17 diciembre 2005

Navidades

María me preguntó algo de la navidad (Fran leía la carta de una sobrina de cinco años que lo conminaba a partir al sur para estas fiestas).

Recordé.

(Hace tiempo, en una reunión de curso estuve obligada a recordar "mi navidad más bella de la infancia" -el propósito de la profesora era que los padres de sus alumnos se conocieran entre sí. Lo peor es que, en esas circunstancias, no quería parecer patética).

Si podía recordar una navidad especial era sólo aquella en que la memoria me permitía retener conscientemente la presencia de mi padre, la última navidad que celebré (hasta ahora). Luego, en los primeros días de enero, mi padre murió. De manera que, a medida que estas fechas se aproximaban, mi madre iba cayendo en una profunda depresión que terminaba conmigo en cualquier otra casa que no fuera la mía, generalmente con gente desconocida porque me mandaba con diferentes amigas de ella o de mi abuela. Era el momento de mayor soledad que recuerdo. Ningún otro día del año era peor, sentada frente a un luminoso árbol de pascua, rebosante de regalos si había más niños, o desierto si era la casa de alguna vieja, obligada a sentarme a cenar lo que me dieran y siempre pensando que quería llegar pronto a mi casa para compartir con los gatos, las gallinas, los loros, la coneja, en vez de todas estas personas ajenas (a veces, con mi tía de la Legión de María, nos íbamos a la misa del gallo, que siempre era mejor que cualquier otra posibilidad). Además mi madre detestaba los regalos... la verdad es que dos semanas antes de navidad hasta la fecha de la muerte de mi padre, detestaba todo más que nunca (y todavía).

- ¿Cómo los adultos pueden ser tan desatinados?- se preguntaba María al rememorar los grandes regalos que se le hacían a algunos niños, generalmentelos dueños de casa, contra aquellos minúsculos (si no ausentes) de los chicos visitantes.

Y, claro, ya lo sabemos todos, no se trata de que los regalos sean lo principal, pero ningún niño se queda inmune cuando el del lado no para de abrir y abrir paquetes. Mi madre en una muestra extrema de austeridad (y de amargura de paso) mezclada con un curioso sentimiento religioso, simplemente había abolido los regalos, aduciendo que era la más asquerosa muestra de consumismo y capitalismo en un día tan particular como era el nacimiento de Jesús Cristo.

Los niños me ha cambiado las cosas, es necesario hacer un árbol de bolas de colores, luces, cintas y brillos. Así que, a falta de uno verdadero (el que compré el año pasado se secó) cosí uno con la tela que dejó él para la funda de los sillones. Es un verde bien parco, pero cambia con luces y los "adornos" que le pegué (cierta cantidad indefinible de cachureos que he guardado a lo largo de mi vida). Tiene bolsillos, el árbol, para esconder dulces, chocolates y mazapanes que, en rigor, se comen el seis de enero. Tiene bolsillos, pero todavía no tiene una sola golosina, así que mis conocidos pueden, si lo desean, proveerme de aquellas curiosidades. Todavía luce sin regalos, pero los chicos no los extrañan hasta la medianoche del veinticuatro, por lo que todavía tengo tiempo. También hicimos un pesebre en un cajón de fruta con las figuras que aún sobreviven de la primera y única familia que mi padre alcanzó a regalarme. A Paz le encanta, aunque a él se le revuelva el estómago de saber que existe esta referencia "religiosa" en casa (que ignoró en su última visita sexual).

Siempre quise que las cosas fueran diferentes. Espero que ahora lo sean, aunque sigan faltando los padres.

