08 octubre 2005

Cuerpos sin nada que me importe.

En todas partes es muy parecido.

Me subí a la moto y me llevó hasta un apart hotel frente a la playa. Intentamos algo, pero su cuerpo no respondió. Me dijo entonces que su madre, quien administraba todos los negocios de la familia, lo había amenazado y que producto de esta aventura lo obligaba a adelantar el matrimonio con la chica que ella le había elegido. Tenía unos ojos turquesa oscuro y abundantes pestañas. Así que lo miré, desnuda frente a él y la costa.

- ¿Al menos habrás ido alguna vez a Atenas?- le pregunté.
- Después de mi matrimonio pienso ir a tomar un curso para mejorar mi inglés.

Nos volvimos a subir en la moto y me dejó en la pensión de un amigo de su familia (y la verdad es que Syros es tan pequeño que no hay forma de no ser "amigo" de alguien). Se fue. Mientras hervía un tarro de leche condensada para hacer manjar y tarareaba qué pena siente el alma, el isleño me comentaba el duro matriarcado de aquella familia y, sobre todo, los inamovibles conceptos católicos que la regían.

Al otro día partí al puerto y tomé un barco de regreso al improvisado hogar que ya tenía en el albergue de Atenas. Es una pena porque el tipo tenía, literalmente, un cuerpo escultural.

Y él también.

Salí corriendo de la reunión del Colectivo de Ilustradores porque sé lo puntual y neurótico que es. Más tarde, en La Terraza, tratábamos de mantener alguna conversación que no fuera a parar en el mismo monólogo dual de siempre.

- Tal como dice Spinoza...- me citó alguna frase que no me di el trabajo de escuchar, salvo por las palabras claves para nuestro objetivo, nombrar, pensamiento concreto, pensamiento simbólico y perversión de las ideas.

- En fin, como es una niña tan pequeña que sólo tiene un pensamiento concreto, no creo que la afecten los contenidos simbólicos del cambio de nombre.

- Eres muy egoísta, piensas en ti y no en las consecuencias para la niña- siempre hablamos de "nuestra hija", de "la niña" o de "la chiquita". Ni él decía Agustina ni yo María Paz ni viceversa.

- La verdad es que, sea como sea, es el mal menor. Puesto que yo sí tengo pensamiento simbólico, de verdad para mi es importante nombrarla de una manera que no la asocie contigo para mejorar mi relación con ella.

Se acabó el tema con especulaciones legales acerca de la forma de agregarle los otros nombres.

Más tarde me dijo que estaba volviendo a creer en dios, que deploraba el nombre de la madre de dios (en tono irónico, claro, lo que me hizo pensar que está teniendo una fuerte influencia judía), que admiraba a Schopenhauer más que a cualquier otro filósofo, que era un cínico, que era un estético, que no lo tocara porque el mozo nos podía ver y él venía allí con la rucia flacuchenta.

Así más o menos transcurrió la noche, mientras más cerveza yo tomaba, menos me importaba lo que hablaba y más le insistía que me diera un beso, pero se resistía con fragor (era una batalla). Finalmente, se fumó un caño, se relajó y me dejó que lo besara, pero más tarde, pasado el efecto, parece que se arrepintió de lo hecho y me ahuyentó rápidamente. Alcancé a ver que llevaba un paño blanco o algo parecido con una estrella de David.

Caminé de regreso a casa por el Parque Forestal. Iba tranquila. Después de todo ya no lo odio tanto y otra vez me desilusionó lo suficiente para saber que me tengo que ir. Claro que no le dije nada de eso. No era el momento.

Tiene un cuerpo escultural, pero se nota que, salvo por ser la madre de su hija, le soy completamente indiferente. Y eso, más que nada, lo vuelve una escultura de museo para mi vida. Y además a mi no me importa que sea el padre de mi hija, claro está.

07 octubre 2005

El paraíso artificial

Syros se puede rodear en micro en una hora. Arriba van unas viejas vestidas de negro, con barba y bigote, con el mentón en un gesto de una amargura ancestral. A veces te topas con una ceremonia mortuoria, en una tabla llevan al difunto, sin protección como indica nuestra ley, y las mujeres atrás llorando. Las playass son límpidas, turquesas y eternas. Si hay luna llena todo resulta mejor, tanto para reír como para llorar. Y los hombres, ¡ay, los hombres!, son unas esculturas griegas, hermosos, perfectos, pero... hombres. Allí, las que mandan son las mujeres, las madres, es un matriarcado latente pero no patente, como acá, como la herencia mapuche.

