Paula había heredado de su abuelo una casa bastante grande en la cima de uno de los cerros, con vista al mar. A un costado de la cocina, unido por una puerta que pasaba desapercibida detrás de un estante, había un pasillo abierto que separaba la casa del terreno contiguo. Una tarde, tomando té, pensó que ése era el lugar ideal para sus propósitos y se sentó a esperar que llegara el momento.
Siempre había sido una niña contemplativa, paciente y perseverante, en parte gracias a la educación que había recibido de su tío Kowayashi mientras vivió en esta casa, en otra parte, quizás, por rasgos heredados, lo cierto era que no le importaría esperar uno o veinte años a que se presentara la ocasión propicia porque Paula también había recibido en su sangre toda la sed de venganza de su abuelo.
Tarde tras tarde, desde entonces, sentada en la mesa de la cocina, mirando la vitrina del estante, con un té caliente entre sus manos, esperaba sin esperar el día en que la campana de la calle sonara con ese leve temblor que le indicaría que debía actuar dejándose llevar sólo por el plan que ya había trazado minuciosamente.
Mientras tanto, en otras horas del día, se dedicaba a cuidar el jardín de su abuelo, los damascos, las bugavillas, las lavandas, los limones, los helechos, los bonsais que había dejado el tío Kowayashi, a limpiar los vidrios de las ventanas que miraban hacia el puerto, lavar y cocer las fundas blancas de los muebles, a cocinar para las visitas que pudiesen llegar, a bordar las arpilleras que vendía en la feria, a ordenar las herramientas, las palas, el chuzo, la picota, el hacha.
Y en las noches, mientras fumaba, miraba las luces de los barcos que permanecían quietos o aquellos que zarpaban o llegaban a la bahía. Ya los conocía casi todos, recordaba los detalles, la sirena, los colores, la marcha de cada buque que había pasado por el puerto. Siempre esperaba el mismo, ése que nunca había esperado.
La sirena y el timbre, ésas serían las señales, pensaba justo antes de dormirse.
21 diciembre 2005
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