15 noviembre 2008

El secreto

La casera también era una escritora anónima. Muy pocos sabían que había publicado varios libros eróticos con el pseudónimo Rosa Cálida. Deslenguada, atrevida, mordaz y correcta en el uso del lenguaje, había dicho uno de los críticos más importantes varios años atrás; sin embargo, sus libros habían desaparecido durante la dictadura, la mayoría de los ejemplares quemados, hoy solo unos poco coleccionistas se podían jactar de tener en su biblioteca títulos como "La vana vanidad de sus labios" o "Nunca más estarás dentro". Era su secreto.

Tenía una casa de pensión en Villa Códice para poder sobrevivir. Si bien los derechos de autor por sus obras le permitieron comprar esta vivienda, hace tiempo, debido a la quema, ya no recibía regalías y el Estado le daba una pensión asistencial mínima.

La de abajo algo sospechaba. Estudiante de literatura, se había encontrado con recortes de diarios donde se mencionaba el nombre de Rosa Cálida y uno de sus maestros, viejo escritor que no cesaba en el intento de obtener los favores sexuales de la joven, le hizo una descripción detallada de la narradora que encajaba con su vecina, la casera.

De manera que la tarde en que la casera la invitó a cenar al carísimo restaurante italiano "Il bacio", la joven estaba dispuesta a descubrir su identidad de escritora como fuera posible. Sería, pensaba, una magnífica oportunidad para realizar su tesis de titulación.

Se sentaron frente a frente. Ambas se observaban con desconfianza, pero aparentaban simpatía la una por la otra.

- ¿Un trago?
- Por supuesto.

12 noviembre 2008

Después del cenicero fugaz

La de abajo no alcanzó a darse cuenta de que volaba hacia ella el cenicero de cristal. Todo lo que vio fue un brillo en el cielo y pidió un deseo. Ahora, hace horas, hace años, hace siglos que siente que tiene un pene apretado en su mano. Al comienzo era una sensacion grata y excitante y quiso llevárselo a la boca; sin embargo, los músculos no respondieron a la orden del cerebro y una leve angustia se instaló en alguna parte de ella. Una y otra vez lo intentó, hasta que el deseo y la excitación se volvieron un tormento, tener en la mano algo que nos puede dar placer, pero que es imposible alcanzar. Unos años después, la humedad y la piel rugosa comenzaron a disgustarle y, al año siguiente, experimentaba arcadas. Prefirió intentar pensar en otra cosa, pero cuando no sentía el calor mojado entre sus dedos, sólo podía ver esa lucecita en el cielo, moviéndose como una estrella fugaz, mientras pedía un deseo que no podía recordar. A veces le parecía que estaba a punto de salirse de su cuerpo, pero solo sus pies y piernas alcanzaban a levantarse en forma de gas u, otra veces, lograba incluso llegar al pecho; en cambio sus manos estaban estacadas a una superficie.

La casera no había dejado de visitar a su vecina en el hospital. La noche del evento nadie dijo nada, aunque todos habían visto todo. Al llegar la ambulancia, callaron. No quisieron que Villa Códice se ensuciara con los pormenores sexuales de sus habitantes, que se convirtiera en una suerte de farándula de portada barata, que la casera se transformara en la vieja libidinosa a la cual, por un lado o por otro, juzgarían. Algunos saben, como los vecinos de Villa Códice, que las mujeres de más de setenta años, a veces adjetivadas con el sucraloso "ancianita", pueden experimentar deseos sexuales incluso más intensos que los de una joven de veinte años, que son las que más compran viagra para sus parejas (muchos de los cuales mueren felices, ya sabemos), mientras que otra parte de la población prefiere pensar que ya a cierta edad "esas cosas" han desaparecido por completo de la vida de las mujeres, situándolas en una suerte de altar virginal, solo compartido por María misma y las madres abnegadas.

Al tercer día, la de abajo volvió en sí y lo primero que vio fue el rostro de la casera. No fue exactamente como volver a nacer y observar los ojos de la madre; sin embargo, el pene de su mano se esfumó por fin. La casera entró en mil explicaciones que la de abajo no alcanzaba a escuchar, su cabeza todavía estaba metida en una suerte de globo rojo, no tenía idea cuántos siglos habían pasado, si es que había vivido antes, ni siquiera tenía conciencia de su cuerpo.

Esa misma tarde ya estaba consciente otra vez. En el intertanto, la casera se percató de que la de abajo no recordaba nada y, ahora, se ahorró las explicaciones. Uno de los vecinos ofreció su automóvil para traerla de regreso a casa y durante la semana siguiente la casera se encargó de cuidar a su vecina con mimos que resultaban sospechosos. La de abajo prefirió no preguntar nada y entregarse a los cuidados excesivos por mucho más tiempo del necesario.

11 noviembre 2008

Lo de la casera

Lo que la casera más codiciaba eran los hombres de la del piso de abajo. Era una señora de más de setenta años que mantenía una pensión para hombres solos y con trabajo en su casa. Algunos eran jóvenes. Luego de un par de cervezas, le solía decir a sus amigas, sentadas en el patio central: "lo que yo necesito es un hombre de unos cuarenta y cinco años, potente, fuerte, vertiginoso y no un viejo decrépito al que no se la para sin viagra".

El viejo decrépito tenía ochenta años, varias propiedades y fondos mutuos que se iban adelgazando con la casera y con una amante de treinta años, esposa de un taxista cansado que veía con buenos ojos el nuevo ingreso de su mujer, mal que mal había deudas que pagar.

El viejo decrépito se murió un día en Brasil de un ataque al corazón: la casera le había tal sobredosis del fármaco.

A los setenta años no es fácil conseguir amantes jóvenes, bien lo sabe la casera. Desde el segundo piso observa los movimientos de la planta baja. Allí el tiempo no se desperdicia, piensa. Más tarde, a eso de las tres de las madrugada, los gritos y quejidos de placer no la dejan dormir. Se levanta con un pesado cenicero de cristal:

- ¡Cállate, puta de mierda!, le grita a la de abajo.

La de abajo se asoma con las tetas al aire y besándose con una amiga. Atrás observa un muchacho desnudo.

- ¡Hasta cuándo gritas, bataclana!, insiste la casera.

La de abajo se ríe, toma a su amigo del pene y se lo muestra por la ventana:

- Esto es lo que quieres, vieja envidiosa.

La casera no soporta tanta ofensa, se le revuelve el estómago, nubla la vista y la sangre se le agolpa en la mano que sostiene el cenicero, sin poder controlar todo el temblor de su cuerpo.

Los vecinos de Villa Códice lo vieron todo. El cenicero voló desde el segundo piso hasta la cabeza de la de abajo, que cayó inconsciente (y desnuda) al patio del naranjo solitario, mientras la casera bajaba llorando "malditos hombres, malditos hombres, maldito pene ausente".