Sin embargo, no es de esto de lo que quiero hablar. Esos son recuerdos del anhelo, pero anhelos que murieron con el viaje, a pesar de haber llorado desde la cumbre más alta de Syros, mirando la luna llena en el Mediterráneo (por despecho una vez más).

- ¿Te tomarías una cerveza conmigo sin hablar del pasado?

Largo silencio. Demasiado largo.

- Bueno ya.

Tuve la paciencia de esperar el largo silencio.

- ¿Te paso a buscar, entonces?
- ¿Me vas a pasar a buscar al Café Literario y me vas a dar un beso?
- ¿Ya empezaste?

De todas formas ¿cómo va a creer que me voy a tomar una cerveza con él y sólo eso?

En fin. Arreglos de último minuto, mentiras de último minuto, la niñera, la plata para la niñera, en fin... seguro que esto termina en desastre, pero ya sabes, María, que por alguna razón buscamos el desastre cuando se nos ofrece el paraíso de la estabilidad. Yo tampoco lo entiendo ni prentendo entenderme. El cuerpo es más fuerte, a veces. Después te cuento.

Hasta mañana.

- Bueno ya. Te espero.

Justo ella

- De todas las minas que se te cruzan ¿justo no te acostaste con ella que es mi amiga y mentora?
- Es que no me dieron ganas.
- ¡Cómo que no te dieron ganas!¿Acaso es fea? ¿Acaso es tonta?
- No, mi amor, es que...
- A ver, cuéntame de nuevo.
- Nada. Salimos un par de veces a tomarnos un café. Nos conocimos en un foro sobre literatura. A mi siempre me pareció fascinante, su trabajo, sus ensayos, las entrevistas que daba, pero cuando estuve frente a ella, algo falló. La primera vez la pasé a buscar a su casa y fuimos a un café de Palermo. Charlamos animadamente y me contó un poco de su vida, de su separación y esas cosas, pero pronto noté que me miraba de una forma especial. La jornada estuvo interrumpida por el dentista.
- ¿Por el dentista?
- Quiero decir que tenía que ir al dentista, ella. La acompañé y la traje de vuelta a casa. Entonces me dio un beso muy cerca de la boca.
- ¿Y tú no se lo diste? ¡Qué saco de huevas! Bueno y ¿la segunda?
- Fuimos a otro café, pero entonces la cosa fue más abierta.
- ¿Cómo la "cosa"?
- Digo... esteee... la seducción.
- ¡Ah! Más encima la sedujiste...
- No, no yo, ella, era evidente que quería que nos acostáramos.
- ¿Y?
- Y yo no quise ir más allá.
- ¿Por qué no?
- Porque no me pasaba nada.
- ¡Ay! ¿Cómo que no te pasaba nada?
- No me daban ganas.
- Bah... las ganas se hacen, cierras los ojos y piensas en lo que quieras.
- ¡Amor!
- Sí, claro. ¿Y se enojó mucho con tu negativa?
- Mucho.
- No me la imagino enojada a ella, pero tiene razón, eso no se le hace a una mujer, menos a una mujer como ella.
- Bueno ya, pero no quería empeorar las cosas.
- ¿Empeorar qué? Ya no se puede empeorar más ¿ahora con qué cara la miro? ¿con qué cara si mi marido la rechazó?
- Amorcito...
- Amorcito nada. Lo que debiste hacer es tratarla bien, ir a la cama con ella y allí ¡buuu! no se te para, te haces el impotente, total hay un montón de hombres impotentes dando vueltas, y ella se olvida del asunto.
- Tal vez no se hubiese olvidado.
- Claro que se hubiese olvidado ¿tú crees que a los cuarenta y cinco años uno va andar perdiendo el tiempo con un impotente?
- Pero se hubiese enterado todo el círculo...
- ¡Eso! ¡Justamente eso! Tu orgullo masculino no te permitió ser caballeroso y atento con una mujer como la Virginia por el "qué dirán". Esto es deplorable ¡haberla rechazado justo a ella! ¿Cómo quedo yo ahora?
- Como una mujer con un marido fiel.
- ¡Ja! Te puedo decir con certeza que cuando se entere de que tú eres mi marido, se acaba mi carrera profesional, pero aún peor es tener que sufrir en carne propia el doloroso despecho que debe sentir. No la culpo si me odia a mi también. Realmente, no debes hacerle eso a las mujeres, menos que menos a mis amigas ¿entendiste?
- Claro, cariño.

