07 noviembre 2005

Séneca: la brevedad de la vida

Curiosamente había una marca en el libro que encontré en el último estante de la biblioteca. Alguien, o quizás yo misma hace mucho tiempo, ya lo había leído.

Dice Séneca que la vida no es corta, sino que el ser humano la gasta en estupideces, que llegar a los ochenta años no es haber vivido mucho, sino haber durado mucho, que la arrogancia nos hace suponer que alcanzaremos los sesenta años para comenzar a vivir nuestra vida cuando, quizás, ni lleguemos a esa cifra y ya hemos desperdiciado el resto, que no se debiera aprender a vivir, sino a morir.

Así fue como me plantée cada uno de los viajes a Buenos Aires, pero sobre todo este último, porque apenas llegando ya sabía que muy pronto se acabaría y estaría de vuelta en el aeropuerto. Algo parecido deberíamos hacer con la muerte, pero nos parece tan lejana. No es así cuando sabes que tienes dos semanas, a lo sumo veintiocho días, para terminar esa vida. A Pablo siempre le parecía una eternidad los primeros días que estábamos juntos, aunque yo contaba cada minuto que nos iba quedando hasta que tuviera que volver a mi otra vida.

Y así fue. Tarde o temprano tenía que volver. Hubo instantes en que caí en la tentación de pensar que el tiempo me pertenecía y me atreví a proyectar mi vida más allá de lo posible. No fue bueno, todo cambiaba de perspectiva, parecía más serio y más difícil, me metí en asuntos que no me importaban y llegué a provocar peleas incipientes. Me recuperé rápido y fue fantástico.

No podría decir que este año no viví o que desperdicié el tiempo, pero cuando me di cuenta de que podría ser siempre maravilloso si acababa con todo antes de que se agotara, emprendí este último viaje sabiendo (aunque ¿quién puede asegurar que por otros motivos no lo haga?) que ya no volvería.

Así que las calles de Buenos Aires las miré de otro modo, ese modo que me dio el haberlas conocido para volverlas a conocer cada vez en cada detalle nuevo que pudiese percibir, tratando de retenerlas en algún lugar de mi memoria para el momento de mi muerte, dejé algunas plantas en su casa para que las cuidara, como huella del recuerdo, y dejé que todo lo demás pasara (todo lo demás es aquello que proyectándose hubiese debilitado esa vida, como por ejemplo, que su hija pequeña y yo nunca más volvimos a entendernos, lo que era sostenible en el plano de lo efímero, pero no en un tiempo mayor).

Es cierto, tampoco miré atrás cuando entré a migraciones en el aeropuerto. Dejé esa vida entera atrás, ahogada en la tristeza de la despedida final, pero necesaria para prolongar toda su hermosura incontaminada hasta la muerte.

No hay comentarios.: