Me dice:
- No te aflijas, hay tanto que hacer en la vida.
Le respondo:
- Si fuera sólo el hacer, la solución sería tan fácil, pero el verdadero problema es ser, y es allí donde me siento desintegrada.
Pensé:
- Bueno, de todas formar hay que hacer algo.
Y agarré seis libritos de la colección Barco de Vapor para estudiarlos, encontrar el patrón común y ponerme a escribir un cuento para el concurso de marzo. El primero: no pasé la primera página. El segundo: la correspondencia entre dos niños de un país nórdico queda en la sexta página. El tercero: ¡oh, no! esta novelita se la tuve que leer a un niño de nueve años cuando hacia clases particulares de reforzamiento, no pasé de la portada. El cuarto: tres páginas. El quinto: dos páginas. El sexto: la primera página y, haciendo un esfuerzo, el primer párrafo de algunos capítulos.
Dejé los libros sobre la mesa, miré a mi hijo y le pregunté:
- ¿Yo también escribo cuentos tan aburridos?
Me mira abrumado:
- Esteee… déjame pensar.
Lo interrumpo, total no hace falta insistir:
- Ya, no importa.
Él se apura en contestar:
- No, mamá, si son buenos… es decir, son más buenos que malos.
¡Qué más da! Tampoco me iba a dar una opinión objetiva. Allí quedan los libros de la dicha colección. Me siento frente al computador. Estoy tentada de interrumpir a María por el mensajero para contarle mis aprehensiones respecto a la literatura infantil. Desisto… desde que estoy cesante creo que todo el mundo tiene tiempo de sobra. Abro el procesador de texto, una página en blanco para comenzar el cuento, escribo la primera frase colmada de resabios de lo que acabo de leer. Lo borro. Escribo. Horrible. Lo borro. Escribo. Estúpido. Lo borro. Escribo:
“En la calle siempre se encuentran las cosas más raras...”
Lo borro… ¿qué me pasa? ¿estoy dando una cátedra sobre las cosas que se encuentran en la calle? Escribo. Borro. Escribo. Borro. Escribo. Borro.
Entonces, escribo esta anotación. No la borro.
26 diciembre 2005
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