
30 diciembre 2005
Por donde pecas, pagas: I PARTE

29 diciembre 2005
Jairo y la comida

Bernardita toma a su personaje Jairo para contarnos la historia de un chico que no quiere comer desde la perspectiva del niño. Les cuento, a los que no tienen hijos, que la perspectiva de los padres no es mejor. Algunos logran dejar al pequeño sin comer, si son fuertes incluso llegan hasta la hora de la cena sin dar su brazo a torcer, pero la mayoría cede antes, desesperados ante el hecho de que el muchachito o muchachita se está desnutriendo. Peor aún, tan ansiosos están, que les da lo mismo lo que se echen a la boca: ¡el punto es que coma! Así es. El padre de Jairo lo deja sin comer y no le manda su colación a la escuela (o colegio, no me acuerdo), de modo que el niño en vez de ver cosas, ve alimentos, y llega muerto de hambre donde su padre que ¡oh! lo espera con un delicioso almuerzo que, en realidad (debo decírselo a Bernardita) ningún padre estará dispuesto a repetir por más de tres días. Esto me recuerda un maravilloso libro que saldrá pronto en Argentina, Hugo tiene hambre, ilustrado por Mónica Weiss y escrito por Silvia Schujer, sólo que en este caso Hugo es un chico de la calle que no tiene qué comer y para quién, como Jairo, todo se transforma en la imagen de un alimento.
(Si quieren saber más sobre el libro de Bernardita, hay un adelanto en la Revista Ají, y si quieren saber aún más, pueden escribirle al correo que allí aparece).
Construcción fotográfica: Yuri Dojc
28 diciembre 2005
Espejo, solo veo carne

En medio de la inesperada soledad en que quedé cuando él se internó en un centro de rehabilitación, me refugié en un lugar como éste, mundo virtual, de amigos con palabras, pero sin voces ni rostros, el foro de la revista de literatura infantil Imaginaria. Allí estaba él, llamándose Starosta, uno más de una serie de participantes de este grupo, hasta que, de pronto dejó de ser uno más. En ese momento, salió del complejo terapeútico, pero seguí tan sola como antes, tan amiga de Starosta como si mi pareja, mi amor enfermo, no hubiese regresado a Santiago. Las cosas no mejoraron mucho, salvo por los correos que iban y venían desde Buenos Aires. Me parecía un tipo excepcional y, puesto que deseaba escapar, ya saben, crucé la cordillera en busca de ese hombre que me había encantado sólo con sus escritos.
Nunca lo había visto, apenas sabía que era mayor que yo. Algunos me dijeron, antes, que estaba loca y me citaron varios casos mal terminados de relaciones establecidas por medio de la internet, incluso de raptos, violaciones y muertes. Sin embargo, yo lo conocía bien, a Pablo (aunque todavía no sabía cómo se llamaba).
Anoche Andrés me dijo:
- Aunque tengo unos deseos enormes de amar y construir una vida con Erica, me sucede que después involucrarme con la bailarina, no sé, la encuentro gordita, a veces su olor no me gusta e incluso me parece que ya no nos ajustamos sexualmente, como si mi pico flotara dentro de ella.
- Es patético- le contesté- Eres patético y triste.
Lo critiqué mucho, tanto que decidió cortar la conversación antes de que termináramos hiriéndonos. Lo que Andrés no sabe es que cada una de las cosas que me contó, cada una de las críticas que le hice, golpeaban mi carne porque, sí, yo estoy siendo tan estúpida y patética como él, dejándome llevar por exteriores que, de todos modos, se degradarán día tras día, tal como mi cuerpo ya se ha ido deteriorando, buscando, en cambio, un cuerpo donde no hay nada.
También, alguna vez , hace tan poco que lo pueden leer, pensé algo así de triste, lo amo, me encanta, no hay nadie que me haya tratado con tanto afecto y comprensión, mi vida es interesante y vital junto a él, pero... no me gusta tanto su cuerpo, sus piernas son tan flaquitas y su altura apenas supera la mía...
- Eres patética- me dije- Patética y triste.
Fotografía: Jo Ann Callis, Man Standing on Bed.
27 diciembre 2005
Sinfín

Mi vida se acabó el día en que lo conocí a él.
Antes pensaba que se había malogrado con la muerte de mi padre, el consecuente alcoholismo de mi madre o las violaciones sexuales. Ahora todo eso me parece pequeño, menos duro o, por lo menos, terminado. Nunca más vi a mi padre. Nunca más al triste y patético violador. Muchas veces me ha parecido que toda esta relación fue aún peor que las violaciones.
