30 noviembre 2005

(Paréntesis)

Todos nos hicimos los dormidos esta mañana, menos la gata que moría de hambre. Fernando la hacía callar para que no me despertara y yo fingía que no escuchaba nada mientras miraba la hora. Paz cantaba en su dormitorio. Más tarde contamos la monedas que nos quedaban, pasamos por la Plaza Brasil y compramos comida para la gata. No hay trabajo, pero hay tiempo, sin duda. Mañana nos vamos a Isla Negra con Pablo.

- ¿Qué hace Fernando en la casa?- preguntó mi madre que no puede dejar su rol de madre.
- Y nada... tuvimos que optar entre comprarle comida a la Pandora o pagar el pasaje al colegio. El sentido humanitario nos indicó lo primero.

Ya no pensamos nada más que estar en esas cabañas en medio de los eucaliptus mirando el mar, de manera que, queridos cinco fieles lectores de mi blog, estaré ausente por varios días en que no pienso aparecerme por un cibercafé. Entre tanto les pregunto qué les parece:

¿Le doy un giro más literario y menos autoreferente a esta bitácora o lo mantengo en su tipo diario personal?

Ahora, una vez más, me voy a tomar un café con aspirinas.

(¡Ah! Y perdí el cargador de mi cámara fotográfica, por lo que no he podido inmortalizar, aún más, a María Alas desarmada e inconclusa en su caja).

29 noviembre 2005

Paula P.

Paula de pronto se vio en el puente, sola, una noche apenas alumbrada por dos faroles sucios de mierda de gaviota. Abajo se escuchaba el río. Atrás, muy atrás de los pinos, el mar. Estaba en el centro, apoyada sobre la baranda de madera podrida y, aunque quería, no se podía mover, las piernas entumecidas y húmedas. El viento golpeaba fuerte y helado a esa hora, colándose por el cuello de la camisa, las mangas, entre los botones, debajo de la falda, subiendo por la columna hasta la nuca. En la ribera sur se distinguían unas luces amarillentas. Era un hotel. Adentro la estufa a leña estaría encendida, el calor sería rojo, la tetera herviría y alguien tomaría un mate caliente mientras el gato dormía entre los zapatos bajo el fuego.

El hombre que regresaba tarde de la mina la recogió mientras ella sólo musitaba "no soy de aquí". La llevó al hotel y la señora Fresia ayudó a limpiarle la sangre de las piernas. El hombre dijo que se llamaba Juan y que Paula era su esposa. Se acomodaron en una habitación que miraba hacia el puente. La cama estaba tibia, las sábanas blancas y suaves, donde extendieron una toalla para absorber el líquido que todavía fluía del cuerpo y el aceite caliente con que la masajeaban para lograr que se moviera otra vez. En la madrugada, a las cuatro, cuando el gallo cantó por primera vez en el día, la señora dijo que iría a dormir un rato. Juan extendió el cabello de la mujer y lo peinó. Ella lo miraba. Luego la destapó y lamió la sangre que aún corría. Ella sonrió. Era suave, tibio y húmedo, como si fuera un pez tropical. Afuera los postigos se golpeaban contra las ventanas y los árboles gemían. Durmieron juntos.

Durante el día Juan se fue a la mina y la señora Fresia cuidó a Paula, la limpiaba con paños calientes y le daba mate con miel y leche. Ella sólo musitaba "no soy de aquí" y la señora fingía que comprendía o que le creía. En la tarde pudo caminar y bajó a la cocina, sentada al lado de la estufa, con un sol que a veces alumbraba detrás de las nubes negras. El gato se acostó en sus faldas. Ella miró por la ventana hasta oscurecer. Allá se veía el puente, apenas alumbrado por dos faroles sucios de mierda de gaviota. Otra vez tenía las piernas entumecidas y el hielo se colaba por la columna hasta la nuca.