16 diciembre 2005

Almas gemelas

Le gustaban (quizás todavía le gustan) las prostitutas. Decía que una especie de hilo unía sus almas (el hilo de la soledad, probablemente). La señora del burdel le hacía un precio mensual, muy módico, para que las chicas lo fueran a visitar a casa en unas cuatro o seis sesiones, generalmente en aquellas ocasiones en que la droga y el alcohol (o el resabio) lo hacían sentir más abandonado. Me decía que con la coca era muy difícil excitarse y tener una erección. Me decía que a las putas no se las besaba. Todo lo demás era posible si eras amable con ellas. Ponía una cámara frente a su cama, conectada al televisor de varias pulgadas, y se miraba y admiraba en el cuerpo de alguna de las chicas mientras grababa, una tras otra, cintas de ocho milímetros. Tenía cientos, que botó cuando llegó a casa, por temor a que alguien las descubriera (temor, tal vez, a que yo las viera, pero nunca lo hice, pues no alcancé, un día me metí en el ropero donde guardaba la cámara y ya no estaban las pequeñas cintas, revisé los otros videos, donde sólo encontré a sus alumnos del colegio en deplorables representaciones escolares). Llegué a su vida cuando las prostitutas eran su única compañía. En tres ocasiones fui de madrugada, con una amiga, a su casa de Bilbao, pero no nos abrió. Le dejaba notas que no me contestaba. Entonces, a la mierda, pensé. Apareció poco después y me besó, aunque por la coca no podía tener relaciones sexuales conmigo y le pidió a un amigo que lo sustituyera. Todos aceptamos. Entonces, me besaba, aunque fuera otro el que me montaba (o yo al otro). Ahora, a veces, tiene sexo conmigo, nunca me besa ni quiere penetraciones vaginales (cuando lo libo me dice "¿cómo te voy a olvidar?") y al terminar se va sin decirme nada más, quizás como lo hacía con sus almas gemelas, las prostitutas.

15 diciembre 2005

DORA (Dos: Nabokov)

Descubrí que había sido una suerte de nínfula después de que, hace poco, me trajeron "Lolita" de Nabokov, cuyo narrador, Humbert Humbert, definía así a las nínfulas: "Entre los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, una o dos veces mayor que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica; propongo llamar a esa criaturas nínfulas. Entre estos límites temporales (nueve y catorce años) ¿son nínfulas todas la niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo: Tampoco es la belleza la piedra de toque y la vulgaridad (...) no daña ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, anonadante, insidioso encanto que distingue a una nínfula de las demás niñas. (...) Dentro de esos mismos límites temporales, el número verdadero de nínfulas es harto inferior a las jovenzuelas feas, o tal vez sólo agradables o simpáticas hasta bonitas y atractivas, comunes, regordetas, informes, piel fría, niñas esencialmente humanas que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza. (...) Si pedimos a un hombre que elija a la niña más bonita de un grupo colegial, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas (...) para reconocer de inmediato por signos inefables (el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado, la carencia de acné y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar) al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas".

No he llegado a saber si me violaron porque nací nínfula o si, por el contrario, me trasformé en una en el instante preciso en que un landronzuelo nos llevó a un sitio eriazo, cuando contada con menos de 5 años y no le bastó con quitarme mis aros de oro, sino que quiso, antes de partir en su bicicleta, dejarme el recuerdo de una lengua babosa paseándose por mi vulva imberbe. No dejo de preguntarme en este encierro, que me da el tiempo de recordar, pensar y escribir, si siempre será así para las niñas, si a Lolita le pasó así o sí a otras niñas de mundos tan ajenos al nuestro, que sin embargo comparten esta misma suerte, les pasó así, como a Pececito.

14 diciembre 2005

DORA (Uno: "Las primeras horas")

Estoy ansiosa por contar aquellas horas, que sí, que no, que adoro, que odio, las primeras, las determinantes de todos las formas de placer que experimentaré más tarde, cuando mi cuerpo adquiera esa forma tan poco sutil de ser mujer un poco antes de ser niña. A menudo, en ciertos mundillos que se definen como particularmente sensibles, se discute un poco más en serio, un poco más en desprecio, esa cualidad infantil que muchos dicen mantener a lo largo de su vida adulta, es decir, aquellas características que valoran, como la capacidad de sorprenderse o esa imaginación desbordada por la falta de una conciencia lógica basada en la matemática o la filosofía, pues los adultos tenemos la magnífica habilidad, casi por instinto de sobrevivencia, de olvidar los lados oscuros de la infancia y sobrevalorar lo codiciado. Casi nunca nos preguntamos que había de adultos en nosotros cuando éramos niños y, así, puedo preguntarles ¿puede haber una mujer en una niña de cinco años?

