Comienza a llover sobre Santiago y un hecho insignificante me llama la atención: afuera un maullido perturba el silencio de la noche.
No me asomo al balcón porque sé que puedo caer en la tentación de sentir lástima por el animal y entrarlo; sin embargo, no es necesaria tanta previsión, al salir a dejar la basura, se desliza entre las piernas.
¿Qué hacer ahora? Afuera llueve, hace frío, está inhóspito y la gata me mira fijamente. Minutos de incertidumbre que terminan con la gata llorando por el lado de afuera de la ventana.
Sigue lloviendo sobre Santiago. La vida recluída continúa en el interior, con los niños, con la música, con la pantalla del computador, con las dudas, la cama fría.
El domingo viene "él" a buscar a la chiquita. Lo miro, lo quiero besar cuando se me escapa a la calle, logro tocar sus labios, me interrumpe... "¡se entró un gato!".
Huye mientras la gata me vuelve a mirar. Debería echar a esta gata, pero Fernando la ve y ante la idea de dejarla expuesta a la intemperie, se larga a llorar.
- Yo no sé- me dice entre los sollozos- por qué no me gusta el ser humano si yo soy un ser humano.
¿Cómo debo interpretar esto?
Claro que me siento un ser humano vil, que asegurado en su guarida, expone al sufrimiento a los demás seres de este planeta.
Así que aquí está la gata. Ahora, lo primero, como siempre, pero tan inútil, nombrarla.
28 agosto 2005
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