30 diciembre 2005

Por donde pecas, pagas: I PARTE

No sabes lo que pasa detrás de las persianas blancas de una casa azul, no sabes que en la sala está tu mujer sentada junto a tu mejor amigo de la infancia y frente a ellos otra mujer, pelo negro en rulos enredados y mirada todavía tan juvenil, que cuenta los detalles de su nueva vida en un caserío al interior de la cordillera, no sabes que tu mujer y tu amigo se tocan las rodillas, a veces se toman de la mano o se acarician la espalda, se ríen juntos abrazándose, no sabes que beben un vino tinto un poco helado por el frío invernal, pero que lo calientan con sus manos, no sabes: tu ausencia lejana,  tu ausencia mental, tu ausencia recluida te impiden ver. Tu amigo escolar escucha las historias de C., mientras en su mente se anticipan las escenas de este espectáculo que él mismo ha convocado y en el que no se pueden saltar etapas. Al acabar la primera botella de vino, C. y tu mujer salen bajo la lluvia a buscar otra sabiendo a medias, porque nunca se sabe del todo, la que la otra deseaba y lo que tu amigo buscaba. Ya tu mujer había descubierto en C. esa mirada de juego dulce e ingenuo, un poco curioso y anhelante que despertó el deseo de tocarla. El camino a la botillería les resultaba hermoso aquella noche fría de humedad mientras a cada una las intensas luces de la calle se les ocurría el eterno espía urbano. Al volver, en el zaguán, tu mujer besó a C. De pronto se le ocurrió un beso masculino, pero C. estaba demasiado excitada para calmar la angustia de su lengua. Tu mujer la separó de sí. Entraron a la sala, mientras le pasaban a tu amigo la botella para descorcharla dándole a entender cuál era el papel que de él esperaban. Durante algún tiempo más hicieron la comedia de la seducción, aunque tu mujer sabía que C. ya había violado su complicidad contándole a tu amigo el beso oculto. Trajeron un jarro de agua para que la embriaguez del vino no perturbara la lucidez de aquel momento. Entonces C. decidió romper el distancia que había entre ellos corriendo la mesa de centro y sentándose a los pies de tu mujer junto al fuego, como una gata remolona que busca la mano que la acaricie. Y tu mujer acarició el cabello y el rostro de C. diciéndole que era hermosa y dulce, posó las manos en cada una de sus mejillas, la presionó suavemente y la atrajo hacía sí mientras se deslizaba al suelo para besarla una vez más al tiempo que C. comenzaba a explorar con timidez el cuerpo de tu mujer que, sin embargo, con algún rasgo varonil albergado en ella, impidió a C. continuar con este juego y se adelantó a desvestirla primero manifestando así su dominio sobre la situación. La tomó de los brazos y se la entregó a tu amigo y mientras él la sujetaba y acariciaba la fue liberando de sus prendas a un ritmo pausado en contemplaciones de la piel que iba surgiendo blanca y suave en tranquilas lomas de carne. C. era hermosa. Su cuerpo estaba moldeado por el continuo trabajo en las acrobacias del teatro, por las caminatas en los cerros de la cordillera, mantenía todavía cierto aspecto adolescente por la falta de hijos y tenía la tersura de una piel desintoxicada. Tu mujer recorrió uno a uno sus lunares con la lengua, enloqueciendo de a poco a C., quien en cierto punto ya no pudo resistir el impulso de desvestirla también. Tu mujer actuaba como una maestra y C. la iba superando en cada acción y sentimiento, ponía más pasión y desenfreno, tironeaba y mordisqueaba, apretaba y hería mientras tu amigo trataba de cooperar con dificultad. Tu mujer lo miró entonces, pues permanecía completamente vestido, descolocado, intentando meter las manos donde las de C. lo permitían y que, en realidad, no era mucho. Deslizó a C. hacia un costado y se lanzó a la bragueta del pantalón, con los dientes desabrochó el botón, empujó el cierre y bajó apenas el calzoncillo hasta que su pene apareció. A ella, a tu mujer, y tal vez tú nunca lo llegarás a saber, le excitaba sobremanera ver este miembro carnoso y erecto fuera del contexto corporal, emergiendo de la ropa como un tótem prohibido que no podía dejar de saborear; de manera que se lo metió en la boca mientras su lengua era un remolino alrededor del glande macizo al mismo tiempo que buscaba a C. para atraerla hacia su delicia y juguetear ambas lenguas con el mismo premio. Tu amigo dejó escapar un quejido. Maldita ausencia. ¿Dónde estabas tú cuando se revolcaba este trío en la sala? ¿Dónde estabas cuando ese amigo que un día tú mismo metiste en la cama de tu mujer para verlos penetrarse se estaba solazando en tu casa? Entonces, dirás, en ese lejano entonces yo no amaba a mi mujer y me preocupaba más mi pene abrumado y muerto por las drogas que saber que un amigo mío poseía a la mujer que yo deseaba. Nunca imaginaste que un día llegarías a amarla y que, cuando por fin lo lograras, es decir sentir amor por otro, tu ausencia sería el escondite en que ellos se volverían a poseer con extrañeza y confusión. Ahora no sabes ni te imaginas a tu mujer