- ¿Por qué?- me preguntó alguien práctico- Si tú consentiste y hasta tuviste un hijo de él con tu venia y, para que haya violación…
- Ya sé lo que dice la ley- interrumpí- pero me temo que cuando niña, de alguna manera, también consentí, a punta de los engaños del hombre.
- Nadie te obligó a estar con él.
- Y a él nadie lo obligó a mentirme ni menos fingir que me quería.
Cada vez que abro esa puerta, seis veces por semana, para entregarle o recibir a mi hija, me siento como Prometeo encadenado, apenas vengo recuperándome de sus heridas, llega la rapiña a destrozarme las entrañas.
Nadar es como estar volando o como guarecerse en el útero o como deslizarse hacia la muerte, respiro profundo y rápido, boto las burbujas de mi aliento, abajo no hay nada más que mi piel acogida por el agua, afuera está el aire inundado de las canciones de Rafaella Carrá.
Siempre me gustó. Algún tiempo, niña, me obsesioné por tener un cuerpo como el de ella o por ser recorrida por tantas manos masculinas como sus acompañantes. Descanso de mi circuito de nado mientras escucho para hacer bien el amor hay que venir al sur… (etc., etc.)… búscate otro más bueno, vuélvete a enamorar… Así como mi genotipo me impedía llegar a poseer un cuerpo como el suyo, es probable que tampoco pueda vivir como en una de sus canciones. Miro alrededor. Mi vista se detiene en un pene espectacular con un cuerpo espectacular… ojalá lo conociera, ojalá me cayera bien, ojalá me acostara con él… pienso inútilmente. Quito la vista y vuelvo a nadar.
Más tarde, recibo a mi hija en la puerta, me desangro como cada vez, la dejo en su cuarto, besándola, porque no puedo hacer nada más, y lloro porque, claro, la amo, pero preferiría que nada de esto hubiese sucedido.
Al beber unas copas de vino pienso en invitar a algún amigo a beber conmigo (me encuentro contigo en el mensajero, ves...), a dormir conmigo y, quizás, hacer el amor, pero temo una negativa y, sobre todo, sé que no me servirá de nada.
Entonces, escribo esto.
Fotografía: Toni Frissel
Lebu Jazz
Lebu está a tres horas de Concepción por un camino tortuoso y alto, pasando por plantaciones de pinos y magníficas vistas al mar. Es un pueblecito un poco aislado al lado del río Leufú, ventoso, frío, desabrido, dedicado a la pesca y, antiguamente, a la minería del carbón. Allí nació Fulvio y allí vive después de haber transitado por otros lugares estudiando o trabajando. También yo viví allí por quince días que se me hicieron insoportables, en un intento por reconciliarme con uno de mis ex. No lo resistí y pensé que jamás volvería.
Ahora Fulvio, después de un largo camino de tropiezos, pero insistente en sus pasiones, ha organizado un Festival de Jazz que se realiza por segundo año consecutivo y que debe de ser el evento cultural más importante de la octava región. Ha invitado a las mejores bandas de jazz del país. Es imperdible. A partir del lunes, los de Santiago, podrán ver en las estaciones del metro el afiche del festival con el detalle de los invitados.
Pensé que no podría ir, pero inesperadamente, él, el mismo, me ha abierto la posibilidad: me avisó que para la fiesta de fin de año tendría que quedarme yo con nuestra hija porque él se iba a la playa a celebrar. Por supuesto, en un principio, me enrabié pensando que estaba atrapada (¡me cagó una vez más!, pensé) en mi casa para las fiestas, pero ahora le veo la ganancia: si él sale para año nuevo ¿no es justo que a mí me toque el fin de semana siguiente?
Me haría bien. Creo que a todos nos haría bien encontrarnos en las extensas playas de Lebu después de escuchar el mejor jazz de Chile.
Ahora Fulvio, después de un largo camino de tropiezos, pero insistente en sus pasiones, ha organizado un Festival de Jazz que se realiza por segundo año consecutivo y que debe de ser el evento cultural más importante de la octava región. Ha invitado a las mejores bandas de jazz del país. Es imperdible. A partir del lunes, los de Santiago, podrán ver en las estaciones del metro el afiche del festival con el detalle de los invitados.
Pensé que no podría ir, pero inesperadamente, él, el mismo, me ha abierto la posibilidad: me avisó que para la fiesta de fin de año tendría que quedarme yo con nuestra hija porque él se iba a la playa a celebrar. Por supuesto, en un principio, me enrabié pensando que estaba atrapada (¡me cagó una vez más!, pensé) en mi casa para las fiestas, pero ahora le veo la ganancia: si él sale para año nuevo ¿no es justo que a mí me toque el fin de semana siguiente?
Me haría bien. Creo que a todos nos haría bien encontrarnos en las extensas playas de Lebu después de escuchar el mejor jazz de Chile.
