El viernes a las diez de la noche, el dedo medio de la mano de la casera se empezó a encoger. Lo notó cuando quiso tomar el vaso de martini y se le cayó.
- ¡Mierda!
Lo primero que pensó era que el vidrio estaba resbaloso, pero cuando se le cayó por segunda vez sintió un pequeño tirón dentro del dedo, como si fuera una marioneta manejada por su titiritero. Al principio, lo que más le molestaba era no poder beber su martini. Pronto se dio cuenta de que el asunto era mucho peor.
Pensó en culpar a los pensionistas que últimamente la sometían a un continuo estrés: no apagaban las luces a la hora fijada, alguno se quedaba viendo televisión hasta más tarde, otro llegaba borracho y vomitaba a la entrada de Villa Códice, el de más allá entraba sin limpiarse los pies después que ella había pasado el día envirutillando y encerando. Naturalmente, así, nadie podía vivir tranquila y alguna parte de su cuerpo debía resentirse primero. Fue el dedo medio de la mano derecha.
El médico que la atendió en el traumatológico no tuvo dudas:
- Es la edad, señora. Nada que hacer definitivamente. Podemos realizar algunos procedimientos, pero no sería raro que esto se repitiera.
No le creyó. Estaba más vieja, sí, pero no como para irse encogiendo de esa manera.
Al llegar a casa llamó a uno de los pensionistas del segundo piso y le ordenó podar el naranjo.
- Este dichoso naranjo tapa la luz del farol en la noche y no deja pasar la luz del sol.
- ¡Cómo se le ocurre! ¿Para qué quiere más luz en la noche? ¿Acaso la idea de plantar un árbol aquí no era tener algo de sombra en el verano justamente?- le gritó la de abajo indignada cuando escuchó la orden de la vieja.
El pensionista no sabía qué hacer. La casera le ordenó cortar las ramas del árbol. La estudiante gritó que no.
- Mira, pendeja, aquí mando yo.
- No, señora, acá también mando yo.
El pensionista fue retirándose porque, tal como lo pensó, la casera dirigía su mano hacia el cenicero otra vez y no quería que le llegara a él. La estudiante también la vio, pero se mantuvo firme. La vieja gozaba de antemano ver el cenicero sobre la cabeza de la estudiante, disfrutaba por adelantado el aroma de la sangre o, al menos, escuchar el ruido de los vidrios del ventanal de la joven quebrarse y derrumbarse sobre el piso.
Al tomar el cenicero para lanzarlo, se le cayó. Ahora, además del medio, el dedo meñique se comenzaba a contraer.
La estudiante lanzó una carcajada que aumentaba la risa verdadera. No había visto tanto odio en la vieja ni tampoco tanta impotencia al mismo tiempo.
La casera se enderezó. Giró y, al tiempo que entraba en su piso, le ordenó al pensionista cortar el árbol y amarrrar los jazmines que subían por los muros.
No quería ver ningún cuerpo libre.
19 diciembre 2008
17 diciembre 2008
El joven del bolso de cuero gastado
Waldo estiraba las piernas sobre la mesa de centro. Moreno y alto, la miraba con los ojos entrecerrados y la sonrisa apenas esbozada mientras bebía una cerveza.
- Parece que te estuvieras riendo de mi- le dijo la estudiante.
-Para nada. Es que, bueno, ya sabes, no eres la única que ha pensado en eso.
- No quería ser la única, solo se me ocurrió en ese momento, quizás justamente porque lo he leído en alguna parte.
La estudiante miró por la ventana al patio. Arriba la luz encendida y una sombra desplazándose por el pasillo que da a la galería, por supuesto que sé que Kafka lo dijo, qué te crees, era uno de los pensionistas de la casera, uno joven y nuevo, que en las mañanas salía en su bicicleta con un bolso de cuero gastado.
- Fue Kafka ¿lo sabías?
- No, no tenía idea.