atragantándose con el pene de tu amigo, enredando la lengua en la de otra mujer y esa otra mujer obsesionándose con un orgasmo mutuo, dichosa y curiosa explorando por primera vez una vagina que no es la suya, escarbando entre la multitud de vellos, negros y gruesos, que recubren esos labios húmedos de tu mujer, dejándose explorar mientras le acaricia con ternura el cabello enredado. A C. no le importaba el pene de tu amigo y tu mujer sólo deseaba la boca de él gritando con desesperación en su mente “bésame… por favor bésame y mójame”. En un principio, este hombre se turbaba al tener que repartir sus caricias por igual, temiendo dejar a una de lado por la otra, pero demasiado pronto se dio cuenta de que C. ya no estaba interesada en él, muchas veces, durante muchos años, habían ido conociendo sus cuerpos en sesiones sexuales desesperadas (ella era ardiente, loca, libre y bella). Tu mujer lo buscaba y C. la alejaba. Estaban las dos enajenadas por el deseo y el placer, no cedían en sus posiciones de poder y luchaban por tener el control del éxtasis de la otra, pero C. se dejó dominar, alargada en el suelo, extendiendo su belleza, su claro cuerpo sobre la oscura tabla, entregada al goce de la lengua de tu mujer reconociendo el secreto detrás de esos labios apenas depilados entre las piernas hasta que la lengua se hizo corta y la elongación mayor para admitir dentro de sí varios dedos telúricos que la asfixiaban como si la recorriera un halo antes de la muerte. Se quejó, se quejó más, más, más, más pedía y tu mujer más le daba pensando que era su reflejo, ella misma en sus fantasías, desdoblada, al otro lado del frágil cristal de plata. Entonces, nadie te recordó, las dudas se desvanecieron como las mentiras con que nos golpearon cuando niños. Ni siquiera había por ahí una imagen tuya con la mirada de hierro invocando a la fidelidad. No estabas ahí, en el momento en que se produjo una pausa y C. sacó un cigarrillo, lo prendió y siguió buscando a tu mujer mientras exhalaba el espeso humo sobre su cuerpo, aquel que tu ya conocías, delgado, cuyos embarazos tanto le había agregado como quitado, unos pezones exultantes, furiosos, quisquillosos, unas caderas anchas para sostenerla, empujarla y agarrarla, pero con esos pequeños quiebres en la piel, que habían convertido el camino liso y terso en un paisaje erosionándose. A tu mujer eso no le importaba, aunque dudaba de que existiera el amor necesario para cegar esos desgastes del cuerpo que ya se ha vaciado en otro más pequeño. Volvió a buscar a tu amigo, sentado en el sillón verde, ahora desnudándolo y refugiándose en sus brazos. Él la besó furiosamente (experimentaba una extraña furia) y ella se entregó por completo al placer que le regalaban, se dejó sentir un objeto de amor y deseo, aunque se preguntaba si tu amigo la quería. C. se concentró en sus pechos, tironeando esos pezones elásticos y duros y en buscar el fin de su vagina con los dedos mientras él la seguía besando, tonificando sus labios en los de ella, mordiéndose, mojándose y, con una de las manos, buscando el ano. Tu mujer penetrada por todos lados, con violencia y ternura, logró llegar al orgasmo en la boca (y más allá de la boca, tal vez en el centro) de tu amigo. Entonces se levantó, bebió un vaso de agua, se sentó en el suelo y empujó a C. encima de él. Lo miró intensamente. Deseaba ver como tu amigo penetraba a su compañera; sin embargo, C. pronto se aburrió de lamer el pene erecto y se dedico a darle unos besos furtivos en el rostro. Después descansó sobre su pecho mientras tu mujer podía ver como ese monumento que tanto deseaba iba encorvándose hasta casi perderse inocente entre los testículos. Hubo un largo silencio en que no se miraron. Inesperadamente tu amigo se levantó, se vistió y avisó que se marchaba, sin escuchar los reproches de las mujeres. Recogió las botellas vacías, las copas a medio beber, las colillas y las cenizas y llevó todo a la cocina. Allí tu mujer le rogó que no se marchara, que durmieran juntos, que se levantaran al otro día a desayunar con los niños, lo abrazó. Volvieron a la sala. C. se montó, a medio vestir, encima de tu amigo y él, con cólera contenida, le dijo que se bajara, que lo molestaba, que le estaba aplastando los testículos. Ella no lo escuchó, insistió, le habló suavemente de la pradera, de los cerros, del agua, del río, del duende. Más tarde se fueron a dormir todos juntos a tu cama, C. al lado de tu amigo y él pegado a tu mujer. Llovía mucho. Tu mujer y tu amigo permanecieron despiertos hasta que ella se hubo dormido profundamente. Entonces se besaron, se acariciaron, se penetraron, ella al fin tuvo su miembro erecto, duro, grueso, mojado en la boca atragantándole la garganta, tuvo sus quejidos y, finalmente, el semen mezclado con su saliva y untado en el rostro, el cuello y el cabello. Tu amigo la acarició, la atrajo hacia arriba, juntando sus mejillas y, en cada movimiento, sus fluidos desperdigándose en las mismas sábanas en que tú, ahora, no estabas.