El baño




Llegó más temprano a los baños, se desnudó y se tendió en el mármol caliente. Siempre le ayudaba a pensar en lo recién pasado el mirar como los haces de luz se filtraban a través de la cúpula entre el vapor del agua. Nesrim recién entraba con su hija más pequeña. ¡Qué linda era Nesrim! Ya tenía cuarenta y siete y su piel parecía aún de seda, pero sobre todo tenía unas manos tan suaves como los pétalos de su nombre que se deslizaban por el cuerpo como nadie podía hacerlo.

- Nesrim- la llamó- ¿Me bañas hoy?

La mujer se terminó de desnudar, tomó un balde, el saco de algodón, vació jabón y perfume y se se acercó a Clara. Primero deslizó las manos por su espalda.

Las manos deslizándose por la espalda era el primer placer que encontraba con Ömer. Sabía que no podía llegar y desnudarse frente al vendedor de alfombras, pero ser extranjera le daba ciertas libertades que las otras chicas no tenían en el Sultanahmet, como beber vino y dejarse hacer el amor sin estar casada.

- Ömer- le dijo- se acabó el vino.
- No tengo de dónde sacarte otra botella a estas horas.
- Además se quebró la pipa de agua ¿vamos al mercado?

El vendedor de alfombras dudó. Las oraciones de la mañana ya habían comenzado y Clara esperó a que terminara de rezar. Luego insistió.

- Ömer, ¿vamos al mercado?
- Ve tú sola, yo me quedo con Erdem.
- ¡Ömer, vamos al mercado! ¿Qué te pasa?

Salieron juntos, pero el vendedor iba cinco pasos más atrás de Clara, con la sensación de que cada transeúnte adivinaba lo que había hecho con la mujer que iba adelante.

"¡Qué hijo de puta!", pensaba ella "¡qué hijo de puta!", sentía el escozor dentro del cuerpo. Llegando al puerto, Clara echó a correr por las calles atestadas de mercaderes, de aromas, de frutillas, de carnes asadas, de alfombras, de trastos, de joyas.

- ¿Te gusta así, Clara?- le preguntó introduciendo las manos bajo las axilas en dirección a los senos y tirando los pezones. La espuma la cubría casi por completo. Nesrim no esperó respuesta, la empujó y la tendió de espaldas para bañarla por delante.

- Dame un beso, Nesrim.

Apenas se tocaron los labios.

- Dame otro beso, Nesrim.

Bajó y apenas le tocó los labios de la vulva.

- Otro, Nesrim.

Subió y le besó los párpados. Un silencio de desvanecimiento la envolvió. "Es un hijo de puta", pensó y al pensar esto lo vio erecto delante de ella, con las espaldas anchas y tónicas, las caderas angostas, las piernas largas y fibrosas, cada músculo dibujado con perfección masculina, las manos grandes con dedos gruesos pero esbeltos, los ojos claros envueltos en una maraña tupida de vellos oscuros.

- ¿Te puedo besar?- le preguntó.
- Sí, preciosita- y Clara se acercó a su entrepierna.

- ¿Quieres otro?
Clara asintió apenas moviendo la cabeza y Nesrim tocó sus labios otra vez, su pecho, su ombligo, sus piernas y cada dedo del pie.

05 octubre 2005

Memorias de la educación sexual: "La profesora de castellano"

