El viernes a las diez de la noche, el dedo medio de la mano de la casera se empezó a encoger. Lo notó cuando quiso tomar el vaso de martini y se le cayó.
- ¡Mierda!
Lo primero que pensó era que el vidrio estaba resbaloso, pero cuando se le cayó por segunda vez sintió un pequeño tirón dentro del dedo, como si fuera una marioneta manejada por su titiritero. Al principio, lo que más le molestaba era no poder beber su martini. Pronto se dio cuenta de que el asunto era mucho peor.
Pensó en culpar a los pensionistas que últimamente la sometían a un continuo estrés: no apagaban las luces a la hora fijada, alguno se quedaba viendo televisión hasta más tarde, otro llegaba borracho y vomitaba a la entrada de Villa Códice, el de más allá entraba sin limpiarse los pies después que ella había pasado el día envirutillando y encerando. Naturalmente, así, nadie podía vivir tranquila y alguna parte de su cuerpo debía resentirse primero. Fue el dedo medio de la mano derecha.
El médico que la atendió en el traumatológico no tuvo dudas:
- Es la edad, señora. Nada que hacer definitivamente. Podemos realizar algunos procedimientos, pero no sería raro que esto se repitiera.
No le creyó. Estaba más vieja, sí, pero no como para irse encogiendo de esa manera.
Al llegar a casa llamó a uno de los pensionistas del segundo piso y le ordenó podar el naranjo.
- Este dichoso naranjo tapa la luz del farol en la noche y no deja pasar la luz del sol.
- ¡Cómo se le ocurre! ¿Para qué quiere más luz en la noche? ¿Acaso la idea de plantar un árbol aquí no era tener algo de sombra en el verano justamente?- le gritó la de abajo indignada cuando escuchó la orden de la vieja.
El pensionista no sabía qué hacer. La casera le ordenó cortar las ramas del árbol. La estudiante gritó que no.
- Mira, pendeja, aquí mando yo.
- No, señora, acá también mando yo.
El pensionista fue retirándose porque, tal como lo pensó, la casera dirigía su mano hacia el cenicero otra vez y no quería que le llegara a él. La estudiante también la vio, pero se mantuvo firme. La vieja gozaba de antemano ver el cenicero sobre la cabeza de la estudiante, disfrutaba por adelantado el aroma de la sangre o, al menos, escuchar el ruido de los vidrios del ventanal de la joven quebrarse y derrumbarse sobre el piso.
Al tomar el cenicero para lanzarlo, se le cayó. Ahora, además del medio, el dedo meñique se comenzaba a contraer.
La estudiante lanzó una carcajada que aumentaba la risa verdadera. No había visto tanto odio en la vieja ni tampoco tanta impotencia al mismo tiempo.
La casera se enderezó. Giró y, al tiempo que entraba en su piso, le ordenó al pensionista cortar el árbol y amarrrar los jazmines que subían por los muros.
No quería ver ningún cuerpo libre.
19 diciembre 2008
17 diciembre 2008
El joven del bolso de cuero gastado
Waldo estiraba las piernas sobre la mesa de centro. Moreno y alto, la miraba con los ojos entrecerrados y la sonrisa apenas esbozada mientras bebía una cerveza.
- Parece que te estuvieras riendo de mi- le dijo la estudiante.
-Para nada. Es que, bueno, ya sabes, no eres la única que ha pensado en eso.
- No quería ser la única, solo se me ocurrió en ese momento, quizás justamente porque lo he leído en alguna parte.
La estudiante miró por la ventana al patio. Arriba la luz encendida y una sombra desplazándose por el pasillo que da a la galería, por supuesto que sé que Kafka lo dijo, qué te crees, era uno de los pensionistas de la casera, uno joven y nuevo, que en las mañanas salía en su bicicleta con un bolso de cuero gastado.
- Fue Kafka ¿lo sabías?
- No, no tenía idea.
- ¡Pero cómo! Una estudiante de literatura.
A veces se lo encontraba en el patio de Villa Códice, pero nunca habían hablado. Se preguntaba qué haría, cómo se llamaba, por qué estaba viviendo allí. La casera era atenta con él. Nunca le gritaba ni ordenaba hacer cosas como a los otros. Más arriba, en el departamento que daba a la terraza, vivía un viejo que se estaba muriendo. "Ya ha tenido tres trombosis, ¿qué más se le va a pedir al pobre?" le había dicho un día la casera mientras limpiaba la orina del viejo al lado de un macetero; sin embargo, algunas noches se la escuchaba gritar "¡no sea estúpido!"