29 diciembre 2005

Jairo y la comida

Es el título del último libro publicado por mi amiga Bernardita Muñoz. Es una historia de corte sicológico que trata el sempiterno problema de la alimentación de nuestros hijos. Lograr que los niños se alimenten es uno de los primeros puntos que trata cualquier manual de sicología en el capítulo referido a la nutrición. Por supuesto, también fue lo primero que leí con primer hijo. El clásico consejo, ante la negativa de algunos chicos de alimentarse, es dejarlos libres, no obligarlos, pues tarde o temprano la fisiología y el instinto de supervivencia hará lo suyo y el niño tendrá la imperiosa necesidad de alimentarse si no quiere morir y, en consecuencia, no ver más tele ni jugar con sus amigos ni ir al parque o sentarse frente al computador. Suena tan razonable que uno lo practica. La desilusión no tarda en llegar, el chico o chica efectivamente tiene hambre, pero todavía no está dispuesto a comerse el nutritivo plato que su madre (o padre) se ha preocupado de elaborar. Es más, se conformaría con un chocolate o un paquete de papas fritas. Ese un punto que no he encontrado en ningún manual de sicología: no se trata de que los chicos no quieran alimentarse (o lo hagan en demasía), sino de que, ante todo, casi por naturaleza cultural o falta de instinto, prefieren todo aquello que abulta, pero no nutre.

Bernardita toma a su personaje Jairo para contarnos la historia de un chico que no quiere comer desde la perspectiva del niño. Les cuento, a los que no tienen hijos, que la perspectiva de los padres no es mejor. Algunos logran dejar al pequeño sin comer, si son fuertes incluso llegan hasta la hora de la cena sin dar su brazo a torcer, pero la mayoría cede antes, desesperados ante el hecho de que el muchachito o muchachita se está desnutriendo. Peor aún, tan ansiosos están, que les da lo mismo lo que se echen a la boca: ¡el punto es que coma! Así es. El padre de Jairo lo deja sin comer y no le manda su colación a la escuela (o colegio, no me acuerdo), de modo que el niño en vez de ver cosas, ve alimentos, y llega muerto de hambre donde su padre que ¡oh! lo espera con un delicioso almuerzo que, en realidad (debo decírselo a Bernardita) ningún padre estará dispuesto a repetir por más de tres días. Esto me recuerda un maravilloso libro que saldrá pronto en Argentina, Hugo tiene hambre, ilustrado por Mónica Weiss y escrito por Silvia Schujer, sólo que en este caso Hugo es un chico de la calle que no tiene qué comer y para quién, como Jairo, todo se transforma en la imagen de un alimento.