Nuestra profesora de castellano todavía era vivaz, soñadora y creativa cuando llegó al liceo, estaba aún en una etapa intermedia entre nosotras, las niñas de trece años, y los adultos que dirigían todas las políticas de educación. Nos comprendía y entendía que el currículo incluía muchos libros que en vez de promover la lectura, la desincentivaban, pero sobre todo respetaba el derecho que cada una de nosotras teníamos de detestar o de adorar el Mio Cid, por ejemplo, por eso al final, en las evaluaciones, premiaba más la creatividad o la curiosidad que el cumplimiento de una lectura obligatoria. Varias de nosotras nos entendíamos muy bien intelectualmente con ella porque nos permitía ese espacio de libertad que los otros profesores ya habían abortado en sus propias vidas. Y, sin embargo, a pesar de las satisfacciones que nos entregábamos mutuamente con ensayos atrevidos, obras de teatro críticas y conversaciones literarias, ella prefería a una de nosotras que se destacaba por su frivolidad, una chica menuda, morena, de un cuerpecito muy bien formado, caderas anchas, pelo reluciente y rostro seductor. El grupito de las aplicadas, de las lectoras, de las ambiciosas intelectuales no lográbamos comprender esta preferencia en la sala de clases hasta que descubrimos que su amistad se prolongaba más allá del liceo, que se paseaba por el barrio hacia el supermercado tomadas de la mano, justo en frente de las ventanas de la casa de mi abuela, cuando ensayábamos las Preciosas Ridículas.

Las Preciosas Ridículas, justamente cuando la considerábamos a ella, a nuestra compañera favorita de la profesora, una preciosa ridícula, que a pesar de su ignorancia, de su nulo interés por cualquier tipo de conocimiento que no se remitiera a datos de belleza, había cautivado a Cecilia. Ninguna de las que estábamos allí dijo nada en ese momento ni nunca, a lo sumo comprendimos que aunque nuestra puesta en escena de la obra de Molière fuera extraordinaria, como lo sería, no nos ganaríamos más el cariño de nuestra profesora. El silencio, por lo demás, era necesario porque Cecilia era militante comunista, al igual que nuestro magnífico profesor de historia, quien un año después fue acusado por la directora de homosexual y expulsado del liceo. Todas entendíamos que era una acusación absurda en un colegio de niñas, todas entendíamos que había sido expulsado por participar en manifestaciones políticas y, Cecilia, que hasta el momento había luchado contra la dictadura y, lo principal, por entregarnos una educación enriquecedora, después de la salida de Florindo, ya nunca volvió a ser la profesora vivaz, soñadora y creativa que nos impulsó hacia un conocimiento crítico.

Sin embargo, Cecilia nos mostró algo que ninguna educación sexual explícita puede enseñar y que no comprendimos racionalmente sino hasta muchos años después. La relación de Cecilia y Carolina no era la única relación de amor que había entre nosotras y al decir nosotras me limito a las cuarenta y cinco alumnas del curso porque el universo de cuatro mil es demasiado extenso para abarcarlo. Y aún más, me limito a mi propia relación con otra Carolina del curso, en un enamoramiento tan evidente que mi madre, en un ataque de puritanismo insospechado, comenzó a deplorar nuestra “amistad”. Carolina y yo no teníamos una amistad, teníamos un noviazgo que atravesaba por todas las circunstancias dolorosas de tales relaciones, principalmente las manipulaciones y los celos. A todos lados íbamos juntas, estudiábamos juntas, dormíamos juntas, en su casa, en la mía, en la playa, nos abrazábamos, nos tomábamos de las manos, nos besábamos, nos tocábamos y odiábamos a cualquier otra chica o chico que quisiera meterse en medio de las dos, pero nunca se nos ocurrió la idea que pudiésemos ser lesbianas, nunca nos cuestionamos nuestra condición y preferencias sexuales y agradezco a Cecilia y a las precarias políticas de educación de aquella época que nadie nos haya insinuado que, tal vez, sólo tal vez, éramos lesbianas y teníamos todo el derecho de serlo porque en vez de ayudarnos, nos habrían confundido y hasta atormentado en una relación que no era más que la manifestación natural de una etapa de nuestro crecimiento, en que nos buscábamos tan intensamente, tan amorosa y celosamente, como una forma de conocernos a nosotras mismas. Más tarde Carolina comenzó a salir con Camila y me dejó como se deja a una pareja, sin vernos, ni hablarnos nunca más. Luego, al salir del liceo, embarazada, se casó y tuvo más hijos. Cecilia continúa aún hoy, después de diecinueve años, su relación con la otra Carolina. Y yo nunca dudé de que me gustaran los hombres, como me gustan tanto, pero tampoco nunca me negué la posibilidad de estar o hacer el amor con otra mujer, como lo he hecho.

