Mientras charlábamos pensé y apenas enuncié la idea de las fantasías.
Hace tiempo que me di cuenta de que vivía rodeada de personas que fantaseaban y confundían sus sueños con la realidad. En ese momento, tomé mis propias fantasías como el cuento que escribo en una tarde y dejé de creer, pero no renuncié a ellas. Cada una de ellas, que me voy a Buenos Aires, a Colonia de Sacramento, a Nueva Dheli, a Valparaiso o al delta del Paraná, que me caso (¡yo!), que tengo una familia, que él me ama o que yo lo dejo de desear, que envejezco con dignidad (en eso todavía tengo la esperanza), todos tienen la verosimilitud de una buena narración, pero se acaban cuando se cierra el libro, cuando se abren los ojos, cuando me levanto, cuando me doy cuenta de que todavía estoy viva y voy rodeada de personas en el metro.
Esto es lo único cierto, que estoy aquí, que algunos de ustedes alcanzaron a leer esto y nada más.
Al asumir esta certeza, de que todo se reduce a este efímero presente que puede ser interrumpido por un terremoto, un bus que choca contra la pared, un incendio, una bomba, una asteroide o el cansancio de mi propio cuerpo, creo que puedo vivir un poco mejor.
Eso y sentarme en el parque y comer y hacer el amor (cuando se puede hacer el amor, claro) y mirar y ocupar todos mis sentidos y siempre saber que todo lo demás no es más que una parte del gran sueño que tenemos derecho y necesidad de tener.
Al principio, cuando mis mayores se reían de mis ideas (porque se reían, no intentaban convencerme de lo contrario), sentía que mis proyectos carecían de seriedad, que yo era una persona poco confiable, pero, al tiempo, he terminado riéndome yo también cuando me escucho detallar la distribución de mi casa en Buenos Aires, por ejemplo, o la ventana de la casa de Valparaíso que miraría el océano.
Qué fácil... basta que tome mi libro de cabecera para que pierda el sentido de la realidad o que cierre los ojos.
11 noviembre 2005
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