19 noviembre 2008

Encierro

Encerrada, no le quedó más que pensar.

Esta vez, la casera no la fue a buscar. Después del altercado pugilístico en el restaurante italiano, la vieja enfiló a Villa Códice, dejando a su suerte a la de abajo. Bien se lo merecía, pensaba, pendeja de veintiseis años dándoselas de mujer. La verdad es que no soportaba su suerte. La de ella y la de ella, por partida doble. Está bueno matar a alguien, pensó, pero si yo hablara, si yo hablara de la cocina y de lo que vi esa noche, no pasaría una noche en la comisaría, no, años en la cárcel, entonces ¿que haría?

Estaría obligada a escribir. Podría escribir todos los días todo el día. La vida sería mucho más fácil, las rutinas claras, la comida insípida, ningún otro horizonte que el cuarto compartido, ningún otro objetivo que llenar la famosa hoja en blanco, ése sería el destino si descubrieran el cuerpo bajo las baldosas de la cocina remodelada. La vida se limitaría a la responsabilidad de escribir.

Ya en la casa, la casera se encerró en la biblioteca y acarició sus libros, los olió, los besó, aroma a tinta añeja, a vida añeja, hija de puta, tan joven y yo con una pata en la tumba, la vulva seca, secarte en la cárcel, eso es lo que te mereces, que tu vientre se hinche, las tetas se te caigan, que cuando salgas no haya un solo pene a tu alrededor.

No pienso en el pene, pensó, sino en la hoja en blanco, yo soy esa hoja en blanco, tú ya estás toda surcada por el peso de la pluma, del lápiz o de la tinta impregnada en tu fibra, estás seca, tu cerebro seco ¿qué harás ahora?

La casera lloró. Lloró a oscuras y borracha sobre sus libros, que no se atrevía a leer otra vez.

La de abajo lloró. Lloró encerrada, a oscuras y borracha. Ella sólo deseaba llenar la hoja en blanco.

17 noviembre 2008

En "Il Bacio"

Después de tres o cuatro tragos asimilados en el cerebro, la de abajo le preguntó:

-Bueno, usted ¿alguna vez escribió?
-¿Yo?
- Sí, claro...
- Como todo el mundo, un diario, unas cartas, sí, por supuesto.
- No, quiero decir cuentos o novelas, un libro publicado, por ejemplo.

La casera bebió un sorbo grande de gin tonic. La de abajo pensó que la tenía acorralada y celebraba el éxito de su tesis. La vieja pensó largo rato. Cierto vago sentimiento de culpa, por el golpe en la cabeza de su vecina, le hacía considerar revelar su secreto, pero, en realidad, ese sentimiento se diluia cada vez más en el gas de la tónic.

- Una vez-, aclaró la voz- escribí una novelita para niños.
- ¡Una novelita para niños!

Touchée. La de abajo no se lo esperaba.

- Sí, una novelita para niños. Un editor, amigo mío, de una importante editorial, se atrevió a publicarlo, pero fue un fracaso rotundo. Él perdió su trabajo.
- ¿Sí? ¿Por qué?
- Bueno, la crítica dijo que tenía una "prosa débil".
- ¿Prosa débil? ¿Qué querían decir?
- No sé, tú eres la estudiante de literatura. Además, dijeron que la escritura era "tendenciosa en lo relativo a la descripción de los personajes, conduciendo la atención de los niños a los defectos de éstos". Ese, que yo recuerde, fui mi primer y único intento de escribir y publicar.

La de abajo no le creía, la estaba alejando de la verdad con la patraña de una literatura infantil, estaba segura que esa mujer era Rosa Cálida, estaba segura de que una mujer con ese impulso sexual que toda Villa Códice conocía era incapaz de escribir dos líneas para niños.

La casera y la de abajo bebieron otros largos sorbos sin quitarse la vista de encima.

- No le creo. Una persona no deja de escribir porque la crítica es negativa para ella. Usted seguramente escribió otras cosas que no me quiere contar.

En este punto la casera ya estaba cansada de la debilidad de su culpa. No tenía por qué contarle nada a esta pequeña golfa en la que ya había invertido suficiente tiempo y dinero debido a un cenicero mal encaminado. De pronto, sintió que se traicionaba a sí misma agasajando a la de abajo que, en rigor, tenía tanto más que ella. Sin duda, observó, hace falta que sólo mire a su alrededor para que alguno de esos machos se levante y le conceda todos los favores que quisiera. En cuanto a ella misma, tendría que hacer esfuerzos intelectuales de trapecio para que un hombre pasara por sobre sus arrugas hasta su entrepierna.

- ¡Tonta putita!- suspiró en voz baja, pero la de abajo escuchó.
- ¿Qué?
- Lo que dije, ya sabes...

No queda registro en la mente de nadie el momento exacto en que ambas mujeres se confundieron en una sola ola de golpes sobre la mesa. La de abajo se llevó la peor parte, pero por ser la más joven y, por lo tanto, la más fuerte terminó encerrada en la comisaría de turno.