Chalasai Chupua, Lukipla, o simplemente “Pececito” para nosotros, nació en un hospital pobre de Bangkok, donde su madre, sin lugar a dudas pobre también y joven, la abandonó. Desde entonces vagó por las calles de esa ciudad hasta que una noche, cuando ella era aún una niña de pocos años, cuatro tal vez, el rey Bhumibol Adulyadej, se compadeció y la llevó a palacio para criarla. La muchachita fue creciendo allí, donde muy cerca circulaba el príncipe Yugala, de unos treinta y seis años por entonces. Un día, Yugala decidió que se llevaría a la mocita a su palacio para el servicio doméstico personal y de su madre enferma. A los nueve años Pececito ya debe haber sido una pequeña nínfula que estaba allí, ignorante de todo el poder fantástico que ejercía sobre el príncipe play boy, ese tipo de hombre que tan bien nos ha descrito Humbert Humbert, el Humbert Humbert que casi enloquece por la pasión que sentía hacia Dolores Haze, Lolita, simplemente Lo, un sentimiento que iba más allá de la simple atracción sexual que le infligía la niña o, que tal vez a partir del deseo de poseer la tersura de esos brazos de piel de damasco, ese cuerpo delgado y algo informe como una fruta a punto de madurar, fueron decididamente extrapolando este deseo en algo mucho mayor, una obsesión de amor, un amor sin derroteros hasta que… pero detengámonos aquí y veamos que pasó con Pececito. A los nueve años, decía, ya debe haber habitado en ella ese pequeño demonio voluptuoso que el príncipe, sin duda, podía percibir bajo un constante martirio porque ¿qué no podría obtener un príncipe, un play boy con un sin número de amantes y mujeres deseosas de pasar una noche con él? ¿No podría conseguir en un país tan pobre otra niña cualquiera para satisfacer ese deseo? Algunos años soportó el martirio, debemos decir que bajo su perspectiva, muchos años sufrió la presencia de esa niña diferente de sus contemporáneas. A los once años de Pececito, el príncipe, logró entrar su vida. No sabemos cómo lo hizo, cómo la convenció, cómo reaccionó esta niñita, tal vez exactamente como lo hiciera Lolita, con esa especie de desparpajo infantil, aburrida, como cumpliendo con los deberes escolares, resignada y hasta asqueada de tanto complacer los infinitos deseos del hombre, pero dependiente, solas en el mundo, porque Lolita también estaba sola, sin padre ni madre, en manos de este hombre que no sólo la poseía sino que también trataba de darles todos los gustos a sus antojos y pataletas infantiles. Yugala se llevó a Pececito a su habitación como su amante, dejó a todas las demás, todas las mujeres hermosas que tenía más que a su alcance y la colmó de los más lujosos regalos, todo lo que podía darle, le compró oro y joyas, un Ferrari, un avión privado… a cambio del placer que ella podía entregarle y lo que ni él de Humbert Humbert nunca obtuvieron.
¿Qué ocurre después con estas nínfulas? Se preguntaba Humbert Humbert. Creo saber la respuesta, qué sucede con estas niñas que, de un día para otro, sin darse cuenta, se trasforman en mujeres, como tampoco se han dado cuenta de la forma en se trasformaron en diminutos objetos de deseo ni nunca lo supieron que lo eran, circulando por sus vidas inocentes del mal que las acechaba. Sin embargo, antes de contar cómo creo que han terminado estas pequeñas nínfulas después de que su infancia las abandona y cómo acaban estos ninfulómanos después de que sus nínfulas los dejan, quisiera extenderme un poco en la conclusión de mi calidad de pequeña nínfula ignorante de aquella condición que tantos momentos olvidables me trajo, no obstante no me gustaría traer a colación episodios desagradables y quisiera sólo referir aquellos que prueban mi hipótesis y en los cuales prefiero imaginar un ninfulómano, cualquiera que hoy no me produzca arcadas (es decir, no áquel que es mejor definido como "sicópata"), agobiado por el torturante deseo no consumado, aunque a claras vistas, lo mejor de estas historias es precisamente el esperanza de recompensa que encierra ese deseo voluptuoso.
