24 septiembre 2005

La llave

María, estoy leyendo el libro que me prestaste. Claro, después de leer a C. Millet, después de leer fantasías eróticas de estricta descripción biológica, llena de fluidos candentes o de miembros caninos en aberturas femeninas, ésta resulta ser una novela de una exquisita y sutil perversión. Tiene tantas aristas que uno se pierde en su profundidad, en los recovecos del deseo humano que bien se puede manifestar en un matrimonio de más de veinte años que deja entrever, sólo eso, apenas desde la palabra disimulada, los inusitados giros que el sicoanálisis, desde una mirada bastante reduccionista, podría clasificar en claras patologías. Sin embargo, no, aquí no, la lujuria no es una desviación mental, la lujuria es parte de una condición que se alimenta de celos, de deseos, de fetiches, de paciencia, de velos, de máscaras. Fascinante. Gracias, María, algo mejor a lo que aspirar.

22 septiembre 2005

No me llames por mi nombre

Extendió su brazo óseo hueco, las órbitas desencajadas en el suelo, con las garras enterradas en la piel fresca y sangrante.

- ¡Suéltame! ¡No quiero morir!- gritaba la niña.
- ¡No quiero morir!- aullaba la vieja- ¡Perdóname! ¡Llámame María Magdalena!

La atraía hacia el lecho de muerte, la grieta profunda, las sábanas blancas, recién planchadas.

- Suéltame. No quiero morir- lloraba.
- ¡No digas mi nombre! ¡Llámame María Magdalena!- seguía aullando.

El rostro se iba hundiendo en la blando vacío, la sangre fluía por los extremos, el último suspiro quedó grabado en una arruga.

- Yo soy María Magdalena- dijo su cuerpo rejuvenecido.

21 septiembre 2005

La fiesta soñada

- Tu té verde, amor.
- Gracias.
- ¿Viste que la Tierra está sobre el inodoro?
- Ya lo sabía. Siéntate a mi lado.
- No, gracias, me parece escuchar un ruido en la puerta de calle.

Sale. Dos personas, un hombre joven y una mujer madura, forcejean con la puerta de madera.

- No hay que dejarlos entrar.

Están enfurecidos y ya casi entran. Del otro lado, intentan detenerlos, juntar las alas lo suficiente para correr la traba, pero los de afuera se abren paso y se desata una lucha de golpes a mano y objetos contudentes. El hombre joven cae primero, luego la mujer desvanecida.

- Está muerto.

Corre por el largo pasillo que conduce al patio trasero. Algunos bailan, otros beben, unos comen, aquellos charlan.

- ¡Maté a un hombre!
- ¿Venía solo?
- No, con una mujer.
- Entonces, hay que matarla a ella también- sentencia la anciana.

Los cuerpos yacen en el patio apenas iluminado por los faroles entre el follaje. A un costado del espino, cavan un agujero. Entre los rosales, otro. Mientras, el cádaver de la mujer se esconde entre los arbustos y el muro. El del hombre no entra en el hoyo.

- Me duelen las manos de tanto cavar, hay muchas piedras.
- Debes seguir, aunque te sangren las los dedos.

Debo seguir cavando la tumba del hombre. Debo seguir, yo lo maté.

Intentan meterlo, pero siempre algún miembro queda afuera, a pesar de las cortosiones que le practican.

- No cabe, no puedo cavar más profundo.
- Entonces, corténle la cabeza.

El cuerpo anudado, la cabeza en su pecho, mucha tierra encima, todos apisonan hasta casi no dejar huellas.

- Habría que poner una lámina de pasto.
- No, un rosal.

El cuerpo de la mujer espera tras los arbustos.
El timbre.
Silencio.

- Apaguen esa radio.
- Silencio.
- No abran la puerta.

Silencio.
Entran dos hombres buscando al primero.

- Ése es el que se robó al niño- murmura alguien.
- El día que salió sin su madre a comprar un dulce en el almacén.
- Y la madre no podía articular palabra.
- Olvidó todo, hasta el nombre de su hijo.
- Ella lo mató.

Los dos jóvenes buscan en el patio. Uno de ellos se encuentra con el cadáver de la mujer mientras el otro recorre los gallineros del fondo. La anciana le envuelve el cuello con una camisa que se secaba, están rojos, los dos.

- No podemos dejar vivo al amigo.

Un cuerpo está enterrado bajo los rosales, otro al lado del espino, otros dos en sendos maceteros.