- ¡Pero cómo! Una estudiante de literatura.
A veces se lo encontraba en el patio de Villa Códice, pero nunca habían hablado. Se preguntaba qué haría, cómo se llamaba, por qué estaba viviendo allí. La casera era atenta con él. Nunca le gritaba ni ordenaba hacer cosas como a los otros. Más arriba, en el departamento que daba a la terraza, vivía un viejo que se estaba muriendo. "Ya ha tenido tres trombosis, ¿qué más se le va a pedir al pobre?" le había dicho un día la casera mientras limpiaba la orina del viejo al lado de un macetero; sin embargo, algunas noches se la escuchaba gritar "¡no sea estúpido!"
- Es estúpido.
- ¿Qué?
- Pensar que puedes escribir más y mejor si estás encerrada en la cárcel. No eres más que una pequeña burguesa que nunca ha estado en la cárcel, ni de visita ni de caridad.
- ¡Ah! la caridad.
Waldo se servió un último vaso de cerveza. La estudiante volvió la mirada hacia él. Lo que pasa es que la vieja me odia. Y yo la odio a ella, pero también la desprecio. Sus libros eran buenos, a pesar de la crítica y no tuvo el valor de luchar y seguir escribiendo. Ahora, ahí está, caliente y desesperada, cuando podría ser de otra forma, desperdiciado tanto talento. El que yo no tengo. Waldo ahora le extendía otro vaso a ella.
- ¿Te gustó la cerveza que te traje?
- Sí.
- Ah. ¿Viste? No podrías tomar cerveza si estuvieras en la cárcel.
- No. Tampoco podría escribir.
- Parece que te estuvieras riendo de mi- le dijo la estudiante.
-Para nada. Es que, bueno, ya sabes, no eres la única que ha pensado en eso.
- No quería ser la única, solo se me ocurrió en ese momento, quizás justamente porque lo he leído en alguna parte.
La estudiante miró por la ventana al patio. Arriba la luz encendida y una sombra desplazándose por el pasillo que da a la galería, por supuesto que sé que Kafka lo dijo, qué te crees, era uno de los pensionistas de la casera, uno joven y nuevo, que en las mañanas salía en su bicicleta con un bolso de cuero gastado.
- Fue Kafka ¿lo sabías?
- No, no tenía idea.
- ¡Pero cómo! Una estudiante de literatura.
A veces se lo encontraba en el patio de Villa Códice, pero nunca habían hablado. Se preguntaba qué haría, cómo se llamaba, por qué estaba viviendo allí. La casera era atenta con él. Nunca le gritaba ni ordenaba hacer cosas como a los otros. Más arriba, en el departamento que daba a la terraza, vivía un viejo que se estaba muriendo. "Ya ha tenido tres trombosis, ¿qué más se le va a pedir al pobre?" le había dicho un día la casera mientras limpiaba la orina del viejo al lado de un macetero; sin embargo, algunas noches se la escuchaba gritar "¡no sea estúpido!"
- Es estúpido.
- ¿Qué?
- Pensar que puedes escribir más y mejor si estás encerrada en la cárcel. No eres más que una pequeña burguesa que nunca ha estado en la cárcel, ni de visita ni de caridad.
- ¡Ah! la caridad.
Waldo se servió un último vaso de cerveza. La estudiante volvió la mirada hacia él. Lo que pasa es que la vieja me odia. Y yo la odio a ella, pero también la desprecio. Sus libros eran buenos, a pesar de la crítica y no tuvo el valor de luchar y seguir escribiendo. Ahora, ahí está, caliente y desesperada, cuando podría ser de otra forma, desperdiciado tanto talento. El que yo no tengo. Waldo ahora le extendía otro vaso a ella.
- ¿Te gustó la cerveza que te traje?
- Sí.
- Ah. ¿Viste? No podrías tomar cerveza si estuvieras en la cárcel.
- No. Tampoco podría escribir.
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