- Es estúpido.
- ¿Qué?
- Pensar que puedes escribir más y mejor si estás encerrada en la cárcel. No eres más que una pequeña burguesa que nunca ha estado en la cárcel, ni de visita ni de caridad.
- ¡Ah! la caridad.
Waldo se servió un último vaso de cerveza. La estudiante volvió la mirada hacia él. Lo que pasa es que la vieja me odia. Y yo la odio a ella, pero también la desprecio. Sus libros eran buenos, a pesar de la crítica y no tuvo el valor de luchar y seguir escribiendo. Ahora, ahí está, caliente y desesperada, cuando podría ser de otra forma, desperdiciado tanto talento. El que yo no tengo. Waldo ahora le extendía otro vaso a ella.
- ¿Te gustó la cerveza que te traje?
- Sí.
- Ah. ¿Viste? No podrías tomar cerveza si estuvieras en la cárcel.
- No. Tampoco podría escribir.
- Parece que te estuvieras riendo de mi- le dijo la estudiante.
-Para nada. Es que, bueno, ya sabes, no eres la única que ha pensado en eso.
- No quería ser la única, solo se me ocurrió en ese momento, quizás justamente porque lo he leído en alguna parte.
La estudiante miró por la ventana al patio. Arriba la luz encendida y una sombra desplazándose por el pasillo que da a la galería, por supuesto que sé que Kafka lo dijo, qué te crees, era uno de los pensionistas de la casera, uno joven y nuevo, que en las mañanas salía en su bicicleta con un bolso de cuero gastado.
- Fue Kafka ¿lo sabías?
- No, no tenía idea.
- ¡Pero cómo! Una estudiante de literatura.
A veces se lo encontraba en el patio de Villa Códice, pero nunca habían hablado. Se preguntaba qué haría, cómo se llamaba, por qué estaba viviendo allí. La casera era atenta con él. Nunca le gritaba ni ordenaba hacer cosas como a los otros. Más arriba, en el departamento que daba a la terraza, vivía un viejo que se estaba muriendo. "Ya ha tenido tres trombosis, ¿qué más se le va a pedir al pobre?" le había dicho un día la casera mientras limpiaba la orina del viejo al lado de un macetero; sin embargo, algunas noches se la escuchaba gritar "¡no sea estúpido!"
- Es estúpido.
- ¿Qué?
- Pensar que puedes escribir más y mejor si estás encerrada en la cárcel. No eres más que una pequeña burguesa que nunca ha estado en la cárcel, ni de visita ni de caridad.
- ¡Ah! la caridad.
Waldo se servió un último vaso de cerveza. La estudiante volvió la mirada hacia él. Lo que pasa es que la vieja me odia. Y yo la odio a ella, pero también la desprecio. Sus libros eran buenos, a pesar de la crítica y no tuvo el valor de luchar y seguir escribiendo. Ahora, ahí está, caliente y desesperada, cuando podría ser de otra forma, desperdiciado tanto talento. El que yo no tengo. Waldo ahora le extendía otro vaso a ella.
- ¿Te gustó la cerveza que te traje?
- Sí.
- Ah. ¿Viste? No podrías tomar cerveza si estuvieras en la cárcel.
- No. Tampoco podría escribir.
13 diciembre 2008
El miedo de la casera
"No quiero morir sin haber hecho nada. No quiero morir antes de probar el sabor del semen otra vez, no quiero morir ahora que soy toda huesos y arrugas, pedazo de tela apolillada y resquebrajada como el desierto después de la tormenta cien años atrás.
No quiero morir mientras escucho a los otros hacer el amor, mientras otros escriben lo que yo nunca pude escribir, mientras la puta de abajo me muestra su trasero abundante de carne y grasa y grita en las noches que ya no puede más de placer.
Yo ya no puedo más. Los años se me acumulan en los huesos de las articulaciones, los años se acumulan y el calcio desaparece junto con la humedad de mi cerebro. Ya no puedo más. Hubo un tiempo en que pensé que mi cuerpo, voluptusoso como el de la bataclana de abajo, lo podía todo. Luego pensé que sólo era cuestión de cultivar el cerebro mientras lo demás se degradaba. Entonces escribía. Escribía todo el tiempo de todo. Llené páginas de novelas y ensayos ¿para qué? Para terminar de casera de unos imbéciles.