- Tu té verde, amor.
- Gracias.
- ¿Apareció el niño?
- Sí, lo habían dejado en la playa.
- ¿Alguien preguntó por los muertos?
- No, nadie.
- ¿Alguien de la fiesta habló?
- No, nunca.

Memorias de la educación sexual: "Las Misses"

Al morir mi padre, ante la vulnerabilidad de mi madre, transité por una serie de colegios hasta que llegué a uno privado de unas hermanas inglesas: Dacia, Marjorie y Connie. Miss Dacia era la directora, miss Marjorie era la profesora de inglés y miss Connie era la profesora básica que me recibió comprensiva y cariñosamente a los siete años. Ella se preocupó de que los otros niños me integraran al grupo que ya venía unido desde el prekinder. Recuerdo que la sala era grande, de amplios ventanales que daban a un patio por entonces extenso en la precordillera de Santiago y que daba la sensación de estar en medio del campo, pues al salir aún se podían ver en las parcelas adyacentes vacas pastando y mujeres cosechando moras. El colegio de a poco se fue atiborrando de edificios, el barrio de nuevas casas y calles y nosotros creciendo imperceptiblemente. A lo largo de esos años, miss Connie siempre me quiso especialmente, tal vez viendo cómo sus criaturitas se iban trasformando en niños y niñas, en hombrecitos y mujercitas porque ya estábamos al borde de la pubertad, en algunos despertando ciertas sensibilidades antes que en otros. Y de pronto mis compañeros comenzaron a interesarse más en hacer agujeros en los camarines que en la clase de gimnasia. Yo que siempre dibujé, que siempre fui lenta hasta en mi desarrollo hormonal no me di cuenta de este cambio y accedía feliz a dibujar a mis compañeras desnudas en el camarín para después cambiar las láminas de tal o cual por colaciones más apetitosas que las mías. Y también sin apercibirme de ello, comencé a recibir los más insólitos agarrones en el trasero que respondía, a mi acostumbrada manera, con puñetazos y patadas. A pesar de ello, mis compañeros, y hasta algunos del curso paralelo, no escarmentaban y más bien aumentaban sus toqueteos hasta que un día tomé a uno de ellos por los cabellos, lo giré como trompo y luego lo lancé por un desnivel de terreno. El chico quedó bastante mal y su madre fue a reclamar a la dirección. Una vez más de todos esos años, míster Calderón, que no sé bien qué función cumplía, me llamó a su oficina en el edificio principal.

- Pero, Niñita- y era el único que me trataba con ese diminutivo- ¿por qué le pega a sus compañeros?
- Porque me agarran el culo, míster.
- Ay, Niñita, pero una señorita como usted no puede comportarse así. Usted lo que debiera hacer es informar a algún profesor o inspector del colegio para que castigue a esos chicos.

De manera que decidí tomar los consejos de míster Calderón y esperar la próxima ocasión en que algunos de mis amigos osara tocarme el trasero otra vez. Por supuesto la ocasión no tardó en llegar. Ocurrió en la clase de inglés. Me levanté de mi puesto a sacar punta al lápiz en el otro extremo de la sala donde estaba el basurero y al pasar por el pasillo, uno de mis compañeros, uno que nunca que me había tocado, mete la mano por debajo del júmper y me pellizca una nalga. Me giro y lo miro. Él me devuelve una mirada entre asustada y desafiante, a ver si me atrevía a pegarle en la clase de miss Marjorie, que era temible de verdad. Sin embargo, vuelvo a girar, camino y me detengo al lado de la profesora frente a toda la clase.

- Miss, Bruno me acaba de agarrar el culo.
- ...

Silencio total en la sala. Miss Marjorie detiene en seco la tiza en el pizarrón.

- ¿Y más encima me lo viene a contar?
- Pero, es que yo…- no entendía nada.
- Lo que sucede es que a usted le gusta que la vayan toqueteando por ahí- sentenció.

En medio del silencio, miré a una compañera y nos sonreímos al pensar “¡Esta vieja está loca!”

- ¡Ajá! Y encima se ríe ¿tanto le gusta? ¡Tan chica y pensando en acostarse con hombres! ¡A inspectoría general!- apuntó la puerta de salida, en una condena que significaba suspensión por varios días, seguro.

