La casona estaba en un cerro sobre la costanera. Hacia el frente, un jardín escarpado entre las rocas que caía a la avenida del mar, hacia el fondo, tres patios: el primero, de la casa principal; el segundo con un bosquecillo de eucaliptos, un mirador y un aserradero; en el tercero, una huerta arbolada, un gallinero y una casita que daba sobre la calle lateral, a media cuadra de la plaza de armas del pueblo.
Varios veranos, aunque no sé cuántos, mi abuela me llevaba con ella a lo de sus clientes y amigos, los Pérez. Era pequeña, pero recuerdo hitos: comí mis primeros ostiones en el amplio comedor de la casa, cierta vez me hice pichí en la cama del cuarto en que dormíamos las dos con las olas reventando sobre nuestros oídos, probé el billar en la sala de juegos, en el subterráneo que daba al jardín escarpado, con mucho temor a romper el paño, tuve un encuentro con un fantasma (o un ladrón) en el columpio al lado del gallinero, los adolescentes de la casita de atrás me obligaron a fumar en la playa…
Los adolescentes de la casita de atrás, cuyos padres he olvidado que relación tenían con los dueños de la casona, eran seis hermanos, la mayor apenas pasando los veinte años y el menor de unos quince. Sara, la primogénita, se quejaba que yo era amachada, detestaba verme con esos insistentes vestiditos y zapatos de charol, que mi abuela me llevaba, montada en los árboles, las rocas, las pilas de tablas aserradas, revolcándome en la tierra y en la arena. Juan, el que la seguía, decía que yo era exquisita, que tenía unos labios como de frutillas que daban ganas de comerlos.
- ¡Juan!- le gritaba Sara- Deja a esa pendeja ¿no ves que es una niña tan chica? Y además tan… varonil… ¡no le des besos en la boca!
- Ya, ya, si apenas se los toco, contestaba él - y era así, cada vez que iba a su casa me pedía un beso en los labios, yo lo tocaba y seguía mi camino.
Era cierto, mi excesiva energía me hacía parecer más un niño que una niña en su imaginario sobre el comportamiento de una señorita, imposible mantenerme quieta, con las piernas juntas o bajando las escaleras por los peldaños o tomando sol en vez de capear olas, pero tenía ilusiones de niña, como ser una sirena o una princesa… y Tomás, el menor, era mi príncipe.
En la playa lo seguía a nado hasta la boya y trataba de rozar mi cuerpo con el suyo. En cuanto sentía el calor contrastando con las aguas frías del mar, me imaginaba que nos hundíamos, él me abrazaba y me daba besos escondidos bajo la superficie enredados en mi pelo tan largo (que soltaba solo para eso porque, en rigor, siempre me mantenían con un par de trenzas), era una hermosa sirena con su consorte enamorado, en el contexto más kitsch que puede concebir una chica de ocho años. En la realidad, él jugaba conmigo, el único de los hermanos que tenía conciencia de mi edad y de los riesgos a que me exponía en la ausencia de mi abuela, quien cada día me confiaba a ellos.
En cierta ocasión, ocurrieron dos hechos importantes. El primero era que había empezado el Festival de Viña del Mar y el segundo, aún más relevante, Los Jaivas tocaban en un escenario montado justo debajo de la casona. Por supuesto había mucha conmoción. Los Pérez organizaron un cóctel en la terraza principal, suerte de palco que daba al escenario donde se presentarían estos músicos. Todos los invitados estaban invitados (valga la redundancia). De manera que a las ocho de la tarde se vivía un ambiente de fiesta en la casita de atrás, carreras de las hermanas que se probaban toda la ropa que traían y los hermanos empezando a beber desde ya.
- Vamos, vamos ya- dio la orden Sara y todos partieron, menos Tomás que le contestó:
- Ya vamos, espera que le termino de hacer las trenzas a la niña.
Así nos quedamos solos Tomás y yo en la casita. Terminó de peinarme y me dijo:
- Te quiero hacer un regalo, pero tienes que cerrar los ojos.
- Bueno.
- Pero no los abras por ningún motivo.
- No.
- Tiéndete también.
Me tendí en la cama de Tomás. Estaba muy emocionada, pues podía adivinar que me daría un beso en los labios, el máximo sueño que había tenido durante todas las vacaciones, recurriendo a él hasta por el más mínimo motivo, para buscar una gallina que se nos había escapado a los más chicos, para bajar un zapato que había quedado atascado en una rama, para observar a la gata parir, para arbitrar juegos, en fin.
Sin embargo, ése era mi máximo anhelo y yo no concebía otro mayor, de modo que cuando se acostó encima y me besó metiendo su lengua dentro de mi boca, quedé helada. Duró sólo un momento y me abrazó.
- ¿Te gustó?
No contesté. Me tomó de la mano y nos dirigimos al balcón donde la fiesta ya había empezado. De fondo se escuchaba a Los Jaivas. La sensación que mejor describe mi estado en ese momento es el de una montaña rusa de revoloteos interminables, una suerte de ola que me giraba sin que yo pudiese encontrar la tierra.
- Voy al baño, primero- le dije y él me volvió a besar profunda pero cariñosamente.
- Te espero.
Subí como si la tierra entera girara al ritmo de la música y me fui al baño. Allí me puse a llorar mientras me lavaba los dientes y la boca con desesperación y le pedía perdón a Dios (¡!). Juana, la empleada de los Pérez, me encontró y le dije que me sentía enferma, que algo me había caído mal. Me acostó y me llevó unas aguas de hierbas. Creo que aquella noche meé la cama.
Nunca más volví, pero de adulta muchas veces he hecho variaciones sobre esta historia para masturbarme porque, aunque de niña me revolucionó, de joven, al recordarla, me invitaba a imágenes y sensaciones que lamentaba haber desperdiciado con jovencito tan apuesto.
13 diciembre 2005
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