"Se arrienda pieza a hombre solo" cuelga el aviso en la ventana que da a la calle, a ver si alguno de esos hombres solos le hace el favor a esta vieja, pero a nadie le gusta el charqui sin sal, a nadie el interesa el alimento del alma ni las capacidades intelectuales reducidas. No, porque para follar, para culear, para tirar, para tener sexo, para hacer el amor se necesita un trasero como el de la de abajo.
Y me voy a morir sola sin oler un pene de cerca ni plantar un árbol ni tener un hijo ni publicar mi gran novela, vieja, vieja y seca."
No quiero morir mientras escucho a los otros hacer el amor, mientras otros escriben lo que yo nunca pude escribir, mientras la puta de abajo me muestra su trasero abundante de carne y grasa y grita en las noches que ya no puede más de placer.
Yo ya no puedo más. Los años se me acumulan en los huesos de las articulaciones, los años se acumulan y el calcio desaparece junto con la humedad de mi cerebro. Ya no puedo más. Hubo un tiempo en que pensé que mi cuerpo, voluptusoso como el de la bataclana de abajo, lo podía todo. Luego pensé que sólo era cuestión de cultivar el cerebro mientras lo demás se degradaba. Entonces escribía. Escribía todo el tiempo de todo. Llené páginas de novelas y ensayos ¿para qué? Para terminar de casera de unos imbéciles.
"Se arrienda pieza a hombre solo" cuelga el aviso en la ventana que da a la calle, a ver si alguno de esos hombres solos le hace el favor a esta vieja, pero a nadie le gusta el charqui sin sal, a nadie el interesa el alimento del alma ni las capacidades intelectuales reducidas. No, porque para follar, para culear, para tirar, para tener sexo, para hacer el amor se necesita un trasero como el de la de abajo.
Y me voy a morir sola sin oler un pene de cerca ni plantar un árbol ni tener un hijo ni publicar mi gran novela, vieja, vieja y seca."
El miedo de la estudiante
"Tengo miedo. Afuera no deja de llover hojas quemadas y no me atrevo a salir de mi covacha al sol porque me puedo encender también hasta desaparecer hecha un polvo negro que se pega a la suela de los zapatos transeúntes.
¿Qué sería si fuera polvo carbonizado? No algo muy diferente de lo que soy hoy acurrucada en mi temor. Así estoy, acá adentro, mientras afuera llueve, las rodillas pegadas a la frente y la nariz rozando los vellos de mi pubis, oliendo el deseo, que es tan dulce. Ése es el aroma de la vida, el único indicador de una precaria existencia entre los seres humanos, pedazo reproductor, función biológica, canasto de cerezas de carne roja, soterrada por dientes gastados y amarillentos, pasados a cigarrillo y alcohol.
¿Qué sería si no fuera polvo quemado? Una más, piernas que se mueven a un ritmo acordado entre la multitud ciega, brazos que se alargan pasando un billete creyendo que la libertad está dada por la capacidad de elegir lo que puedo comprar, boca programada para emitir mensajes diseñados desde los medios, sería gente, sería multitud, sería masa, sería hojas quemadas que caen sobre el pavimento asfaltado."
¿Qué sería si fuera polvo carbonizado? No algo muy diferente de lo que soy hoy acurrucada en mi temor. Así estoy, acá adentro, mientras afuera llueve, las rodillas pegadas a la frente y la nariz rozando los vellos de mi pubis, oliendo el deseo, que es tan dulce. Ése es el aroma de la vida, el único indicador de una precaria existencia entre los seres humanos, pedazo reproductor, función biológica, canasto de cerezas de carne roja, soterrada por dientes gastados y amarillentos, pasados a cigarrillo y alcohol.
¿Qué sería si no fuera polvo quemado? Una más, piernas que se mueven a un ritmo acordado entre la multitud ciega, brazos que se alargan pasando un billete creyendo que la libertad está dada por la capacidad de elegir lo que puedo comprar, boca programada para emitir mensajes diseñados desde los medios, sería gente, sería multitud, sería masa, sería hojas quemadas que caen sobre el pavimento asfaltado."
Carne
Su carne era lo que le envidiaba.
A través del cristal empañado en verano podía verla transitar de un cuarto a otro en la planta baja. Aún así, su carne se dejaba esbozar bajo los camisones que caían con descuido, el balanceo de las nalgas abundantes, las caderas anchas, las piernas que dejaban caer su peso sobre los asientos, los brazos anchos, el vientre abultado como la colina de una venus atlética, toda era curvas prodigiosas de carne, carne, era pura carne sonrosada, cuando se volteaba, cuando se arrodillaba, cuando se agachaba.
