27 agosto 2005

Las drogas, el alcohol y el amor

"Él" se drogaba y entonces yo desaparecía de su expectro visual, auditivo, táctil y mnémico o, al menos, eso era lo que yo quería creer para no aceptar que las carencias eran otras, ausencias que recién vine a notar ahora que, justamente todo lo contrario, sólo cuando se droga, y por alguna razón coincidimos en el mismo lugar, se pone cariñoso conmigo (¿acaso no resulta evidente?).

Sin embargo, entonces mi lectura de la situación era otra: "él" se drogaba y la desidia lo agarraba para soltarlo sólo si necesitaba conseguir más droga. Por supuesto, me desesperaba, me ofuscaba, me llenaba de ira porque nada de lo que le dijera, ni los cariños ni las amenazas, lo conmovían de su estado.

No se puede sentir casi nada peor que la ira contenida, de una fuerza que podría matar a un potro, en los sesos calientes de uno. Encontré una forma de calmarme: la fantasía de la venganza. Y la venganza era la infidelidad sexual, lo único que dañaría su amor propio, tan sólidamente asentado en el pensamiento de Schopenhauer.

Así que cuando me ignoraba, ausente en sus estados de conciencia alterada, cuando ni mis aullidos de dolor lo hubiesen sacado de su ensimismamiento, me sentaba mirando el lago y me repetía: "Ya verás, hijo de puta, ahora no te puedo hacer nada, pero en cuanto pueda dejaré que otros me toquen, que otros me penetren...".

Sin embargo, no era más que una fantasía que me ayudaba a calmarme, pues de haber querido hacerlo de verdad, hubiese bastado con que tomara un caballo, me fuera hacia el bosque y le hiciera alguna seña a su primo, que había sido mi novio, para ir a tirar entre las zarzas. "Él" lo sabía y por eso se volvía loco cada vez que yo salía a montar.

El año pasado, justo para estas fechas, cuando estaba a una semana de volver de su internación, me emborraché mal en un asado de cumpleaños. Y es que lo había hecho. En su ausencia, llamé a un compañero de colegio de "él", con el que alguna vez tuvimos un trío, y reanudamos nuestras relaciones sexuales interrumpidas por mi loco, ciego y estúpido amor. Varios meses, casi todos los que duraba su tratamiento, estuvimos saliendo y acostándonos esporádicamente.

Fue un golpe bajo... para todos.

Gritaba que lo amaba, golpeaba a mi amigo porque me trataba de calmar, aullaba más cuando un psiquiatra que estaba en la fiesta procuró inmovilizarme con la efectiva técnica de doblarme los brazos por la espalda y pegarme bofetadas, a las que yo respondía con más ira, mientras alguien, quien sabe quién, cuidaba a mi niña de nueve meses.

Y gritaba y aullaba y chillaba su nombre, como si realmente con ese acto, el de nombrar, yo lo hubiese podido poseer.

Más tarde estaba en la casa de sus padres, todavía llorando a gritos, mi hija llorando a gritos, tal vez por primera vez intuyendo que en todo esto las drogas no tenían nada que ver.

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