Después de pensarlo un poco les puedo decir a aquellos que se topen con este escrito, que mi vida está malograda desde la desaparición de mi padre a los cinco años y una violación a los siete años que dejó una mácula de horror estampada en mi alma como la mancha de semen que quedó en el tapizado rojo del sofá en la casa de mi abuela. Esta noche he llorado en esta oscura celda, pero he terminado riéndome, después de masturbarme cruelmente, de la siniestra suerte de una existencia condenada a la perdición, convencida de que no hay nada que pueda hacer que cambie este sino para mejor y que, probablemente, lo que siga haciendo será la continuidad de una serie de errores que se prolongan desde entonces. Y, sin embargo, ya no me importa, una resignación aplastante me ha dominado después de esta velada de insomnio y conciencia con la convicción de que no existe nada que me obligue a ser buena, leal o medianamente ética con nadie salvo con mis hijos y mi madre. De pronto, he tenido un madrugón tan exacto de mi soledad, que no perdería tiempo en pensar dos veces si escapo, engaño o miento con tal de obtener un instante de placer, puesto que la felicidad no está al alcance. Otro giro fundamental se realiza después de esta revelación.

13 diciembre 2005

Memorias de la educación sexual. "¡Ay, Tomás!"

La casona estaba en un cerro sobre la costanera. Hacia el frente, un jardín escarpado entre las rocas que caía a la avenida del mar, hacia el fondo, tres patios: el primero, de la casa principal; el segundo con un bosquecillo de eucaliptos, un mirador y un aserradero; en el tercero, una huerta arbolada, un gallinero y una casita que daba sobre la calle lateral, a media cuadra de la plaza de armas del pueblo.

Varios veranos, aunque no sé cuántos, mi abuela me llevaba con ella a lo de sus clientes y amigos, los Pérez. Era pequeña, pero recuerdo hitos: comí mis primeros ostiones en el amplio comedor de la casa, cierta vez me hice pichí en la cama del cuarto en que dormíamos las dos con las olas reventando sobre nuestros oídos, probé el billar en la sala de juegos, en el subterráneo que daba al jardín escarpado, con mucho temor a romper el paño, tuve un encuentro con un fantasma (o un ladrón) en el columpio al lado del gallinero, los adolescentes de la casita de atrás me obligaron a fumar en la playa…

Los adolescentes de la casita de atrás, cuyos padres he olvidado que relación tenían con los dueños de la casona, eran seis hermanos, la mayor apenas pasando los veinte años y el menor de unos quince. Sara, la primogénita, se quejaba que yo era amachada, detestaba verme con esos insistentes vestiditos y zapatos de charol, que mi abuela me llevaba, montada en los árboles, las rocas, las pilas de tablas aserradas, revolcándome en la tierra y en la arena. Juan, el que la seguía, decía que yo era exquisita, que tenía unos labios como de frutillas que daban ganas de comerlos.

- ¡Juan!- le gritaba Sara- Deja a esa pendeja ¿no ves que es una niña tan chica? Y además tan… varonil… ¡no le des besos en la boca!
- Ya, ya, si apenas se los toco, contestaba él - y era así, cada vez que iba a su casa me pedía un beso en los labios, yo lo tocaba y seguía mi camino.

Era cierto, mi excesiva energía me hacía parecer más un niño que una niña en su imaginario sobre el comportamiento de una señorita, imposible mantenerme quieta, con las piernas juntas o bajando las escaleras por los peldaños o tomando sol en vez de capear olas, pero tenía ilusiones de niña, como ser una sirena o una princesa… y Tomás, el menor, era mi príncipe.

