25 agosto 2005

Hacer el amor con austeridad

Reconozco que a menudo he tenido la tentación de dormir cada noche con el mismo hombre, la fantasía de cada día tener sexo con amor, arranques de estoicismo que me invitan a ser una mujer abnegada y soportar y sacrificar muchas cosas con el único fin de que, terminada la jornada, ese mismo hombre me acaricie, me bese, me ame y me penetre (aclaro: ese hombre que no sólo me ame, sino, más difícil, que yo ame).

Reconozco que muchas veces lo pensé mientras estaba con “él”, cuando en la noche lo sentía a su costado de la cama, tan al alcance de la mano, pensaba “soy capaz de soportar su drogadicción, su desidia amorosa, sus celos compulsivos, su inseguridad disfrazada de citas de famosos filósofos, todo con tal de no perder la posibilidad de que esté aquí a mi lado para hacerme el amor, para ver ese cuerpo fibroso y grande, esa expresión de deseo y de placer, soy capaz de todo”.

Reconozco que no lo fui.

Desde niña, después que mi padre murió, aprendí a vivir en la precariedad (al borde de la pobreza, sin llegar a serlo nunca) tapando los agujeros de las suelas de los zapatos con papel de diario, descosiendo el jumper escolar que, cada año, me quedaba más estrecho y brillaba de tanto lavarlo y plancharlo, a ver si este año, agregando un trozo de tela, me acomodaba un poco, cuando llovía me ponía bolsas de plástico debajo de los calcetines y durante todo el año caminaba una hora hasta el liceo porque no me alcanzaba para el pasaje escolar, sin nada que me protegiera en invierno, comiendo sopa de cebolla los días más helados.

Fueron los buenos años, aquellos que me permitieron salir del agujero de la falsa pequeña burguesía y que me enseñaron esto que ahora aplico en otro escenario: si no hay amor, por lo menos hay sexo y cada vez que lo practico, con el amigo que sea, cuando siento que no hay otra alternativa para los cuerpos con piel, logro alejar a esa extraña tentación de querer dormir cada noche con el mismo hombre (con “ése” hombre).

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