22 diciembre 2005
21 diciembre 2005
Cuentos de navidad
He estado buscando algunos tomos de Astérix para la colección de mi hijo, pero sorpresivamente me encuentro con que... no los encuentro... salvo en la Librería Francesa, que ha decidido traer unos volúmenes de lujo con un precio acorde con tanta elegancia, de manera que tuve que renunciar al regalo de Fernando, y buscar otro libro que, seguramente, no será de tanto agrado como el de los galos.
En un mercado tan floreciente y extenso como el de los libros, buscar uno para regalar puede parecer fácil, pero no. Tres horas y media recorrí los estantes de algunas librerías, quedándome estática por varios minutos, sin saber qué elegir, al mismo tiempo que no podía evitar la crítica personal y un cierto escepticismo punzante: textos vacuos con ilustraciones desacordes (también encontré mi último libro en estas estanterías, aquel cuya ilustración por querer mejorar, empeoré, y que, ciertamente, de ser extraña a mi misma, no compraría).
Pensé en mi mamá porque elegir para ella era de lo más fácil, pero estaba descartada en los regalos por ser adulta (incluso pensé en el Gitano y hasta pasó como una ráfaga su figura- la de él, ustedes comprenden- pero esos estaban eliminados por ser (1)adultos, (2)hombres y (3)ex parejas).
Así que dedicarme a lo más complicado: los libros de los niños. A Paz le encontré uno muy entretenido para aprender a contar, de cartón, con ilustraciones hechas de paño lenci y diez botones encajados en la tapa para sacar y volver a encajar en el interior según la cantidad indicada por el texto. Sé que le encantarían los botones, que encajar ayudaría a la motricidad fina, pero me pareció excesivo el precio sólo por aprender a contar hasta diez con botones cuando para el mismo objetivo pueden servir cualesquiera objetos, de los tantos, de casa. Mientras buscaba y más miraba, menos sentido le encontraba a todo. Finalmente, para ella, me decidí por uno con una historia muy simple, sin grandes ambiciones didácticas ni valóricas, pero rebosante de figuras de papel que, al tirarlas, saltaban o se escondían en nubes, estrellas, lunas, soles, flores y cosas por el estilo.
El libro de Fernando, no me dejó conforme, y es que ya es un niño con mayores complejidades, sabe leer pero no lo suficiente para una novela (¡uh! ¡las novelas! He allí aún mayor complejidad, adaptaciones del Quijote, por ejemplo, aunque estoy en contra de las adaptaciones... lo tomé, dudé, pensé si no lo empezaría a acostumbrar desde pequeño a los resúmenes- tan arbitarios, por lo demás-, lo abrí, observé las ilustraciones y lo dejé en el estante de vuelta). Bueno, no voy detallar todo lo que consideré, enciclopedias de ciencia, de arte, de actividades (para el verano, pensé), cuentos ñoños, cuentos hermosos, pero fuera de sus intereses... ¿por qué nadie tiene Astérix?
Lo peor de todo, al final, no fueron las horas recorriendo librerías en medio dela muchedumbre navideña, ni el fracaso de la empresa de vieja pascuera, sino la completa incerteza en que quedaron mis convicciones sobre la literatura infantil y los objetivos laborales de mi vida.
(PD: a pesar de todo, sigo escribiendo las entregas semanales en la REVISTA AJÍ, casi como un ejercicio literario que espero tenga un buen fin, de manera que le pido a aquellos que visitan la revista que no vacilen en criticar mi trabajo y destrozarme si es necesario).
En un mercado tan floreciente y extenso como el de los libros, buscar uno para regalar puede parecer fácil, pero no. Tres horas y media recorrí los estantes de algunas librerías, quedándome estática por varios minutos, sin saber qué elegir, al mismo tiempo que no podía evitar la crítica personal y un cierto escepticismo punzante: textos vacuos con ilustraciones desacordes (también encontré mi último libro en estas estanterías, aquel cuya ilustración por querer mejorar, empeoré, y que, ciertamente, de ser extraña a mi misma, no compraría).
Pensé en mi mamá porque elegir para ella era de lo más fácil, pero estaba descartada en los regalos por ser adulta (incluso pensé en el Gitano y hasta pasó como una ráfaga su figura- la de él, ustedes comprenden- pero esos estaban eliminados por ser (1)adultos, (2)hombres y (3)ex parejas).