04 octubre 2005

La alfombra mágica

Las cosas parecen pasar por dentro. Me pregunto si lo que sucede afuera es un catalizador de lo interno. Como sea, estos últimos días casi no he pisado la calle. Tiramos la alfombra en la terraza del techo, unos cojines, una mesita de cinco centímetros de alto y parece que allí nos quedamos casi por una semana, entrando sólo cuando llovía. Sushi y cerveza.

- No te vayas a caer por la escalera.
- Y si nunca me caí, ni cuando la vida se nos pasaba aquí tomando cerveza, una tras otra, cuando los niños no me llamaban para esto y para lo otro, cuando de verdad estaba sola, pero me sentía más acompañada.

Algunos días no estaban los niños. María Paz en lo de sus abuelos y Fernando en la plaza con mi madre.

Adentro hace frío. Afuera el sol entibia las planchas de zinc y la madera. Salmón crudo. Más cerveza. Me olvidé que tengo que trabajar y escribir en el blog. Me quedé reposada, sin ningún pensamiento que se me cruzara, salvo la luz a través de las plantas.

- Aquí no había nada, sólo zinc y muro. Nada. Al principio tomábamos cerveza sobre un colchón en el techo.

Quise volver, pero no pude. Estoy plantada aquí. Desde hace un tiempo la realidad se ha hecho más dura, irreversible, a menudo me siento como en una condena sin indulto, claro. Lo hecho, hecho está, y todo mal.

El Gitano está lejos. A veces tengo fantasías con él, pero cuando se queda una semana en mi casa, pronto vuelve a las típicas dinámicas de los hombres chilenos, su modelo paterno.

- ¡Ándate de aquí!- le grito- Menos mal que me recuerdas por qué me separé de ti.

Me pide perdón y vuelve otro fin de semana a ver a su hijo, pero estoy fría nuevamente, mantengo una distancia sana, menos comidas y salidas juntos, de lo contrario se siente en "familia" y me trata como su mujer, o sea, mal. Lo prefiero amigo. Es un muy buen amigo si uno lo busca.

En cambio, al otro, ni siquiera de amigo. Ni lo miro a los ojos.

- ¿Quieres pasar a tomar un café?- caí en la tentación la última vez que vino dejar a María Paz.
- No.

"Ándate a la mierda, hijo de puta", pensé despechada y le cerré la puerta en las narices. Creo que cuando más lo odio es cuando me dice no. Casados y yo en la mañana quería hacer el amor y él no, primero el café, primero el pucho, primero el caño de la mañana y yo caliente de mirarlo, caliente y sola en los restos de la cama, masturbándome. Y sigue diciéndome no. No sé si algún día sea yo quien diga un rotundo no.

"De verdad, eres el hombre que más deseo, sólo hay una pija que cada noche quiero chupar, álabado sea Dios que por fin me vienes a desear- le diría- pero, tal como me has dicho que tú eres de hacer el amor con una sola persona, yo también ahora, aunque te desee, porque él se ha ganado mi lealtad y mi fidelidad, no como tú... (etc., etc.,)".

O le diría "¿y ella no es rubiecita y anoréxica como a ti te gustan, además de cuica?"... pero es demasiado patético.

Lo peor de todo es que quizás no me resistiría, a pesar de que él se merece toda mi lealtad y fidelidad, a pesar de que ella sea rubia, flaca y cuica. Lo que es aún peor es que esperaré en vano que un día me desee.

Así que, tirada allí en la alfombra, cara arriba, cerveza en mano, todo tibio, quería cerrar los ojos y volver atrás, que nada de esto hubiese sucedido, que abajo no hubiesen niños, que abajo me esperara mi pasaje a Nueva York, la perra que ya murió, los gatos que ya desaparecieron, mis amigos de entonces, que todo sucediera de otra forma.

- ¿Acaso no eres feliz ahora?
- En este preciso instante lo soy- le dije para no lastimarlo, al fin y al cabo él me daba esta paz pasajera- pero tengo un odio que me corroe- y sé que con esto le decía tanto más.
- Ya todo pasará.
- Sí... si- contesté pero sólo pude ver a mi abuela agonizando en su cama, odiando, todavía odiando, y me imagine toda mi vida por delante así, un desastre.
- La vida sigue.
- Sí, la vida (desgraciadamente) sigue.

Pero yo quería volver atrás.