26 diciembre 2005
Cuentos ñoños
Me dice:
- No te aflijas, hay tanto que hacer en la vida.
Le respondo:
- Si fuera sólo el hacer, la solución sería tan fácil, pero el verdadero problema es ser, y es allí donde me siento desintegrada.
Pensé:
- Bueno, de todas formar hay que hacer algo.
Y agarré seis libritos de la colección Barco de Vapor para estudiarlos, encontrar el patrón común y ponerme a escribir un cuento para el concurso de marzo. El primero: no pasé la primera página. El segundo: la correspondencia entre dos niños de un país nórdico queda en la sexta página. El tercero: ¡oh, no! esta novelita se la tuve que leer a un niño de nueve años cuando hacia clases particulares de reforzamiento, no pasé de la portada. El cuarto: tres páginas. El quinto: dos páginas. El sexto: la primera página y, haciendo un esfuerzo, el primer párrafo de algunos capítulos.
Dejé los libros sobre la mesa, miré a mi hijo y le pregunté:
- ¿Yo también escribo cuentos tan aburridos?
Me mira abrumado:
- Esteee… déjame pensar.
Lo interrumpo, total no hace falta insistir:
- Ya, no importa.
Él se apura en contestar:
- No, mamá, si son buenos… es decir, son más buenos que malos.
¡Qué más da! Tampoco me iba a dar una opinión objetiva. Allí quedan los libros de la dicha colección. Me siento frente al computador. Estoy tentada de interrumpir a María por el mensajero para contarle mis aprehensiones respecto a la literatura infantil. Desisto… desde que estoy cesante creo que todo el mundo tiene tiempo de sobra. Abro el procesador de texto, una página en blanco para comenzar el cuento, escribo la primera frase colmada de resabios de lo que acabo de leer. Lo borro. Escribo. Horrible. Lo borro. Escribo. Estúpido. Lo borro. Escribo:
“En la calle siempre se encuentran las cosas más raras...”
Lo borro… ¿qué me pasa? ¿estoy dando una cátedra sobre las cosas que se encuentran en la calle? Escribo. Borro. Escribo. Borro. Escribo. Borro.
Entonces, escribo esta anotación. No la borro.
- No te aflijas, hay tanto que hacer en la vida.
Le respondo:
- Si fuera sólo el hacer, la solución sería tan fácil, pero el verdadero problema es ser, y es allí donde me siento desintegrada.
Pensé:
- Bueno, de todas formar hay que hacer algo.
Y agarré seis libritos de la colección Barco de Vapor para estudiarlos, encontrar el patrón común y ponerme a escribir un cuento para el concurso de marzo. El primero: no pasé la primera página. El segundo: la correspondencia entre dos niños de un país nórdico queda en la sexta página. El tercero: ¡oh, no! esta novelita se la tuve que leer a un niño de nueve años cuando hacia clases particulares de reforzamiento, no pasé de la portada. El cuarto: tres páginas. El quinto: dos páginas. El sexto: la primera página y, haciendo un esfuerzo, el primer párrafo de algunos capítulos.
Dejé los libros sobre la mesa, miré a mi hijo y le pregunté:
- ¿Yo también escribo cuentos tan aburridos?
Me mira abrumado:
- Esteee… déjame pensar.
Lo interrumpo, total no hace falta insistir:
- Ya, no importa.
Él se apura en contestar:
- No, mamá, si son buenos… es decir, son más buenos que malos.
¡Qué más da! Tampoco me iba a dar una opinión objetiva. Allí quedan los libros de la dicha colección. Me siento frente al computador. Estoy tentada de interrumpir a María por el mensajero para contarle mis aprehensiones respecto a la literatura infantil. Desisto… desde que estoy cesante creo que todo el mundo tiene tiempo de sobra. Abro el procesador de texto, una página en blanco para comenzar el cuento, escribo la primera frase colmada de resabios de lo que acabo de leer. Lo borro. Escribo. Horrible. Lo borro. Escribo. Estúpido. Lo borro. Escribo:
“En la calle siempre se encuentran las cosas más raras...”
Lo borro… ¿qué me pasa? ¿estoy dando una cátedra sobre las cosas que se encuentran en la calle? Escribo. Borro. Escribo. Borro. Escribo. Borro.
Entonces, escribo esta anotación. No la borro.
