Soy de la generación de niños que escucharon cientos de veces, sino miles o hasta millones, decir a sus madres que el alimento no se podía desperdiciar, que botar un resto de comida de un plato era un crimen cuando había en el mundo, y en el propio país, tantos otros niños muriendo de hambre (evidentemente soy de una generación de niños que no conocíamos nuestro derecho a opinar y hasta a diferir de las opiniones de nuestros padres). De manera que fueron muchas las tardes que pasé frente a un plato de sesos o de lengua de vaca viendo cómo en el patio la gallina de la pasión se paseaba feliz sin que nadie la obligara a comer más granos o más lombrices. Incluso, una tarde de verano, en el patio, frente a una enorme porción de tallarines, vi cómo la gallinita literalmente estiraba la pata.
- Se murió- aullé en un llanto desesperado. Esa tarde, mi dolor sincero me salvó de la pasta, pero fue la excepción. No recuerdo nunca haber dejado ni un grano de arroz en un plato (aunque hay evidencia de que en otras familias había que dejar una pequeña porción al final para indicar que uno no estaba muerto de hambre, eso que las señoras llamaban “la política”, vaya a saber uno por qué).
Y así crecí hasta hoy (que ya no crezco más), de tal forma que nunca me he permitido dejar nada al final de una comida, por satisfecha que esté, porque en mi inconsciente ronda esa preocupación social tan sólida que me inculcó mi madre y, como a mis hijos no los obligo a comer todo en consideración a sus derechos, siempre que dejan algo me lo como yo antes que botarlo a la basura.
De manera que las explicaciones freudianas a mi apetito sexual no son del todo válidas y se fundamentan más que en la inseguridad en esa austeridad económica que permanece en mí, pues cuando estoy con un hombre y voy conociendo sus pequeños encantos (porque todos los seres humanos tenemos pequeños encantos) llega un momento en que me digo a mi misma ¿cómo desperdiciar a este hombre? ¿cómo no me lo voy a comer? Sobre todo que algunos se ven tan sabrosos cuando hablan sobre cosas fundamentales y profundas. De pronto esa boca de la que salen frases para celebrar se convierte en el único objetivo de mi paladar. Y es que las palabras tampoco hay que desperdiciarlas. Y de la boca paso a los ojos y de los ojos a la piel y de la piel a las manos y de las manos a las piernas y de las piernas, claro, al pene. Debo confesar que llega un momento en que decido que las palabras encerradas en sus frases inteligentes y sabias deben pasar a mi cuerpo. En ese momento me muero por besar, pero ahí depende del que esté enfrente a una, pues siempre cabe la posibilidad de un rechazo, aunque ya se sabe que es muy difícil que un hombre rechace a una mujer o lo que le ofrece esa mujer.
Una entiende a esos hombres que dicen que están enamorados de todas las mujeres. Lo malo es que los hombres no entienden que una esté enamorada de un pedacito en particular de cada hombre, que sus atenciones, que su inteligencia, que su humor, que la forma de mirar al decir ciertas cosas, que la manera de expresarse… ¿cómo dejarlo pasar? Una se quiere poner sobre su cuerpo tanto encanto disipado y comprobar por sí misma si todo esto está a la altura de su comportamiento sexual, o más exactamente, si su comportamiento sexual está a la altura de todos sus o de su encanto. Hay que comer todo y de todo, sólo así se sabe que es lo que más le gusta a uno.
Y sí, otras de las enseñanzas de mi madre incentivaban la variedad cuando me decía “si hay mucho más que chocolate ¿para qué vas a comer todos los días chocolate?” ¡Qué cierto era! Había (hay) tanto por probar en la vida, tantas comidas de otros lugares que no habría apreciado si no fuera por esta tolerancia al sabor. Algunas veces sucede que no gusta y uno no se vuelve a repetir el plato, aunque de todas formas se lo come todo. Y eso también me sucede con los hombres, algunos están como para repetírselos y otros no o a algunos me los comí tantas veces que ya no me los vuelvo a repetir más. Ellos vuelven, vuelven porque a la mayoría le cuesta encontrar mujeres que coman hombres como se comen un yogur dietético, sin ninguna culpa, lo que no saben es que esos lácteos desgrasados y sin azúcar terminan siendo bastante desabridos. Vuelven y les digo algo que suelen interpretar como “mira, estoy enamorada y no me estoy acostando con otros hombres”. Eso lo piensan ellos en su lógica de la fidelidad, pero lo que en realidad les estoy diciendo es “mira, encontré otro hombre que me resulta más sabroso que tú, tú que ahora de verdad me sabes insípido”.
Sin embargo, hay platos que me repetiría siempre, sobre todo los que tienen palta o salmón crudo. También hay hombres que me repetiría siempre y para siempre.
24 agosto 2005
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