13 agosto 2005

Literatura sin amor

Desde los ocho años, cuando mi madre me regaló un cuaderno empastado en cuero verde como diario de vida, quise ser escritora. Quise sin realmente desearlo ni menos creerlo posible. Me ahorro las matemáticas para calcular cuántos años pasaron, sin que dejara de escribir, cuando me publicaron mi primer libro infantil (y no erótico como yo hubiese querido). Ante las sorpresa de los editores, se vendió como pan caliente, por supuesto, pues en el único lugar del mundo en que todavía no se enteran de que la literatura infantil es el negocio del siglo es acá. Así que me fui feliz a cobrar mis derechos de autor (y en esto yo era la ignorante), sumas menos, sustracciones más, costos y estimaciones de las ganancias, me pagaron el equivalente a una buena pero no excelente botella de whisky. No tuve ánimo de decir nada. De regreso a casa pasé por un almacén y compré dos botellas de licor.

Puse las botellas sobre la mesa y le dije a mi madre, que cuidaba a mis chicos mientras tanto, "aquí está mi libro".

- ¿No has considerado trabajar como "dama de compañía"?- fue su muestra de la más profunda comprensión.

- Ciertamente- le contesté.

Los últimos años no sólo me han hecho descreer de la posibilidad de existir como escritora, sino que además de la posibilidad de existir con amor. ¡Ay, por favor! No vayan a creer que soy una más de la masa de los depresivos post traumáticos que no superan las situaciones que ellos mismos se buscan; de hecho, según las nuevas teorías, soy una persona con una sorprendente capacidad de resciliencia, pero la ausencia de dinero tiene la hermosa cara de una hereje (y dicen que puedo ser hermosa, sobre todo a culo pelado).

Alguna vez tuve pudor, pero eso lo contaré en otra ocasión.

Ahora pago cualquier favor con sexo, aunque a veces no me resulta, como con la mesa de dibujo. Al fin y al cabo, como leí en una entrevista de la bitácora de Malayo, no es nada difícil, la mayoría de las veces los hombres son unos eyaculadores precoces que hacen el trámite bastante fácil.

Me tiendo (hace tiempo que ya dejé de ser la parte activa), cierro los ojos y me concentro en mi interioridad, tratando de obtener el máximo de placer de las manos que me recorren y, sobre todo, del músculo (a veces bastante chico) que me frota por instantes desagradablemente efímeros.

Y pienso, boca arriba (como el cuento de Julito): "así es la literatura".

11 agosto 2005

La basura de atrás

La basura siempre queda atrás ¿se han fijado? Claro que sí. En una esquina, frente a la plaza, hay un verdulería y frutería cuyos dueños cada mañana se toman el trabajo de ordenar por tipos y colores, un conjunto de manzanas muy rojas al lado de cajones de limones muy amarillos rodeados de otros vegetales que transitan de verdes muy verdes a naranjas muy naranjas. Pienso que tal vez los colores no sean muy lo que son, sino que es la cuidadosa disposición de sus contrastes la que hace que esa esquina sea un lugar luminoso y alegre (para quién esté de buen ánimo para verlo, claro está); sin embargo, atrás, atracito, allí donde muy pocos ven, se mezclan las frutas y verduras que, por alguna imperfección demasiado evidente, fueron exiliadas de las cajoneras del frente. Los colores se pierden en una amalgama que impide diferenciar un kiwi de una mandarina y hasta los aromas se confunden.

Lo mismo sucede en los estantes de las librerías.

Estoy haciendo un recorrido por ellas en busca de material literario para una biblioteca infantil. Al fondo, pues en general los estantes del fondo son los destinados a exhibir los libros para niños, me encuentro con bonitas sorpresas, descontada las editoriales que ya se han ganado mi preferencia en esta materia, como el Fondo de Cultura Económica, Kalandraka, la chilena Ekaré, descubro otras colecciones muy bien dirigidas, buenos textos, ilustraciones de calidad, aunque un poco reiterativas (de esos ilustradores que se ganaron el sueldo con un estilo y ya nunca más lo cambiaron, esos mismos ilustradores que se repiten en diferentes editoriales siempre con las mismas formas, quizás rayando un poco en el abuso de lo autóctono, pero están buenas, al fin y al cabo), está también Amanuta, con dos series de cuentos que buscan rescatar la cultura originaria de nuestra geografía (casi no me atrevo a decir nuestra cultura), Santillana con otra buena colección llamada Mar de libros (aunque le copió el nombre a una editorial argentina, pero bueno ya, ¿quién puede saberlo acá?). En fin, fuera de lo importado, lo bueno y lo más o menos bueno, se puede decir que hay un pequeño e incipiente florecimiento de la literatura infantil de jóvenes autores chilenos. Eso me da satisfacción, de alguna manera. Voy terminando mi recorrido, bastante feliz porque podré incluir en la biblioteca mucho más material chileno de lo que pensaba, y casi por inercia me dirigo al último estante, el destinado a los restos, a una cantidad de libritos que se ve que no supieron donde ubicar, de esos que no tienen brillo propio, aquellos que por una saturación de color en sus portadas se anulan a sí mismos, en un conjunto muy semenjante a la fruta y verdura acumulada en la trastienda, no se distingue nada, de hecho no se ve nada, aunque casi desbordan del mesón. Me acercó, como dije, y urgeteo. Nada que me sirva, nada que en mi opinión le sirva a alguien. Y, sin embargo, allí están. Sí, allí están. Mis libros.