Así que dedicarme a lo más complicado: los libros de los niños. A Paz le encontré uno muy entretenido para aprender a contar, de cartón, con ilustraciones hechas de paño lenci y diez botones encajados en la tapa para sacar y volver a encajar en el interior según la cantidad indicada por el texto. Sé que le encantarían los botones, que encajar ayudaría a la motricidad fina, pero me pareció excesivo el precio sólo por aprender a contar hasta diez con botones cuando para el mismo objetivo pueden servir cualesquiera objetos, de los tantos, de casa. Mientras buscaba y más miraba, menos sentido le encontraba a todo. Finalmente, para ella, me decidí por uno con una historia muy simple, sin grandes ambiciones didácticas ni valóricas, pero rebosante de figuras de papel que, al tirarlas, saltaban o se escondían en nubes, estrellas, lunas, soles, flores y cosas por el estilo.
El libro de Fernando, no me dejó conforme, y es que ya es un niño con mayores complejidades, sabe leer pero no lo suficiente para una novela (¡uh! ¡las novelas! He allí aún mayor complejidad, adaptaciones del Quijote, por ejemplo, aunque estoy en contra de las adaptaciones... lo tomé, dudé, pensé si no lo empezaría a acostumbrar desde pequeño a los resúmenes- tan arbitarios, por lo demás-, lo abrí, observé las ilustraciones y lo dejé en el estante de vuelta). Bueno, no voy detallar todo lo que consideré, enciclopedias de ciencia, de arte, de actividades (para el verano, pensé), cuentos ñoños, cuentos hermosos, pero fuera de sus intereses... ¿por qué nadie tiene Astérix?
Lo peor de todo, al final, no fueron las horas recorriendo librerías en medio dela muchedumbre navideña, ni el fracaso de la empresa de vieja pascuera, sino la completa incerteza en que quedaron mis convicciones sobre la literatura infantil y los objetivos laborales de mi vida.
(PD: a pesar de todo, sigo escribiendo las entregas semanales en la REVISTA AJÍ, casi como un ejercicio literario que espero tenga un buen fin, de manera que le pido a aquellos que visitan la revista que no vacilen en criticar mi trabajo y destrozarme si es necesario).
Paula P. (II)
Paula había heredado de su abuelo una casa bastante grande en la cima de uno de los cerros, con vista al mar. A un costado de la cocina, unido por una puerta que pasaba desapercibida detrás de un estante, había un pasillo abierto que separaba la casa del terreno contiguo. Una tarde, tomando té, pensó que ése era el lugar ideal para sus propósitos y se sentó a esperar que llegara el momento.
Siempre había sido una niña contemplativa, paciente y perseverante, en parte gracias a la educación que había recibido de su tío Kowayashi mientras vivió en esta casa, en otra parte, quizás, por rasgos heredados, lo cierto era que no le importaría esperar uno o veinte años a que se presentara la ocasión propicia porque Paula también había recibido en su sangre toda la sed de venganza de su abuelo.
Tarde tras tarde, desde entonces, sentada en la mesa de la cocina, mirando la vitrina del estante, con un té caliente entre sus manos, esperaba sin esperar el día en que la campana de la calle sonara con ese leve temblor que le indicaría que debía actuar dejándose llevar sólo por el plan que ya había trazado minuciosamente.
Mientras tanto, en otras horas del día, se dedicaba a cuidar el jardín de su abuelo, los damascos, las bugavillas, las lavandas, los limones, los helechos, los bonsais que había dejado el tío Kowayashi, a limpiar los vidrios de las ventanas que miraban hacia el puerto, lavar y cocer las fundas blancas de los muebles, a cocinar para las visitas que pudiesen llegar, a bordar las arpilleras que vendía en la feria, a ordenar las herramientas, las palas, el chuzo, la picota, el hacha.
Y en las noches, mientras fumaba, miraba las luces de los barcos que permanecían quietos o aquellos que zarpaban o llegaban a la bahía. Ya los conocía casi todos, recordaba los detalles, la sirena, los colores, la marcha de cada buque que había pasado por el puerto. Siempre esperaba el mismo, ése que nunca había esperado.
La sirena y el timbre, ésas serían las señales, pensaba justo antes de dormirse.