En la playa lo seguía a nado hasta la boya y trataba de rozar mi cuerpo con el suyo. En cuanto sentía el calor contrastando con las aguas frías del mar, me imaginaba que nos hundíamos, él me abrazaba y me daba besos escondidos bajo la superficie enredados en mi pelo tan largo (que soltaba solo para eso porque, en rigor, siempre me mantenían con un par de trenzas), era una hermosa sirena con su consorte enamorado, en el contexto más kitsch que puede concebir una chica de ocho años. En la realidad, él jugaba conmigo, el único de los hermanos que tenía conciencia de mi edad y de los riesgos a que me exponía en la ausencia de mi abuela, quien cada día me confiaba a ellos.

En cierta ocasión, ocurrieron dos hechos importantes. El primero era que había empezado el Festival de Viña del Mar y el segundo, aún más relevante, Los Jaivas tocaban en un escenario montado justo debajo de la casona. Por supuesto había mucha conmoción. Los Pérez organizaron un cóctel en la terraza principal, suerte de palco que daba al escenario donde se presentarían estos músicos. Todos los invitados estaban invitados (valga la redundancia). De manera que a las ocho de la tarde se vivía un ambiente de fiesta en la casita de atrás, carreras de las hermanas que se probaban toda la ropa que traían y los hermanos empezando a beber desde ya.

- Vamos, vamos ya- dio la orden Sara y todos partieron, menos Tomás que le contestó:
- Ya vamos, espera que le termino de hacer las trenzas a la niña.

Así nos quedamos solos Tomás y yo en la casita. Terminó de peinarme y me dijo:

- Te quiero hacer un regalo, pero tienes que cerrar los ojos.
- Bueno.
- Pero no los abras por ningún motivo.
- No.
- Tiéndete también.

Me tendí en la cama de Tomás. Estaba muy emocionada, pues podía adivinar que me daría un beso en los labios, el máximo sueño que había tenido durante todas las vacaciones, recurriendo a él hasta por el más mínimo motivo, para buscar una gallina que se nos había escapado a los más chicos, para bajar un zapato que había quedado atascado en una rama, para observar a la gata parir, para arbitrar juegos, en fin.

Sin embargo, ése era mi máximo anhelo y yo no concebía otro mayor, de modo que cuando se acostó encima y me besó metiendo su lengua dentro de mi boca, quedé helada. Duró sólo un momento y me abrazó.

- ¿Te gustó?

No contesté. Me tomó de la mano y nos dirigimos al balcón donde la fiesta ya había empezado. De fondo se escuchaba a Los Jaivas. La sensación que mejor describe mi estado en ese momento es el de una montaña rusa de revoloteos interminables, una suerte de ola que me giraba sin que yo pudiese encontrar la tierra.

- Voy al baño, primero- le dije y él me volvió a besar profunda pero cariñosamente.
- Te espero.

Subí como si la tierra entera girara al ritmo de la música y me fui al baño. Allí me puse a llorar mientras me lavaba los dientes y la boca con desesperación y le pedía perdón a Dios (¡!). Juana, la empleada de los Pérez, me encontró y le dije que me sentía enferma, que algo me había caído mal. Me acostó y me llevó unas aguas de hierbas. Creo que aquella noche meé la cama.

Nunca más volví, pero de adulta muchas veces he hecho variaciones sobre esta historia para masturbarme porque, aunque de niña me revolucionó, de joven, al recordarla, me invitaba a imágenes y sensaciones que lamentaba haber desperdiciado con jovencito tan apuesto.

12 diciembre 2005

La envidia del pene

Paz anda con una pelota de ping-pong entre las piernas diciendo:

- La Paz tiene pene... la Paz tiene pene...