No podía dejar de imaginarla desnuda cuando gritaba en las noches, la sabía bajo el cuerpo de un hombre y veía la carne apretarse contra las sábanas o contra los músculos de otro cuerpo, sentía las vibraciones musculares, ínfimas, ondulantes, como el agua interrumpida por el golpe de una piedra, suave y opresora, lacerada por la gravilla del fondo, acariciada por las algas, siendo materia acuática en cada pedazo de piel multiplicado por la bondad de sus volúmenes carnales.
No podía resistir cerca de ella tanta carne. La odiaba por ello. Al encontrarla en el patio de Villa Códice, regando el jazmín que se alzaba sobre el muro de su costado, se le acercó y la tocó. Puso su mano añosa sobre el vientre de la de abajo. Su cuerpo revivió a los deseos de juventud, en apenas unos segundos recordó el orgasmo hasta el desmayo, deseando poder deslizar la palma hasta la entre pierna apretada de la otra. La de abajo, sobresaltada, la miró.
- ¡Por Dios que has engordado últimamente!- exclamó, la sonrisa detenida en el rictus cínico, la barbilla apenas conteniendo en estertores la excitación, mientras retiraba la mano de la carne de la otra.
Algunos instantes, la de abajo se quedó perpleja. El aroma del jazmín brotó al contacto del agua.
Entonces reaccionó:
- Sí. Mejor eso que una vieja seca a la que solo se le ven los huesos bajo la piel.
- Ah, pero tú todavía eres muy joven para estar tan "gordita".
- Y usted lo suficientemente vieja para estar seca... por todos lados.
La casera sostuvo la mirada, el costado derecho de su cuerpo temblando sin voluntad, con un párpado que se le caía.
- ¿Viste lo lindo que está mi jazmín? Mañana te doy una vitamina para que el tuyo mejore de aspecto.
- Sí, claro.
La casera entró en su casa apenas arrastrando una pierna sin mirar para atrás. Se tocó la cadera y solo sintió un hueso punzante en su mano.
A través del cristal empañado en verano podía verla transitar de un cuarto a otro en la planta baja. Aún así, su carne se dejaba esbozar bajo los camisones que caían con descuido, el balanceo de las nalgas abundantes, las caderas anchas, las piernas que dejaban caer su peso sobre los asientos, los brazos anchos, el vientre abultado como la colina de una venus atlética, toda era curvas prodigiosas de carne, carne, era pura carne sonrosada, cuando se volteaba, cuando se arrodillaba, cuando se agachaba.
No podía dejar de imaginarla desnuda cuando gritaba en las noches, la sabía bajo el cuerpo de un hombre y veía la carne apretarse contra las sábanas o contra los músculos de otro cuerpo, sentía las vibraciones musculares, ínfimas, ondulantes, como el agua interrumpida por el golpe de una piedra, suave y opresora, lacerada por la gravilla del fondo, acariciada por las algas, siendo materia acuática en cada pedazo de piel multiplicado por la bondad de sus volúmenes carnales.
No podía resistir cerca de ella tanta carne. La odiaba por ello. Al encontrarla en el patio de Villa Códice, regando el jazmín que se alzaba sobre el muro de su costado, se le acercó y la tocó. Puso su mano añosa sobre el vientre de la de abajo. Su cuerpo revivió a los deseos de juventud, en apenas unos segundos recordó el orgasmo hasta el desmayo, deseando poder deslizar la palma hasta la entre pierna apretada de la otra. La de abajo, sobresaltada, la miró.
- ¡Por Dios que has engordado últimamente!- exclamó, la sonrisa detenida en el rictus cínico, la barbilla apenas conteniendo en estertores la excitación, mientras retiraba la mano de la carne de la otra.
Algunos instantes, la de abajo se quedó perpleja. El aroma del jazmín brotó al contacto del agua.
Entonces reaccionó:
- Sí. Mejor eso que una vieja seca a la que solo se le ven los huesos bajo la piel.
- Ah, pero tú todavía eres muy joven para estar tan "gordita".
- Y usted lo suficientemente vieja para estar seca... por todos lados.
La casera sostuvo la mirada, el costado derecho de su cuerpo temblando sin voluntad, con un párpado que se le caía.