(Si quieren saber más sobre el libro de Bernardita, hay un adelanto en la Revista Ají, y si quieren saber aún más, pueden escribirle al correo que allí aparece).


Construcción fotográfica: Yuri Dojc

28 diciembre 2005

Espejo, solo veo carne


En medio de la inesperada soledad en que quedé cuando él se internó en un centro de rehabilitación, me refugié en un lugar como éste, mundo virtual, de amigos con palabras, pero sin voces ni rostros, el foro de la revista de literatura infantil Imaginaria. Allí estaba él, llamándose Starosta, uno más de una serie de participantes de este grupo, hasta que, de pronto dejó de ser uno más. En ese momento, salió del complejo terapeútico, pero seguí tan sola como antes, tan amiga de Starosta como si mi pareja, mi amor enfermo, no hubiese regresado a Santiago. Las cosas no mejoraron mucho, salvo por los correos que iban y venían desde Buenos Aires. Me parecía un tipo excepcional y, puesto que deseaba escapar, ya saben, crucé la cordillera en busca de ese hombre que me había encantado sólo con sus escritos.

Nunca lo había visto, apenas sabía que era mayor que yo. Algunos me dijeron, antes, que estaba loca y me citaron varios casos mal terminados de relaciones establecidas por medio de la internet, incluso de raptos, violaciones y muertes. Sin embargo, yo lo conocía bien, a Pablo (aunque todavía no sabía cómo se llamaba).

Anoche Andrés me dijo:

- Aunque tengo unos deseos enormes de amar y construir una vida con Erica, me sucede que después involucrarme con la bailarina, no sé, la encuentro gordita, a veces su olor no me gusta e incluso me parece que ya no nos ajustamos sexualmente, como si mi pico flotara dentro de ella.

- Es patético- le contesté- Eres patético y triste.

Lo critiqué mucho, tanto que decidió cortar la conversación antes de que termináramos hiriéndonos. Lo que Andrés no sabe es que cada una de las cosas que me contó, cada una de las críticas que le hice, golpeaban mi carne porque, sí, yo estoy siendo tan estúpida y patética como él, dejándome llevar por exteriores que, de todos modos, se degradarán día tras día, tal como mi cuerpo ya se ha ido deteriorando, buscando, en cambio, un cuerpo donde no hay nada.

También, alguna vez , hace tan poco que lo pueden leer, pensé algo así de triste, lo amo, me encanta, no hay nadie que me haya tratado con tanto afecto y comprensión, mi vida es interesante y vital junto a él, pero... no me gusta tanto su cuerpo, sus piernas son tan flaquitas y su altura apenas supera la mía...

- Eres patética- me dije- Patética y triste.


Fotografía: Jo Ann Callis, Man Standing on Bed.

27 diciembre 2005

Sinfín



Mi vida se acabó el día en que lo conocí a él.

Antes pensaba que se había malogrado con la muerte de mi padre, el consecuente alcoholismo de mi madre o las violaciones sexuales. Ahora todo eso me parece pequeño, menos duro o, por lo menos, terminado. Nunca más vi a mi padre. Nunca más al triste y patético violador. Muchas veces me ha parecido que toda esta relación fue aún peor que las violaciones.


- ¿Por qué?- me preguntó alguien práctico- Si tú consentiste y hasta tuviste un hijo de él con tu venia y, para que haya violación…


- Ya sé lo que dice la ley- interrumpí- pero me temo que cuando niña, de alguna manera, también consentí, a punta de los engaños del hombre.

- Nadie te obligó a estar con él.


- Y a él nadie lo obligó a mentirme ni menos fingir que me quería.


Cada vez que abro esa puerta, seis veces por semana, para entregarle o recibir a mi hija, me siento como Prometeo encadenado, apenas vengo recuperándome de sus heridas, llega la rapiña a destrozarme las entrañas.