Luego me fui caminando cabizbaja por el paseo peatonal, queriendo no pensar, pero sabiendo que, de verdad, no me merezco estar en la basura de atrás.




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10 agosto 2005

La mesa de dibujo y la cocaína

Era una mesa de dibujo especial, de madera sólida en cada una de sus partes, aunque ya no funcionaba la inclinación. Había pertenecido a un connotado profesor de grabado y reconocido artista que se la regaló en algún momento que yo desconozco.

La última vez que salió de mi casa, con destino a un recinto de rehabilitación, quedaron todos sus muebles en mi casa. Claro, no en vano era mi marido entonces. Al volver de la terapia, nueve meses después, una corazonada me dijo que no debíamos vivir juntos otra vez. Los muebles siguieron en casa y de todos el que más apreciaba yo era la mesa de dibujo porque ese año en que me quedé sola comencé a trabajar como dibujante y me fue de las mil maravillas. Pensé que la mesa tal vez mantenía parte del aura del artista. Mi marido, entre tanto, no tenía un lugar donde llevarse sus cosas. Aquí, como adivinarán, las versiones difieren enormemente, incluso al determinar en qué calidad quedaron los muebles en mi casa. Él asegura que me los prestó. Yo aseguro que se los guardé.

Claro que tenía la esperanza que me regalara la mesa de dibujo dado que era el soporte de mi trabajo. Tal parecían ser sus intenciones un día que llegó a las cuatro de la mañana con la boca morada de vino y pastosa de coca y el deseo lleno de viagra. Estaba amorosísimo (incluso para pedirme una pieza en arriendo). Después que me alabó lo suficiente, diciéndome entre otras cosas que me prestaba la mesa de dibujo si yo la necesitaba, cedí al viagra y levanté la cola para que se comportara como una máquina de sexo.

Listo, tengo la mesa, pensé.

No. Una semana después, completamente sobrio, me dice que se va a llevar todos los muebles a su nuevo departamento, incluso la mesa de dibujo, frente a la cual pondría la foto de la novia que se mató de una sobredosis.

Hervía de rabia, yo, no sé si más por la mesa o por la foto. Entonces lo encaré, mal que mal, tuvimos un hijo los dos.

La verdad, me dijo, es que su relación con "ella" (la muerta) siempre había sido espiritual y no erótica.

¡La puta que parió a su hijo!

Al día siguiente, le tiré todas sus cosas a la calle, mesa de dibujo incluida (esto lo aprendí de una amiga cubana que no tiene pudor en hacer esas cosas y como en mi barrio esto es parte del escenario cotidiano, una suerte de espectáculo gratuito que nos damos entre los vecinos, no vacilé más).






Vivir un año como si quedaran sesenta y cuatro

En pocos días cumplo 34 años. Por supuesto, no es nada extraordinario. La mayoría de los seres humanos cumplen 34 años una vez en su vida, pero tengo el irremediable presentimiento de que me podría morir a los 35, lo que me deja un haz mínimo de esperanza para alcanzar a hacer algo. Efectivamente, apenas me deja un año, lo que desde hace algún tiempo, desde que nació mi primer hijo, es apenas eso: un efímero año.

Tampoco sé que podría hacer en un año ¿escribir varios libros? ¿terminar alguna de mis novelas eróticas? ¿gastarme todos los pocos ahorros que tengo? ¿pedir un crédito descomunal con un seguro de vida? ¿hacer alguna vez una dieta efectiva? ¿hacer el amor todos los días con mis amigos y los no tan amigos? ¿amar en serio? ¿ser fiel por una vez en la vida (más exactamente por un año)? ¿decir todas las verdades más duras ( en el supuesto de que mis percepciones sean "las" verdaderas)? ¿reconocer de una vez por todas que fui una puta? (¿lo fui?) ¿ser buena? ¿ser mala? ¿ser malvadísima? ¿vengarme de "él"? ¿matarlo? ¿perdonarlo? ¿perdonarme? ¿o vivir como si fuera a llegar a los 98 años?

No lo sé aún. Tengo algunos días para pensarlo y recibir sugerencias.

(Entonces, ese día ¿me emborracharé? ¿me mantendré sobria? ¿o me volveré loca otra vez?)