- ¿Viste lo lindo que está mi jazmín? Mañana te doy una vitamina para que el tuyo mejore de aspecto.
- Sí, claro.
La casera entró en su casa apenas arrastrando una pierna sin mirar para atrás. Se tocó la cadera y solo sintió un hueso punzante en su mano.
28 noviembre 2008
La vieja se sentó a la sombra del naranjo maduro.
Era apenas una rama que salía de un macetero grande, se elevaba buscando el sol entre las altas paredes y lucía tres frutos inalcanzables.
Desde abajo, la vieja casera, con un vaso de cerveza, le gritaba a uno de los vecinos de más arriba.
- Así, así, con el palo, dale, un poco más a la izquierda ¡no! a la izquierda, zopenco, a la izquierda ¿nunca aprendiste cúal era la izquierda?
- ¿Para qué?
- ¿Cómo para qué, desgraciada criatura?
- ¿Para qué quiere una naranja? ¿de qué le sirve una sola naranja? ¿por qué no va al supermercado y se compra un kilo de naranjas mejor? Así hace jugo...
- Que saques esa naranja te dicen y te callas.
El vecino colgaba con un palo en la mano por la ventana del segundo piso mientras la vieja escritora lo observaba. Tiraba golpes sin darle nunca a la naranja. Tiraba golpes como si estuviese más entretenido en hacer bailar el palo por el aire mientras la mitad de su cuerpo apenas se sostenía del borde, como si el desafío estuviese en seguirle el ritmo sin caerse, como si lo que quisiera fuera dejar que la fruta se cayera pos sí sola.
- ¡Pobre! - gritó casi acertándole.
- ¡Qué pobre! Es solo una naranja.
- No, pobre la vecina de abajo ¡qué mal lo debe de haber pasado en la comisaría!
La vieja lo miró. No podía ser que no le diera a la naranja. Este tipo algo se traía entre manos. ¿Por qué pobre si ella se la buscó? Nadie la obligó a tomar tanto alcohol ni menos pegarle a una vieja indefensa como ella. No, claro, no era indefensa. No era como esa naranja. Quizás este pobre bastardo quería darle la naranja a la de abajo. Sí, por eso le decía "la pobre", como si fuera pobre, pobre nada.
- Ya. Mañana sigo ¿quiere? ¿por qué no me convida un vaso de cerveza mejor?
- ¡Mírelo! Más encima que quiere regalarle la naranja.
- ¿Qué?
- ¡Que no, que sigas hasta que botes esa naranja!
A esa hora la sombra ya era noche.
Era apenas una rama que salía de un macetero grande, se elevaba buscando el sol entre las altas paredes y lucía tres frutos inalcanzables.
Desde abajo, la vieja casera, con un vaso de cerveza, le gritaba a uno de los vecinos de más arriba.
- Así, así, con el palo, dale, un poco más a la izquierda ¡no! a la izquierda, zopenco, a la izquierda ¿nunca aprendiste cúal era la izquierda?
- ¿Para qué?
- ¿Cómo para qué, desgraciada criatura?
- ¿Para qué quiere una naranja? ¿de qué le sirve una sola naranja? ¿por qué no va al supermercado y se compra un kilo de naranjas mejor? Así hace jugo...
- Que saques esa naranja te dicen y te callas.
El vecino colgaba con un palo en la mano por la ventana del segundo piso mientras la vieja escritora lo observaba. Tiraba golpes sin darle nunca a la naranja. Tiraba golpes como si estuviese más entretenido en hacer bailar el palo por el aire mientras la mitad de su cuerpo apenas se sostenía del borde, como si el desafío estuviese en seguirle el ritmo sin caerse, como si lo que quisiera fuera dejar que la fruta se cayera pos sí sola.
- ¡Pobre! - gritó casi acertándole.
- ¡Qué pobre! Es solo una naranja.
- No, pobre la vecina de abajo ¡qué mal lo debe de haber pasado en la comisaría!
La vieja lo miró. No podía ser que no le diera a la naranja. Este tipo algo se traía entre manos. ¿Por qué pobre si ella se la buscó? Nadie la obligó a tomar tanto alcohol ni menos pegarle a una vieja indefensa como ella. No, claro, no era indefensa. No era como esa naranja. Quizás este pobre bastardo quería darle la naranja a la de abajo. Sí, por eso le decía "la pobre", como si fuera pobre, pobre nada.
- Ya. Mañana sigo ¿quiere? ¿por qué no me convida un vaso de cerveza mejor?
