondo, acariciada por las algas, siendo materia acuática en cada pedazo de piel multiplicado por la bondad de sus volúmenes carnales.

No podía resistir cerca de ella tanta carne. La odiaba por ello. Al encontrarla en el patio de Villa Códice, regando el jazmín que se alzaba sobre el muro de su costado, se le acercó y la tocó. Puso su mano añosa sobre el vientre de la de abajo. Su cuerpo revivió a los deseos de juventud, en apenas unos segundos recordó el orgasmo hasta el desmayo, deseando poder deslizar la palma hasta la entre pierna apretada de la otra. La de abajo, sobresaltada, la miró.

- ¡Por Dios que has engordado últimamente!- exclamó, la sonrisa detenida en el rictus cínico, la barbilla apenas conteniendo en estertores la excitación, mientras retiraba la mano de la carne de la otra.

Algunos instantes, la de abajo se quedó perpleja. El aroma del jazmín brotó al contacto del agua.
Entonces reaccionó:

- Sí. Mejor eso que una vieja seca a la que solo se le ven los huesos bajo la piel.

- Ah, pero tú todavía eres muy joven para estar tan "gordita".

- Y usted lo suficientemente vieja para estar seca... por todos lados.

La casera sostuvo la mirada, el costado derecho de su cuerpo temblando sin voluntad, con un párpado que se le caía.

- ¿Viste lo lindo que está mi jazmín? Mañana te doy una vitamina para que el tuyo mejore de aspecto.

- Sí, claro.

La casera entró en su casa apenas arrastrando una pierna sin mirar para atrás. Se tocó la cadera y solo sintió un hueso punzante en su mano.