19 diciembre 2005

Llorar por llorar

Mi hijo mayor, de siete años, y yo fuimos a ver King Kong. La película es, por supuesto, invérosimil incluso para su lógica interna, con ciertos añadidos que no podían dejar de fascinar a un niño, como larguísimas escenas de dinosaurios e, incluso, con King Kong luchando con tres tiranosaurios al mismo tiempo mientras se pasaba a la rubia de las manos a las patas en su intento por salvarla de las fauces de los prehistóricos, momentos en que uno, como adulto, claro, no deja de preguntarse cómo ya no se había desnucado hace rato. A pesar de eso, de la exageración que llegaba a anestesiar el terror, lloré junto con mi hijo (y lloraba por adelantado, diciéndole en el oído "ay, esta no es la peor parte, ya verás"). Es que el animal enternece, aunque no deja de ser una parodia del comportamiento masculino (entre tanto, pensaba, si este animal bruto, pero tierno, me conmueve ¿cómo es posible que él no me conmueva?).

Evidentemente, no hay más conclusiones que sacar de la película, salvo que mi hijo insiste en ir a verla otra vez conmigo, negándose a invitar a mi madre (quizás porque lloramos juntos y eso lo reconforta). De manera que, de las decenas de películas que podría ver a mi entero gusto, probablemente mañana me esté repitiendo la historia enorme macho peludo que me hace llorar.

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