- ¡Mírelo! Más encima que quiere regalarle la naranja.
- ¿Qué?
- ¡Que no, que sigas hasta que botes esa naranja!
A esa hora la sombra ya era noche.
19 noviembre 2008
Encierro
Encerrada, no le quedó más que pensar.
Esta vez, la casera no la fue a buscar. Después del altercado pugilístico en el restaurante italiano, la vieja enfiló a Villa Códice, dejando a su suerte a la de abajo. Bien se lo merecía, pensaba, pendeja de veintiseis años dándoselas de mujer. La verdad es que no soportaba su suerte. La de ella y la de ella, por partida doble. Está bueno matar a alguien, pensó, pero si yo hablara, si yo hablara de la cocina y de lo que vi esa noche, no pasaría una noche en la comisaría, no, años en la cárcel, entonces ¿que haría?
Estaría obligada a escribir. Podría escribir todos los días todo el día. La vida sería mucho más fácil, las rutinas claras, la comida insípida, ningún otro horizonte que el cuarto compartido, ningún otro objetivo que llenar la famosa hoja en blanco, ése sería el destino si descubrieran el cuerpo bajo las baldosas de la cocina remodelada. La vida se limitaría a la responsabilidad de escribir.
Ya en la casa, la casera se encerró en la biblioteca y acarició sus libros, los olió, los besó, aroma a tinta añeja, a vida añeja, hija de puta, tan joven y yo con una pata en la tumba, la vulva seca, secarte en la cárcel, eso es lo que te mereces, que tu vientre se hinche, las tetas se te caigan, que cuando salgas no haya un solo pene a tu alrededor.
No pienso en el pene, pensó, sino en la hoja en blanco, yo soy esa hoja en blanco, tú ya estás toda surcada por el peso de la pluma, del lápiz o de la tinta impregnada en tu fibra, estás seca, tu cerebro seco ¿qué harás ahora?
La casera lloró. Lloró a oscuras y borracha sobre sus libros, que no se atrevía a leer otra vez.
La de abajo lloró. Lloró encerrada, a oscuras y borracha. Ella sólo deseaba llenar la hoja en blanco.
Esta vez, la casera no la fue a buscar. Después del altercado pugilístico en el restaurante italiano, la vieja enfiló a Villa Códice, dejando a su suerte a la de abajo. Bien se lo merecía, pensaba, pendeja de veintiseis años dándoselas de mujer. La verdad es que no soportaba su suerte. La de ella y la de ella, por partida doble. Está bueno matar a alguien, pensó, pero si yo hablara, si yo hablara de la cocina y de lo que vi esa noche, no pasaría una noche en la comisaría, no, años en la cárcel, entonces ¿que haría?
Estaría obligada a escribir. Podría escribir todos los días todo el día. La vida sería mucho más fácil, las rutinas claras, la comida insípida, ningún otro horizonte que el cuarto compartido, ningún otro objetivo que llenar la famosa hoja en blanco, ése sería el destino si descubrieran el cuerpo bajo las baldosas de la cocina remodelada. La vida se limitaría a la responsabilidad de escribir.
Ya en la casa, la casera se encerró en la biblioteca y acarició sus libros, los olió, los besó, aroma a tinta añeja, a vida añeja, hija de puta, tan joven y yo con una pata en la tumba, la vulva seca, secarte en la cárcel, eso es lo que te mereces, que tu vientre se hinche, las tetas se te caigan, que cuando salgas no haya un solo pene a tu alrededor.
No pienso en el pene, pensó, sino en la hoja en blanco, yo soy esa hoja en blanco, tú ya estás toda surcada por el peso de la pluma, del lápiz o de la tinta impregnada en tu fibra, estás seca, tu cerebro seco ¿qué harás ahora?
La casera lloró. Lloró a oscuras y borracha sobre sus libros, que no se atrevía a leer otra vez.
La de abajo lloró. Lloró encerrada, a oscuras y borracha. Ella sólo deseaba llenar la hoja en blanco.
17 noviembre 2008
En "Il Bacio"
Después de tres o cuatro tragos asimilados en el cerebro, la de abajo le preguntó:
-Bueno, usted ¿alguna vez escribió?
-¿Yo?
- Sí, claro...
- Como todo el mundo, un diario, unas cartas, sí, por supuesto.
- No, quiero decir cuentos o novelas, un libro publicado, por ejemplo.