Nadar es como estar volando o como guarecerse en el útero o como deslizarse hacia la muerte, respiro profundo y rápido, boto las burbujas de mi aliento, abajo no hay nada más que mi piel acogida por el agua, afuera está el aire inundado de las canciones de Rafaella Carrá.

Siempre me gustó. Algún tiempo, niña, me obsesioné por tener un cuerpo como el de ella o por ser recorrida por tantas manos masculinas como sus acompañantes. Descanso de mi circuito de nado mientras escucho para hacer bien el amor hay que venir al sur… (etc., etc.)… búscate otro más bueno, vuélvete a enamorar… Así como mi genotipo me impedía llegar a poseer un cuerpo como el suyo, es probable que tampoco pueda vivir como en una de sus canciones. Miro alrededor. Mi vista se detiene en un pene espectacular con un cuerpo espectacular… ojalá lo conociera, ojalá me cayera bien, ojalá me acostara con él… pienso inútilmente. Quito la vista y vuelvo a nadar.

Más tarde, recibo a mi hija en la puerta, me desangro como cada vez, la dejo en su cuarto, besándola, porque no puedo hacer nada más, y lloro porque, claro, la amo, pero preferiría que nada de esto hubiese sucedido.

Al beber unas copas de vino pienso en invitar a algún amigo a beber conmigo (me encuentro contigo en el mensajero, ves...), a dormir conmigo y, quizás, hacer el amor, pero temo una negativa y, sobre todo, sé que no me servirá de nada.

Entonces, escribo esto.


Fotografía: Toni Frissel

Lebu Jazz

Lebu está a tres horas de Concepción por un camino tortuoso y alto, pasando por plantaciones de pinos y magníficas vistas al mar. Es un pueblecito un poco aislado al lado del río Leufú, ventoso, frío, desabrido, dedicado a la pesca y, antiguamente, a la minería del carbón. Allí nació Fulvio y allí vive después de haber transitado por otros lugares estudiando o trabajando. También yo viví allí por quince días que se me hicieron insoportables, en un intento por reconciliarme con uno de mis ex. No lo resistí y pensé que jamás volvería.

Ahora Fulvio, después de un largo camino de tropiezos, pero insistente en sus pasiones, ha organizado un Festival de Jazz que se realiza por segundo año consecutivo y que debe de ser el evento cultural más importante de la octava región. Ha invitado a las mejores bandas de jazz del país. Es imperdible. A partir del lunes, los de Santiago, podrán ver en las estaciones del metro el afiche del festival con el detalle de los invitados.

Pensé que no podría ir, pero inesperadamente, él, el mismo, me ha abierto la posibilidad: me avisó que para la fiesta de fin de año tendría que quedarme yo con nuestra hija porque él se iba a la playa a celebrar. Por supuesto, en un principio, me enrabié pensando que estaba atrapada (¡me cagó una vez más!, pensé) en mi casa para las fiestas, pero ahora le veo la ganancia: si él sale para año nuevo ¿no es justo que a mí me toque el fin de semana siguiente?

Me haría bien. Creo que a todos nos haría bien encontrarnos en las extensas playas de Lebu después de escuchar el mejor jazz de Chile.

26 diciembre 2005

Cuentos ñoños

Me dice:

-          No te aflijas, hay tanto que hacer en la vida.

Le respondo:

-          Si fuera sólo el hacer, la solución sería tan fácil, pero el verdadero problema es ser, y es allí donde me siento desintegrada.

Pensé:

-  Bueno, de todas formar hay que hacer algo.


Y agarré seis libritos de la colección Barco de Vapor para estudiarlos, encontrar el patrón común y ponerme a escribir un cuento para el concurso de marzo. El primero: no pasé la primera página. El segundo: la correspondencia entre dos niños de un país nórdico queda en la sexta página. El tercero: ¡oh, no! esta novelita se la tuve que leer a un niño de nueve años cuando hacia clases particulares de reforzamiento, no pasé de la portada. El cuarto: tres páginas. El quinto: dos páginas. El sexto: la primera página y, haciendo un esfuerzo, el primer párrafo de algunos capítulos.

