27 enero 2006

Verdaderamente yo

No sé cómo pude pensar que podía ser diferente, pero siguiendo la vieja y gastada tradición, todo terminó de terror.

Esta tarde voy en mi bicicleta detrás de S. que lleva en la suya a Paz, en esos asientos traseros para niños. A pesar de que en reiteradas ocasiones le he pedido que se vaya por el parque o por rutas no muy transitadas, ojalá respetando las normas del tránsito, él insiste en circular por las avenidas, esquivando por centímetros a toda clase de vehículos. Así que, como les cuento, yo voy detrás, viendo como mi niñita estira sus brazos para indicar algo que le llamó la atención mientras un auto pasa a gran velocidad muy cerca de ella, peor aún, a veces gira su cabeza para mirar. Comprenderán que para cualquier madre es una escena difícil de soportar con toda entereza, así que, una vez más grito:

- ¡S... luz roja!

S, me mira, como si yo fuera una tonta grave que no sabe calcular el tiempo que demorarán cinco autos y un bus en llegar hasta el punto en que estamos y, claro, pasa, mientras yo me quedo de este lado de la acera. Sigue por el costado de una avenida muy transitada y yo vuelvo a gritar, a ver si me escucha entre los motores de esos monstruos amarillos que son nuestros buses y, todos lo saben, matan a una buena cantidad de personas al año.

- ¡S., sube al parque, por favor!

S. apenas gira la cabeza y sigue por su ruta. Yo detrás, sintiendo a ratos cómo la fuerza de los buses me empujan o algunos automovilistas pasan más cerca de lo deseado de mis pies, sabiendo que eso se reproducirá en la bicicleta de adelante donde va mi hija con su padre. Aumento la velocidad y me pongo al lado de S.

- S. sé que eres un experimentado conductor, pero ¿no podrías hacer gala de tu expertise cuando no andas con mi hija?
- Nunca me ha pasado nada, hace años que ando en bicicleta y, de hecho, conduzco mucho mejor que tú- me contesta y sigue por su ruta.

Mientras, yo sigo viendo por detrás cómo esquiva y pasa los automóviles, como no respeta ni luces ni ninguna señalización, cómo mi hija está expuesta a que, si no es por él, venga otro imprudente y los atropelle, pienso que si conduce de esta manera sabiendo que yo voy con él ¿cómo lo hará cuando no lo veo? Entro en pánico. De hecho quiero matarlo. Entonces cometo el error final, le grito:

- ¡Súbete, huevón!

Es el grito final, la frase clave para lo que vendría después, pero que se había inciado mucho antes, más o menos desde ayer, cuando, a pesar de mis atenciones, de mi cambio de actitud (ya saben, después del numerito en la casa de mi amiga, si yo no soy mejor que él, si debo comprenderlo, si debo aceptarlo y todo ese discurso), él sigue siendo suficientemente distante, aunque le pida a gritos que me de la mano o cualquier muestra de cariño, incluso hasta tuve que hacer dormir a mi gatita encerrada en la cocina para que no lo molestara. Ninguna muestra de afecto y aún peor, comienza una seguidilla de bromas del estilo:

- ¿Estás cansada?- me pregunta en tono medio irónico y luego se dirije a Paz mientras subimos una pendiente- Mira la mamita... ¡tanto que se ufana que hace deporte!.

Me molesta, pero me callo ante esta serie de bromas, tratando de "comprender" que para superar su baja autoestima tiene que opacar a otro, típico, y para no contestar algo peor. Luego, en la cabalgata me da otra serie de instrucciones sobre cómo montar. Lo escucho y le contesto "sí, sí", pero no hago lo que me indica. Dice, entonces, con desprecio:

- Detesto a la gente que no tiene la humildad de aprender de otros que saben más.

Bueno, no podía menos que sentirme detestada, pues supuse, y creo que supuse bien, el comentario iba dirigido a mi como "ésa" gente. Desde ese momento el silencio se instaló entre nosotros y la cabalgata por la cordillera comenzó a transformarse en una pesadilla, no quería decir nada que empeorara la situación, no quería acusarlo de nada, no quería caer en su juego.