La casera bebió un sorbo grande de gin tonic. La de abajo pensó que la tenía acorralada y celebraba el éxito de su tesis. La vieja pensó largo rato. Cierto vago sentimiento de culpa, por el golpe en la cabeza de su vecina, le hacía considerar revelar su secreto, pero, en realidad, ese sentimiento se diluia cada vez más en el gas de la tónic.
- Una vez-, aclaró la voz- escribí una novelita para niños.
- ¡Una novelita para niños!
Touchée. La de abajo no se lo esperaba.
- Sí, una novelita para niños. Un editor, amigo mío, de una importante editorial, se atrevió a publicarlo, pero fue un fracaso rotundo. Él perdió su trabajo.
- ¿Sí? ¿Por qué?
- Bueno, la crítica dijo que tenía una "prosa débil".
- ¿Prosa débil? ¿Qué querían decir?
- No sé, tú eres la estudiante de literatura. Además, dijeron que la escritura era "tendenciosa en lo relativo a la descripción de los personajes, conduciendo la atención de los niños a los defectos de éstos". Ese, que yo recuerde, fui mi primer y único intento de escribir y publicar.
La de abajo no le creía, la estaba alejando de la verdad con la patraña de una literatura infantil, estaba segura que esa mujer era Rosa Cálida, estaba segura de que una mujer con ese impulso sexual que toda Villa Códice conocía era incapaz de escribir dos líneas para niños.
La casera y la de abajo bebieron otros largos sorbos sin quitarse la vista de encima.
- No le creo. Una persona no deja de escribir porque la crítica es negativa para ella. Usted seguramente escribió otras cosas que no me quiere contar.
En este punto la casera ya estaba cansada de la debilidad de su culpa. No tenía por qué contarle nada a esta pequeña golfa en la que ya había invertido suficiente tiempo y dinero debido a un cenicero mal encaminado. De pronto, sintió que se traicionaba a sí misma agasajando a la de abajo que, en rigor, tenía tanto más que ella. Sin duda, observó, hace falta que sólo mire a su alrededor para que alguno de esos machos se levante y le conceda todos los favores que quisiera. En cuanto a ella misma, tendría que hacer esfuerzos intelectuales de trapecio para que un hombre pasara por sobre sus arrugas hasta su entrepierna.
- ¡Tonta putita!- suspiró en voz baja, pero la de abajo escuchó.
- ¿Qué?
- Lo que dije, ya sabes...
No queda registro en la mente de nadie el momento exacto en que ambas mujeres se confundieron en una sola ola de golpes sobre la mesa. La de abajo se llevó la peor parte, pero por ser la más joven y, por lo tanto, la más fuerte terminó encerrada en la comisaría de turno.
-Bueno, usted ¿alguna vez escribió?
-¿Yo?
- Sí, claro...
- Como todo el mundo, un diario, unas cartas, sí, por supuesto.
- No, quiero decir cuentos o novelas, un libro publicado, por ejemplo.
La casera bebió un sorbo grande de gin tonic. La de abajo pensó que la tenía acorralada y celebraba el éxito de su tesis. La vieja pensó largo rato. Cierto vago sentimiento de culpa, por el golpe en la cabeza de su vecina, le hacía considerar revelar su secreto, pero, en realidad, ese sentimiento se diluia cada vez más en el gas de la tónic.
- Una vez-, aclaró la voz- escribí una novelita para niños.
- ¡Una novelita para niños!
Touchée. La de abajo no se lo esperaba.
- Sí, una novelita para niños. Un editor, amigo mío, de una importante editorial, se atrevió a publicarlo, pero fue un fracaso rotundo. Él perdió su trabajo.
- ¿Sí? ¿Por qué?
- Bueno, la crítica dijo que tenía una "prosa débil".
- ¿Prosa débil? ¿Qué querían decir?
- No sé, tú eres la estudiante de literatura. Además, dijeron que la escritura era "tendenciosa en lo relativo a la descripción de los personajes, conduciendo la atención de los niños a los defectos de éstos". Ese, que yo recuerde, fui mi primer y único intento de escribir y publicar.
La de abajo no le creía, la estaba alejando de la verdad con la patraña de una literatura infantil, estaba segura que esa mujer era Rosa Cálida, estaba segura de que una mujer con ese impulso sexual que toda Villa Códice conocía era incapaz de escribir dos líneas para niños.
La casera y la de abajo bebieron otros largos sorbos sin quitarse la vista de encima.