El silencio era sepulcral. Yo no entendía nada. Nadie entendía nada. Bruno me miraba como diciéndome que él nunca había querido provocarme este problema. Miss Marjorie me agarró de las patillas y me arrastró hasta la oficina de la inspectora general, a quien le dijo algunas palabras. Me senté frente a miss Juana en medio de una oficina desordenada. En un rincón se acumulaba un cerro de ropas perdidas. En otra esquina, una sección destinada a los objetos requisados. Más allá una serie de cajoneras rebosantes de papeles. Miss Juana había comenzado a charlar conmigo y entre frases como “pues, sí, la sexualidad es así” yo miraba el cerro de ropa a ver si encontraba mi zapatilla antes de que mi madre se diera cuenta de que la había perdido, “en cierta ocasión mi marido me engañó con otra mujer, es decir, tuvo relaciones sexuales con otra mujer, pero yo lo perdoné por…”, esa polera de allá parecía ser la que Lorena había dejado en el club deportivo, “y es que una relación sexual debe ir unida de un sentimiento de amor”, y esa bufanda debía ser la de Claudia porque tenía un monito de Hello Kittie pegado en un extremo, “estos sentimientos y sensaciones son normales al crecer, los niños desean tocar a las niñas, pero…”, ay, por favor, que apareciera mi zapatilla y ¿ese sweater?, “¿Entendiste, mi amor?”. Miré a miss Juana.

- Sí, miss Juana.
- Ya te puedes ir.
- ¿No me va a castigar?
- ¡Pero, linda, vaya no más!

En la sala me esperaban mis compañeros expectantes.

- ¿Cuántos días te suspendieron?
- No me suspendieron- sorpresa general.
- ¿Entonces que te dijo la miss Juana?
- No, nada, me dejó sentada allí un rato- no me atrevía a contar la historia del marido, parecía demasiado confidencial. Entre tanto, mis compañeros parecían muy desilusionados.
- ¡Ah! Juan Pablo,- dije- estaba tu sweater en la inspectoría y también vi el yo-yo de Felipe.

A pesar de todo, los toqueteos seguidos de puñetazos, patadas y volcamientos en el suelo continuaron. Un día me di cuenta de que miss Connie ya no me miraba como antes, sino con cierto desprecio y que, además, miss Marjorie no dejaba de acusarme de comportamientos inapropiados, a su manera claro, como en cierta ocasión en que estaba conversando con un compañero en clases, cállese, me dice, y junte las piernas, ah, pero claro, si a la señorita le gusta abrir bien las piernas, ya sabemos para qué, y me imagino que la mayoría de nosotros no sabíamos para qué querría tener siempre las piernas bien abiertas. Y sin siquiera darme cuenta fui adquiriendo una fama entre los profesores que estaba demasiado lejos de lo que yo era por entonces, hasta que para un ensayo general de navidad cantando no sé qué canción, muy callada riéndome con un amigo que cantaba aún peor que yo, de pronto, miss Dacia detiene el ensayo en que participaban todos los cursos y con cierto tono que recuerdo al borde de la histeria, grita:

- Miss P., usted está hecha toda una vampiresa ¡Váyase de aquí!

No supe qué pensar porque la palabra vampiresa nunca había figurado en mi vocabulario, a lo sumo pensaba que era la hembra del murciélago y que miss Dacia me tomaba por sorpresa con un término que debía conocer. Recién al llegar a casa y ver lo enfurecida que se puso mi madre con la historia, comprendí que debía tomarlo como un insulto, pero todavía sin saber qué suerte de insulto.

Afortunadamente para las misses y para mí, llegó la recesión económica en medio de la dictadura y, puesto que mi abuela ya no pudo pagar más el colegio privado, me cambié al liceo de niñas.

20 septiembre 2005

El café está bueno, María, aunque sea nescafé

El café tiene olor a calle fría, a soledad transeúnte, a ausencia de destino.
De pronto, parece que todos parten hacia otro lugar, se van, no sé a donde, ya se me confunden los nombres de ciudades, los países, las universidades, los motivos y esta urbe se trasforma en el gran albergue transitorio.

Los días frí0s de invierno, la nieve cubriendo el parque, cámara en mano helada, dedos irresolutos, el único cobijo era una cafetería, aunque todos los cafés eran descafeinados en esa ciudad, todas las cremas descremadas, sabor a nada, le decía a Matt, el baterista y Matt preparaba mokka, irlandés, chocolate, cubano, pero ninguno tenía sabor a café ni a crema.

En el albergue estábamos todos solos, pero todos nos acompañábamos, en un día se entrelazaban amistades profundas, en una semana se sentía inseparable del otro, justo cuando uno tenía que partir, verlo bajar con las mochilas por el metro o alejarse en el taxi. La tristeza nos invadía, el peso de que cada uno de nosotros un día partiría en la misma soledad, dejando aún más desvalidos a los que se quedaban en el albergue.