Nada es suficientemente lejos
El año pasado en esta misma fecha mi único objetivo en la vida era escapar. Tenía dos alternativas: o partía con mis dos hijos a algún lugar lo suficientemente lejano para que él no llegara, ya fuera por imposibilidad real o por desidia... o abandonar a mi hija en la casa de sus abuelos y olvidarme de que alguna vez había conocido a este hombre ni menos que había cometido la locura de embarazarme de él. Aunque me sentía culpable de solo pensarlo, ejemplos no me faltaban, por lo menos fílmicos: Todo sobre mi madre o Las Horas, por nombrar sólo dos que tenía más cercanos. Claro que un sentimiento de responsabilidad con mis hijos me lo impedía, sobre todo con la Paz, sabía que cualquiera fuera la alternativa, le arruinaría la vida con un acto así.
De todos modos, tomé algunos ahorros de ese año y compré un pasaje a Buenos Aires por veinte días, con la esperanza de pasar la mejor fiesta de mi vida, conocer en persona a Pablo y olvidarme de todo por un rato. Apenas unos días antes del viaje, le avisé a todos mis intenciones. Dice él que fue un golpe bajo... si supiera que lo en realidad quería era huir con la niña, pero que el sentido común me lo impedía...
Estuve veinte días en Buenos Aires. Al despegar, como siempre me sucede, sentí que me invadía la libertad, que dejaba atrás tanta mugre y dolor y, al llegar, dejé que todo lo nuevo me colmara como si estuviese naciendo otra vez. Así era, durante esos días olvidé a mis hijos y tenía el impulso de no volver más, de dejar que cada padre y abuelos se encargaran de ellos, cambiar de nombre, ser otra, no recordar o recordar como se recuerda una novela. Además, conocí a Pablo, quien me recibió y me trató tan bien, sin preguntar nada. A horas del regreso, de nuevo el sentido común, no podía abandonar a mis hijos y volví.
Así fue todo este año, el constante deseo de huir con los niños a Buenos Aires. Y hubiese podido hacerlo, de atreverme, allá hice contactos laborales y Pablo había arreglado su casa para recibirme con mis hijos. Sin embargo, me parecía que no podía irme a vivir con él sólo por escapar de lo que, en realidad, no se puede escapar y, por otro lado, nunca dejé de tener la esperanza de que él reaccionara a tiempo, lo que me pareció que había sucedido después de mi último viaje, cuando me dijo que me amaba, se quedó a dormir conmigo y me invitó a pasar la vacaciones, como siempre, en el Lago. Pensé que había llegado el momento de la reconciliación y de recuperar todo lo que se había perdido, incluso los sueños. No pasó más de una semana para que él diera las señales contrarias y yo me diera cuenta de todo había sido una manipulación cuyos objetivos desconozco.
Después de este año entiendo que no tengo escapatoria y que, citando una película barata que me encontré una noche de desvelo, se ama aunque no se vea.
De todos modos, tomé algunos ahorros de ese año y compré un pasaje a Buenos Aires por veinte días, con la esperanza de pasar la mejor fiesta de mi vida, conocer en persona a Pablo y olvidarme de todo por un rato. Apenas unos días antes del viaje, le avisé a todos mis intenciones. Dice él que fue un golpe bajo... si supiera que lo en realidad quería era huir con la niña, pero que el sentido común me lo impedía...
Estuve veinte días en Buenos Aires. Al despegar, como siempre me sucede, sentí que me invadía la libertad, que dejaba atrás tanta mugre y dolor y, al llegar, dejé que todo lo nuevo me colmara como si estuviese naciendo otra vez. Así era, durante esos días olvidé a mis hijos y tenía el impulso de no volver más, de dejar que cada padre y abuelos se encargaran de ellos, cambiar de nombre, ser otra, no recordar o recordar como se recuerda una novela. Además, conocí a Pablo, quien me recibió y me trató tan bien, sin preguntar nada. A horas del regreso, de nuevo el sentido común, no podía abandonar a mis hijos y volví.
Así fue todo este año, el constante deseo de huir con los niños a Buenos Aires. Y hubiese podido hacerlo, de atreverme, allá hice contactos laborales y Pablo había arreglado su casa para recibirme con mis hijos. Sin embargo, me parecía que no podía irme a vivir con él sólo por escapar de lo que, en realidad, no se puede escapar y, por otro lado, nunca dejé de tener la esperanza de que él reaccionara a tiempo, lo que me pareció que había sucedido después de mi último viaje, cuando me dijo que me amaba, se quedó a dormir conmigo y me invitó a pasar la vacaciones, como siempre, en el Lago. Pensé que había llegado el momento de la reconciliación y de recuperar todo lo que se había perdido, incluso los sueños. No pasó más de una semana para que él diera las señales contrarias y yo me diera cuenta de todo había sido una manipulación cuyos objetivos desconozco.
Después de este año entiendo que no tengo escapatoria y que, citando una película barata que me encontré una noche de desvelo, se ama aunque no se vea.
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