08 octubre 2008

(1) Nunca más Rosa

Rosa llegó a la estación a las 8:31, después del accidente. Su bus acababa de partir y debería esperar otra media hora más. Se dejó caer en una de las bancas al sol. Contemplaba el trajín de las gentes, llegando, saliendo, bebiendo un café, fumando el último cigarrillo antes de subir. Sin darse cuenta, su vista se detuvo en un hombre frente a ella, al borde del andén y pensó, como si el pensamiento fuera de otra, que así era el hombre que siempre había deseado y, como si todavía no pudiese recuperar su identidad, mantuvo la mirada que él le dirigió.

Pasaron diez minutos en que Rosa estuvo sentada contemplando al sujeto mientras él, de vez en vez, giraba sobre sí mismo para devolverle la mirada.

Esto es absurdo. Debo hacer algo.

Se había olvidado de Andrés desde el instante en que decidió dirigirse a la estación en lugar de llamar a su esposo para avisarle del accidente que acaba de ocurrir, desde ese momento, cuando enfilaba sus pasos en la dirección opuesta a su hogar, la decisión del olvido era irrevocable y, con el olvido, la suplantación de una nueva identidad era necesaria.

El hombre la observó por última vez y subió al bus. Un impulso involuntario hizo saltar a Rosa del asiento. Se apoyó en una de las columnas mientras lloraba en silencio. Una opresión de pérdida le dificultaba respirar. Sintió que dejaba ir a alguien importante, que en ese bus se iba la persona con la que había vivido un amor que, sin embargo, nunca había vivido.

Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo ¿qué puedo hacer?

La máquina encendía los motores, los últimos pasajeros abordaban y Rosa, sin controlar ya sus pensamientos ni sus actos, corrió, subió al bus también y buscó al hombre del suéter verde y las manos grandes. Al verse sonrieron. Rosa se sentó a su lado y quiso presentarse.

Inesperadamente se dio cuenta de que no sabía cúal era su nombre ahora ni a dónde se dirigía en ese viaje.