Siempre había sido una niña contemplativa, paciente y perseverante, en parte gracias a la educación que había recibido de su tío Kowayashi mientras vivió en esta casa, en otra parte, quizás, por rasgos heredados, lo cierto era que no le importaría esperar uno o veinte años a que se presentara la ocasión propicia porque Paula también había recibido en su sangre toda la sed de venganza de su abuelo.
Tarde tras tarde, desde entonces, sentada en la mesa de la cocina, mirando la vitrina del estante, con un té caliente entre sus manos, esperaba sin esperar el día en que la campana de la calle sonara con ese leve temblor que le indicaría que debía actuar dejándose llevar sólo por el plan que ya había trazado minuciosamente.
Mientras tanto, en otras horas del día, se dedicaba a cuidar el jardín de su abuelo, los damascos, las bugavillas, las lavandas, los limones, los helechos, los bonsais que había dejado el tío Kowayashi, a limpiar los vidrios de las ventanas que miraban hacia el puerto, lavar y cocer las fundas blancas de los muebles, a cocinar para las visitas que pudiesen llegar, a bordar las arpilleras que vendía en la feria, a ordenar las herramientas, las palas, el chuzo, la picota, el hacha.
Y en las noches, mientras fumaba, miraba las luces de los barcos que permanecían quietos o aquellos que zarpaban o llegaban a la bahía. Ya los conocía casi todos, recordaba los detalles, la sirena, los colores, la marcha de cada buque que había pasado por el puerto. Siempre esperaba el mismo, ése que nunca había esperado.
La sirena y el timbre, ésas serían las señales, pensaba justo antes de dormirse.
20 diciembre 2005
Pesadilla
Sueño con que voy en un camión por la costenera del río Mapocho que, sin embargo, no es un triste canal, si no un mar con aguas claras e intranquilas. La bocina suena tres veces...
Es el timbre. Afuera está él esperando que baje a la Paz. Estamos todos durmiendo aún y lo hago pasar. Mientras se instala en la pieza de la niña, me dice:
- Me podrías convidar un café- (omito los signos de interrogación a próposito).
Voy a poner la tetera y vuelvo al cuarto de mi hija que ya despertó.
- La Paz está acostadita- le dice a su padre.
- No te llamas Paz, te llamas linda, Agustina linda- le está diciendo él. Me ve en la puerta.
- ¿Ya se fue Eduardo?- me pregunta.
- ¿Qué Eduardo?- no sé qué pensar, no conozco ningún Eduardo... ¿tal vez quiera referirse a Pablo, a quién nunca nombró así? No lo sé, pero de él se puede esperar cualquier cosa y estoy atenta.
- Eduardo... el padre de José, tu hijo - (mi hijo Fernando, ya saben).
Creo que todos hemos tenido la sensación de una patada en el vientre que nos revuelve hasta el cerebro. Mi primer impulso sería pegarle un puñetazo, pero ya sabemos que así no se arreglan las cosas entre los seres civilizados, así que, puesto que no sé cómo reaccionar, me quedó estática y en un silencio que él aprovecha para explicar el dardo:
- ¿No te gusta andar cambiando los nombres?... Y... ¿el café?
Sigo en silencio, me dirijo a la cocina, desconecto la tetera y regreso al cuarto.
- ¿Puedes esperar abajo, por favor, mientras visto a la Paz?- le digo.
- ¡Ay! ¿Se ofendió?... ¡No seas grave! ¡Eres una exagerada!
- Puedes bajar, por favor... lo mínimo que espero es que no me vengas a molestar a mi casa.
- ¡Ja! ¡Qué agresiva! Tú empiezas con las estupideces y después te enojas.
- Es fácil acusar a los demás cuando uno los provoca... ¿puedes esperar abajo, por favor?... Y de paso, ya que no puedes tomar decisiones por ti mismo ¿por qué no le preguntas a tu sicóloga por qué la niña prefiere el nombre Paz?
Un poco después bajé con la Paz para acomodarla en la bicicleta... mientras lo miraba, pensé en King Kong, cómo pude comparar a ese pobre animal-engredro-fílmico con este miserable, pero peor aún, después de mirarlo otro poco, retumbaron en mis oídos la frase que otras personas han dicho de él, "ojalá se muera de una sobredosis". Cerré los ojos para concentrarme en otro pensamiento más positivo; sin embargo, todo lo que sentí fue el infinito peso de tener que compartir mi hija con este hombre.