Sin embargo, piqué el anzuelo cuando iba detrás de su bicicleta de vuelta a casa. Sencillamente, me puse histérica y llegué histérica y le quité a la niña diciéndole que se olvidara de volver a sacarla en bicicleta, que estaba loco, que cómo exponía a nuestra hija innecesariamente, que lo menos que le haría si le pasaba algo sería cortarle los cocos.

- Si adoras tanto a tu hija no estarías gritando ahora como una loca- me contestó.
- Ándate y mañana yo llevo a la niña a la casa de tus padres- le dije mientras Paz se lanzaba a llorar.
- ¡Ah!- exlcamó en tono triunfal- Qué bueno, por fin apareció la "verdadera Fª".
- ¿Qué te pasa?
- Ahí, cuando me gritaste "huevón" por fin volvió a aparecer la "verdadera Fª".

Por supuesto, mi histerismo del momento contrastaba con su calma, mientras me hacía señas, muy irónicas, de que era yo la que dañaba a mi hija con estas actitudes y no él.

- La "verdadera Fª", la que tú querías que apareciera ¿cierto? Bueno, la "verdadera Fª" va a pensar si mañana si quiera lleva a la Paz para que tú la veas- y cerré la puerta de un portazo, luego de que había logrado entrar a la niña y a mi bicicleta. Por un segundo, vi sus ojos sorprendidos y transparentes, que no esperaban este giro de la situación, que me había hecho picar el anzuelo, pero no había considerado las consecuencias de sacar a flote a la "verdadera yo" que aparece ante el "verdadero S."

25 enero 2006

Al otro lado del dolor

No entendía nada de lo que se decía del otro lado del teléfono, las palabras, las letras se ahogaban en un llanto desconsolado. Entonces, me dio risa. Me hubiese reido a carcajadas, pero con esa risa nerviosa del que ve caerse al otro y no sabe cómo reaccionar. Trataba de decir algo que sonara a consuelo, pero estaba atragantada en mi propia risa histérica y, además, no había consuelo, no tenía qué decir que, en el fondo, no empeorara la situación. Por supuesto, de este lado de la línea, ni siquiera tenía la posibilidad de brindar un abrazo y recoger en mi pecho las lágrimas y los quejidos para hacer comprender que no se está solo en el dolor. En cambio, me reía y no podía hacer nada más. Esperé en silencio, la única posibilidad, pero cuando parecía que ya se calmaba y se entendían algunos fonemas, de nuevo venía el llanto a producir una serie de ruidos incomprensibles, hasta, finalmente, decidió cortar, para llorar en soledad.

23 enero 2006

Gatos, maridos e hijos

Un gato puede llegar a vivir veinte años. En veinte años un hijo ya debería haberse independizado, pensé, pero uno podría seguir acariciando y durmiendo con el mismo gato en casi las mismas condiciones de veinte años atrás. Quizás, esas madres y esos padres debieran haberse hecho cargo de una gatito a tiempo, antes de que redujeran la vida de sus hijos a sus propias vidas, aún peor, antes de que convencieran a sus hijos que no pueden tomar las decisiones acertadas por sí solos.

Al decirle a S., que no comprendía cómo sus padres creían que él podía modificar su conducta con estos "castigos" (prohibición de entrar en su casa, prohibición de ir al Lago, entre otras), terminó justificándolos: es que están preocupados, es que es cierto que tiendo a consumir más después de la vacaciones, es que es verdad que no administro bien mis dineros y que no puedo realizar tareas domésticas...

Lo miré y sólo le contesté, sin fundamentar, mientras se fumaba un caño en la terraza:

- Pero te desenvuelves bien social y laboralmente- pensé en las consecuencias de mi última "actuación etílica" en lo social, en que estoy segura de que no soy mejor que él y que, por algo, estoy ligada a él, pero preferí "omitir" estos argumentos.

- Ha sido un día pésimo- me dijo como punto final.

Nos quedamos varios minutos en silencio, él fumando, yo tomando té. Luego, mirando el vacio a través de la plantas del tejado, le conté:

- Mañana me traen mi gatita siamesa.