28 noviembre 2005

María Alas: duerme

No alcancé a terminar a María Alas para la función del sábado. Por lo demás, nos fallaron muchos elementos al final, como si algo nos señalara que no teníamos que presentarla. "Esperemos mejor", me dijo María, y acepté porque los párpados apenas se sostenían abiertos. Presentamos a Dominga en el teatro de sombras, tal como la vez anterior. No sé cómo resultó porque, claro, estaba detrás del telón y después me fui apuradísima a buscar la casa de muñecas de Paz.

Nos tomamos un té en el Café Literario. Allí me enteré que no se ha sabido nada de los resultados de las últimas licitaciones en que participé con dos libros para la editorial. Ni tampoco se han publicado los resultados del concurso del Fondo del Libro, aunque sea sólo para cerciorarme de que no gané. La pregunta más frecuente fue

"¿Y qué hacemos ahora, chicas?"

Y la única respuesta fue

"No sé"

En cualquier caso, lo que hagamos ya tiene que esperar hasta marzo, postular a fondos, a concursos o nuevos trabajos. Y, tal vez, pensar en la novelita para el Barco de Vapor. María tiene una buena idea, como siempre. Por mi parte intentaré desarrollar alguna aquí mismo, así, Malayo, sobre el camino me vas editando ¿ya?

Ahora, voy por mis aspirinas, esas compañeras inseparables de los últimos días.

27 noviembre 2005

"La imbecilidad, sin duda... Se necesita la imbecilidad para empezar a creer que es posible"


Nos preguntábamos, mirando desde el arco del segundo piso el empedrado del patio central, si el momento de la muerte eternizaría los últimos instantes.

(y abajo, quizás, estaba él, con sus falsas pretensiones políticas, con alguna chica de buena familia que estudiaba teatro o letras)

- Si nos lanzáramos al vacío y nos revéntaramos contra el piso ¿acaso simplemente nos moriríamos?

- ¿O esos últimos momentos se repetirían una y otra vez, el cráneo abriéndose y la masa encefálica esparciéndose en las baldosas de piedra?

- Y el dolor ¿también?

Si fuera así, el dolor no acabaría con la muerte. Nos mirábamos y nos besábamos, pero no había pasión ni amor entre nosotros, sino pena y resignación, en esos besos que se repetían varias veces al día en los patios del campus, cada vez que nos encontrábamos vagando.

(y él ¿qué hacía mientras tanto? ¿estaba en una reunión de la federación de estudiantes? ¿se sacaba las fotos para el afiche del PS? ¿bebía y se drogaba en el Bahamondes con ella?)

Ahora pensé lo mismo: ¿y si no diera el último beso que tengo que dar? ¿y si no dijera la verdad que tengo que decir? ¿si no abrazara a mi hija el día de su cumpleaños rodeada de globos y cintas de colores? ¿si yo o ellos muriésemos de improviso y se eternizara el arrepentimiento o la tristeza?

Y como no hubo respuesta a mi carta, como algo me decía que ellos no castigarían a mi hija por la decisión que yo tomé de cambiarle el n0mbre y que de todas maneras le celebrarían el cumpleaños sin mi presencia, me apuré en crear un ambiente de fiesta para ella, para abrazarla, verla reírse con tantos globos y romper los papeles para descubrir sus regalos. No vino nadie, por supuesto. El Gitano no pudo viajar. El Negro con sus hijos no llegó. La Socia tenía que ir a buscar su auto nuevo. Así que allí estuvimos Fernando, mi madre y yo cantándole el "cumpleaños feliz". Jugamos hasta tarde con la casita que encontré (no encontré la casa de muñecas que buscaba, agotada desde casi un año).

Y hoy vino él a buscarla para llevársela a casa de sus abuelos paternos. Lo miré y me pregunté por qué, si el destino me protegió de conocerlo en la universidad, por más de siete años que anduvimos en los mismos metros cuadrados, me hizo tropezarme con él tanto después.

Esta tarde, seguramente, volverá ella con un globo amarrado en la bicicleta. Entonces sabré que sí, que fue así, que quisieron dejarme afuera en esta oportunidad del cumpleaños de mi hija y que de una vez por todas debería dejar de creer que es posible.