Dejé los libros sobre la mesa, miré a mi hijo y le pregunté:

-          ¿Yo también escribo cuentos tan aburridos?

Me mira abrumado:

-          Esteee… déjame pensar.

Lo interrumpo, total no hace falta insistir:

-          Ya, no importa.

Él se apura en contestar:

-          No, mamá, si son buenos… es decir, son más buenos que malos.

¡Qué más da! Tampoco me iba a dar una opinión objetiva. Allí quedan los libros de la dicha colección. Me siento frente al computador. Estoy tentada de interrumpir a María por el mensajero para contarle mis aprehensiones respecto a la literatura infantil. Desisto… desde que estoy cesante creo que todo el mundo tiene tiempo de sobra. Abro el procesador de texto, una página en blanco para comenzar el cuento, escribo la primera frase colmada de resabios de lo que acabo de leer. Lo borro. Escribo. Horrible. Lo borro. Escribo. Estúpido. Lo borro. Escribo:

En la calle siempre se encuentran las cosas más raras...”

Lo borro… ¿qué me pasa? ¿estoy dando una cátedra sobre las cosas que se encuentran en la calle? Escribo. Borro. Escribo. Borro. Escribo. Borro.

Entonces, escribo esta anotación. No la borro.    

Nada es suficientemente lejos

El año pasado en esta misma fecha mi único objetivo en la vida era escapar. Tenía dos alternativas: o partía con mis dos hijos a algún lugar lo suficientemente lejano para que él no llegara, ya fuera por imposibilidad real o por desidia... o abandonar a mi hija en la casa de sus abuelos y olvidarme de que alguna vez había conocido a este hombre ni menos que había cometido la locura de embarazarme de él. Aunque me sentía culpable de solo pensarlo, ejemplos no me faltaban, por lo menos fílmicos: Todo sobre mi madre o Las Horas, por nombrar sólo dos que tenía más cercanos. Claro que un sentimiento de responsabilidad con mis hijos me lo impedía, sobre todo con la Paz, sabía que cualquiera fuera la alternativa, le arruinaría la vida con un acto así.

De todos modos, tomé algunos ahorros de ese año y compré un pasaje a Buenos Aires por veinte días, con la esperanza de pasar la mejor fiesta de mi vida, conocer en persona a Pablo y olvidarme de todo por un rato. Apenas unos días antes del viaje, le avisé a todos mis intenciones. Dice él que fue un golpe bajo... si supiera que lo en realidad quería era huir con la niña, pero que el sentido común me lo impedía...

Estuve veinte días en Buenos Aires. Al despegar, como siempre me sucede, sentí que me invadía la libertad, que dejaba atrás tanta mugre y dolor y, al llegar, dejé que todo lo nuevo me colmara como si estuviese naciendo otra vez. Así era, durante esos días olvidé a mis hijos y tenía el impulso de no volver más, de dejar que cada padre y abuelos se encargaran de ellos, cambiar de nombre, ser otra, no recordar o recordar como se recuerda una novela. Además, conocí a Pablo, quien me recibió y me trató tan bien, sin preguntar nada. A horas del regreso, de nuevo el sentido común, no podía abandonar a mis hijos y volví.

Así fue todo este año, el constante deseo de huir con los niños a Buenos Aires. Y hubiese podido hacerlo, de atreverme, allá hice contactos laborales y Pablo había arreglado su casa para recibirme con mis hijos. Sin embargo, me parecía que no podía irme a vivir con él sólo por escapar de lo que, en realidad, no se puede escapar y, por otro lado, nunca dejé de tener la esperanza de que él reaccionara a tiempo, lo que me pareció que había sucedido después de mi último viaje, cuando me dijo que me amaba, se quedó a dormir conmigo y me invitó a pasar la vacaciones, como siempre, en el Lago. Pensé que había llegado el momento de la reconciliación y de recuperar todo lo que se había perdido, incluso los sueños. No pasó más de una semana para que él diera las señales contrarias y yo me diera cuenta de todo había sido una manipulación cuyos objetivos desconozco.

Después de este año entiendo que no tengo escapatoria y que, citando una película barata que me encontré una noche de desvelo, se ama aunque no se vea.