Es el timbre. Afuera está él esperando que baje a la Paz. Estamos todos durmiendo aún y lo hago pasar. Mientras se instala en la pieza de la niña, me dice:
- Me podrías convidar un café- (omito los signos de interrogación a próposito).
Voy a poner la tetera y vuelvo al cuarto de mi hija que ya despertó.
- La Paz está acostadita- le dice a su padre.
- No te llamas Paz, te llamas linda, Agustina linda- le está diciendo él. Me ve en la puerta.
- ¿Ya se fue Eduardo?- me pregunta.
- ¿Qué Eduardo?- no sé qué pensar, no conozco ningún Eduardo... ¿tal vez quiera referirse a Pablo, a quién nunca nombró así? No lo sé, pero de él se puede esperar cualquier cosa y estoy atenta.
- Eduardo... el padre de José, tu hijo - (mi hijo Fernando, ya saben).
Creo que todos hemos tenido la sensación de una patada en el vientre que nos revuelve hasta el cerebro. Mi primer impulso sería pegarle un puñetazo, pero ya sabemos que así no se arreglan las cosas entre los seres civilizados, así que, puesto que no sé cómo reaccionar, me quedó estática y en un silencio que él aprovecha para explicar el dardo:
- ¿No te gusta andar cambiando los nombres?... Y... ¿el café?
Sigo en silencio, me dirijo a la cocina, desconecto la tetera y regreso al cuarto.
- ¿Puedes esperar abajo, por favor, mientras visto a la Paz?- le digo.
- ¡Ay! ¿Se ofendió?... ¡No seas grave! ¡Eres una exagerada!
- Puedes bajar, por favor... lo mínimo que espero es que no me vengas a molestar a mi casa.
- ¡Ja! ¡Qué agresiva! Tú empiezas con las estupideces y después te enojas.
- Es fácil acusar a los demás cuando uno los provoca... ¿puedes esperar abajo, por favor?... Y de paso, ya que no puedes tomar decisiones por ti mismo ¿por qué no le preguntas a tu sicóloga por qué la niña prefiere el nombre Paz?
Un poco después bajé con la Paz para acomodarla en la bicicleta... mientras lo miraba, pensé en King Kong, cómo pude comparar a ese pobre animal-engredro-fílmico con este miserable, pero peor aún, después de mirarlo otro poco, retumbaron en mis oídos la frase que otras personas han dicho de él, "ojalá se muera de una sobredosis". Cerré los ojos para concentrarme en otro pensamiento más positivo; sin embargo, todo lo que sentí fue el infinito peso de tener que compartir mi hija con este hombre.
19 diciembre 2005
Llorar por llorar
Mi hijo mayor, de siete años, y yo fuimos a ver King Kong. La película es, por supuesto, invérosimil incluso para su lógica interna, con ciertos añadidos que no podían dejar de fascinar a un niño, como larguísimas escenas de dinosaurios e, incluso, con King Kong luchando con tres tiranosaurios al mismo tiempo mientras se pasaba a la rubia de las manos a las patas en su intento por salvarla de las fauces de los prehistóricos, momentos en que uno, como adulto, claro, no deja de preguntarse cómo ya no se había desnucado hace rato. A pesar de eso, de la exageración que llegaba a anestesiar el terror, lloré junto con mi hijo (y lloraba por adelantado, diciéndole en el oído "ay, esta no es la peor parte, ya verás"). Es que el animal enternece, aunque no deja de ser una parodia del comportamiento masculino (entre tanto, pensaba, si este animal bruto, pero tierno, me conmueve ¿cómo es posible que él no me conmueva?).
Evidentemente, no hay más conclusiones que sacar de la película, salvo que mi hijo insiste en ir a verla otra vez conmigo, negándose a invitar a mi madre (quizás porque lloramos juntos y eso lo reconforta). De manera que, de las decenas de películas que podría ver a mi entero gusto, probablemente mañana me esté repitiendo la historia enorme macho peludo que me hace llorar.
Evidentemente, no hay más conclusiones que sacar de la película, salvo que mi hijo insiste en ir a verla otra vez conmigo, negándose a invitar a mi madre (quizás porque lloramos juntos y eso lo reconforta). De manera que, de las decenas de películas que podría ver a mi entero gusto, probablemente mañana me esté repitiendo la historia enorme macho peludo que me hace llorar.
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