Entonces, un café en la librería, aunque fuera descafeinado.

No existía la posibilidad de decir no te vayas, tal como ahora, que todos parten hacia otro lugar.

Está bueno el café, María, incluso mejor que entonces.

18 septiembre 2005

Certeza fatal

Algunas noches, pues siempre ocurre cuando la luz se ha desvanecido, me asalta la certeza de la muerte. Es difícil trasmitirlo. En aquellas ocasiones me hago conciente de mi mortalidad, del deterioro del cuerpo, del paso del tiempo, de la nimiedad de la (mi) existencia.

Suelo levantarme, pasear, ver mis trabajos, empezar uno nuevo, para disipar la angustia que me persigue como una rata asustada por los rincones de mi casa.

Sueño.

Una habitación clara, una gran cama al centro, al costado una silla contra la ventana enorme, fresca, ventosa y sentado en la silla, él. Me parece que intento algún tipo de reconciliación o de entedimiento, pero él mantiene la distancia, repitiendo, como siempre, siento un gran afecto por ti, que se golpea como un martilleo en mi mente, como una cefalea, siento un gran afecto por ti, siento un gran afecto por ti, palabras que van tejiendo un alambre de púas a su alrededor... una rata enorme, horrible, mojada, surge por entre las tablas. Está desesperada, corre, choca contra los muros, los muebles. Yo le grito que abra la puerta. Él se ríe de mí. Por favor, que abra la puerta para que el animal encuentre una salida. Él sigue riendo. La rata trepa por las sábanas y sube por mi cuerpo enterrando sus garras filosas en mi carne. Me duele. Le pido que me la saque, pero él no deja de reir como si presenciara el teatro más absurdo. La rata llega a mi nuca, se mete bajo el pelo, hunde los colmillos en mis venas.

La misma rata me persigue ciertas noches con la certeza de la muerte. No sé qué hacer, si es que tengo que hacer algo, de pronto se me desvanecen todos los sentidos que me he inventado y me pregunto cómo irá a ser ese momento, pero sobre todo para qué... para qué todo.

Sueño.

La casa de mi abuela, de mi infancia, por primera vez no está en mis sueños, sino que se levanta el edificio que en realidad ahora tapa ese suelo que fue nuestro. Lloro un momento, camino por la calle Suecia hacia la avenida Irarrázaval y, como nunca antes, me siento perdida. Me parece simple tomar una micro que me lleve por la Alameda. Me equivoco, se interna en barrios desconocidos y oscuros y, cuando creo reconocer una plaza, me bajo. ¿Cómo pude confundir la plaza? Camino entre las casas, me meto por calles sin salida, paso por el lado de dos hombres que me fuman apoyados en un poste, los miro bien, son exactamente iguales. Más allá, dos chicas deciden ayudarme y una de ellas se ofrece a salir conmigo hacia la avenida principal. Me siento más segura con ella, vamos de la mano. De pronto vemos que una chica que se está drogando nos observa e, inmediatamente, corre hacia nosotras con un cuchillo. Luchamos y yo sólo pienso que no quiero morir, pero antes de terminar siento que, por la espalda, me penetra el cuchillo y comienzo a desvanecerme hasta caer al suelo herida. No puedo ver que fue de la niña que me acompañaba y pido que, por favor, llegue una ambulancia, antes de que ya no resista más el desangramiento. La chica drogadicta se va con mi mochila, mi abrigo, indiferente, la veo alejarse en medio de la bruma de mis ojos.

Olvidar

Y yo que pensé que lo peor había pasado.
Los abusos sexuales.
La violación de niña.
La muerte del padre.
El alcoholismo de la madre.
Había pasado, pero no era lo peor.

Algún día, olvidar.
Entonces no quedará nada.
Nada.
La memoria fundida en el recuerdo de un dolor que ya no se siente.

Aquellos son dolores que ya no se sienten.

Y, sin embargo, lo peor estaba por venir.
Vino justo cuando parece que aparece la madurez.
Pero es locura.
Locura.

Ella es el hilito de plata.
La cadena de carne que no permite el olvido.
El recuerdo que también puede ser peor.
Ella no permite el asesinato.

Tal vez tenga que esperar veinte años para poder empezar a olvidar.
O para poder matar.
Pero, veinte años no es nada.

Antes de eso, estaré en el borde de la tumba.