21 agosto 2005

La silla vacía


Comenzamos con las fiestas cerca de los doce años. La primera etapa de la jornada era un resabio infantil, tipo merienda con hot dog. Hasta ahí todo era muy justo si no te tocaba el completo con menos palta. Luego se pasaba a la etapa transitoria con el típico juego "beso o patá en la raja". Las injusticias comenzaban a hacerse evidentes. Siempre me llevé más patadas que besos y siempre di más patadas que los besos que hubiese querido dar. Finalmente, llegaba la verdadera "fiesta", cuando caía la noche, y que nunca se prolongaba más allá de las doce. Entonces las injusticias se volvían patéticas. Los chicos sólo sacaban a bailar a las niñas rubias que, ya saben todos, eran un porcentaje ínfimo. Quince chicas sentadas esperando a que uno de los varoncitos se acercara y las llevara a la pista que, siempre pero siempre, estaba ocupada por las dos rucias del curso. Imaginarán que yo abultaba la fila de las pavas sentadas en una hilera de sillas sin comprender por qué sólo el color del pelo podía definir tantas cosas en la vida.

A los doce años, cuando miraba rabiosa y frustrada a mis compañeras de cabellos claros no podría haber nunca imaginado que en mi cumpleaños número 34 iba a ser yo la que dispondría de una fila de hombres que me prometían, cada uno, un maravilloso regalo (y ya sabrán ustedes de qué regalo se trata). Tuve que rechazar tanto ofrecimiento y halago porque "él", mi novio de Chacaritas, me vino a visitar. Y uno tras otro, sin excepción, me dijeron:

- ¿Y cuando se va?

- En una semana, más o menos.

- ¡La suerte del hue'ón!

Sólo "él" no me preguntó, pero sé que siente lo mismo (ya me lo dijo, una de esas jornadas de drogas que lo vuelven cariñoso y expresivo). Se limitó a regalarme el libro de Juan Luis Martínez envuelto en un pedazo de la tela en que pintó mi retrato cuando estuvo internado. Eran mis ojos (y dice que mis ojos son lo único físico que heredó nuestra criatura, sobre todo al expresar la ira). Me miraron, los suyos, inquisitivos y, sin embargo, no dijo nada.

Ya no estoy sentada esperando a que los chicos me den bola, ahora me dan mucho más que eso, digamos lo central, pero de alguna manera siento que sigo a la espera y que la silla que quiero llenar permanace vacía.

Prefiero no pensar. En una semana más tendré una fila de amigos que administrar en las pocas horas libres que me quedan y no quiero desperdiciar a ninguno de ellos (la vida es corta, es verdad). Mientras tanto, pensaré qué le obsequio a "él", que también estará de cumpleaños pronto, porque el único regalo que quisiera hacerle, no lo va a aceptar.

Y la silla seguirá vacía.

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