Pienso en explicarle que las niñas no tienen pene, que la mamá tampoco tiene pene, pero es evidente que mi entrepierna le parece poco atractiva comparada con la de su padre o la de su hermano. Inútil. Mejor dejo hacer a la naturaleza lo suyo. Debo recordar que a mí también me gustaba andarme metiendo cosas tibias entre las piernas y que la sensación de un bultito era placentera (bueno... todavía).

(Aunque una pequeña angustia me acongoja, si acaso no sería esa sensación de placer, la de la pelotita, o la fruta, o el paño tibio el que, de alguna manera, facilitó las violaciones de niña... y ¿si mi chiquita no sabe diferenciar entre una pelota de ping-pong y un pene de verdad? Ciertamente, no es silencio el que debo mantener frente a su "envidia", ciertamente con Fernando ha sido más fácil la prevención, nunca antes pensé en la vulnerabilidad en que deja a las niñas este factor).

Lo llamo para contarle esta nueva atención de su hija, previendo que puede repetirla ante sus abuelos, quienes quizás vean el asunto de otra manera, pero aparentemente está ocupado en algo más interesante y me corta.

Y pensar que alguna vez dije que Freud era un machista (y no tenía miedo).

11 diciembre 2005

Domingo democrático

Madrugada

No, no puedo decirle que no aún.
Llamó ebrio a las cuatro de la mañana:

- Perdimos el último partido de la liga y después me fui a tomar con el arquero, estoy borracho y no creo que me pueda levantar mañana temprano para ir a buscar a la Agustinita... ¿puedo ir a dormir contigo?

Llegó algunos minutos después en la bicicleta y con una botella de whisky.

- ¿Tienes hielo? ¿Quieres?
- Sí. No, yo paso.

Luego nos acostamos en mi cama e intentamos hacer el amor... ¡intentamos! Algo que ni en los peores momentos había fallado. Por algún motivo su erección no llegaba a ser lo potente que antaño. Imaginen las miles de preguntas que se deben de haber revuelto en nuestras mentes: ¿soy yo? ¿es él? ¿estoy más vieja? ¿ya no le gusto? ¿se está drogando demasiado? ¿estoy gorda? ¿ya no lo excito? ¿por qué no me besa?... ni yo me podía concentrar en el placer de tener otro cuerpo junto al mío, sobre todo que fuera el suyo, el punto de languidez impedía la penetración, momentos en que uno trata de mantener desesperadamente la calma... hemos perdido nuestro ritmo, esto nos pasa por tener relaciones con otras personas, pensaba.

- Mastúrbate..., me susurró.

No podía, estaba con él y no podía. Entonces pensé en otro, por primera vez, la forma más genuina de fidelidad que mantenía con él, nunca había fantaseado con otro hombre, pero sí con su cuerpo cuando me encontraba en camas o en brazos ajenos. Luego, lo ayudé a terminar.

Y sí, pensé en otro mientras intentábamos hacer el amor:

- no en el Gitano, que me inspira la más tierna amistad,
- no en el Negro que está casado,
- no en Pablo, para quien no tengo más que palabras halagadoras, pero cuyo cuerpo no se acomoda al mío ya,
- en ningún amante de mi pasado ni inventado,
- sino en él, que ni se lo imagina.

Más tarde sentí tristeza. Pensé que el era el comienzo de final de la pasión que siempre le tuve.


Mañana

Fui a votar. Delante mío una madre y una abuela con una niña de tres años. Jugaba entre las mesas de las vocales. Entonces, más allá de las críticas a los políticos, me conmoví. Pensé que a esa edad a los niños de nuestra generación les apresaban y mataban a sus padres, los secuestraban, o tenían que arrancar a otro país, pensé en el terror de entonces contra esta mañana calurosa y tranquila. Casi lloro, pero me contuve. Así que voté feliz.


Revista Ají

En la tarde, escribir la segunda entrega semanal del cuento ¡Pucha, más Chile!, bajo el pseudónimo de María Pichiauka, en el intento de darle más agilidad a la revista, sobre todo ahora que mis socias se han visto sobrepasadas con la vida familiar y laboral como para colaborar más activamente.