- No le creo. Una persona no deja de escribir porque la crítica es negativa para ella. Usted seguramente escribió otras cosas que no me quiere contar.
En este punto la casera ya estaba cansada de la debilidad de su culpa. No tenía por qué contarle nada a esta pequeña golfa en la que ya había invertido suficiente tiempo y dinero debido a un cenicero mal encaminado. De pronto, sintió que se traicionaba a sí misma agasajando a la de abajo que, en rigor, tenía tanto más que ella. Sin duda, observó, hace falta que sólo mire a su alrededor para que alguno de esos machos se levante y le conceda todos los favores que quisiera. En cuanto a ella misma, tendría que hacer esfuerzos intelectuales de trapecio para que un hombre pasara por sobre sus arrugas hasta su entrepierna.
- ¡Tonta putita!- suspiró en voz baja, pero la de abajo escuchó.
- ¿Qué?
- Lo que dije, ya sabes...
No queda registro en la mente de nadie el momento exacto en que ambas mujeres se confundieron en una sola ola de golpes sobre la mesa. La de abajo se llevó la peor parte, pero por ser la más joven y, por lo tanto, la más fuerte terminó encerrada en la comisaría de turno.
15 noviembre 2008
El secreto
La casera también era una escritora anónima. Muy pocos sabían que había publicado varios libros eróticos con el pseudónimo Rosa Cálida. Deslenguada, atrevida, mordaz y correcta en el uso del lenguaje, había dicho uno de los críticos más importantes varios años atrás; sin embargo, sus libros habían desaparecido durante la dictadura, la mayoría de los ejemplares quemados, hoy solo unos poco coleccionistas se podían jactar de tener en su biblioteca títulos como "La vana vanidad de sus labios" o "Nunca más estarás dentro". Era su secreto.
Tenía una casa de pensión en Villa Códice para poder sobrevivir. Si bien los derechos de autor por sus obras le permitieron comprar esta vivienda, hace tiempo, debido a la quema, ya no recibía regalías y el Estado le daba una pensión asistencial mínima.
La de abajo algo sospechaba. Estudiante de literatura, se había encontrado con recortes de diarios donde se mencionaba el nombre de Rosa Cálida y uno de sus maestros, viejo escritor que no cesaba en el intento de obtener los favores sexuales de la joven, le hizo una descripción detallada de la narradora que encajaba con su vecina, la casera.
De manera que la tarde en que la casera la invitó a cenar al carísimo restaurante italiano "Il bacio", la joven estaba dispuesta a descubrir su identidad de escritora como fuera posible. Sería, pensaba, una magnífica oportunidad para realizar su tesis de titulación.
Se sentaron frente a frente. Ambas se observaban con desconfianza, pero aparentaban simpatía la una por la otra.
- ¿Un trago?
- Por supuesto.
Tenía una casa de pensión en Villa Códice para poder sobrevivir. Si bien los derechos de autor por sus obras le permitieron comprar esta vivienda, hace tiempo, debido a la quema, ya no recibía regalías y el Estado le daba una pensión asistencial mínima.
La de abajo algo sospechaba. Estudiante de literatura, se había encontrado con recortes de diarios donde se mencionaba el nombre de Rosa Cálida y uno de sus maestros, viejo escritor que no cesaba en el intento de obtener los favores sexuales de la joven, le hizo una descripción detallada de la narradora que encajaba con su vecina, la casera.
De manera que la tarde en que la casera la invitó a cenar al carísimo restaurante italiano "Il bacio", la joven estaba dispuesta a descubrir su identidad de escritora como fuera posible. Sería, pensaba, una magnífica oportunidad para realizar su tesis de titulación.
Se sentaron frente a frente. Ambas se observaban con desconfianza, pero aparentaban simpatía la una por la otra.
- ¿Un trago?
- Por supuesto.
12 noviembre 2008
Después del cenicero fugaz
La de abajo no alcanzó a darse cuenta de que volaba hacia ella el cenicero de cristal. Todo lo que vio fue un brillo en el cielo y pidió un deseo. Ahora, hace horas, hace años, hace siglos que siente que tiene un pene apretado en su mano. Al comienzo era una sensacion grata y excitante y quiso llevárselo a la boca; sin embargo, los músculos no respondieron a la orden del cerebro y una leve angustia se instaló en alguna parte de ella. Una y otra vez lo intentó, hasta que el deseo y la excitación se volvieron un tormento, tener en la mano algo que nos puede dar placer, pero que es imposible alcanzar. Unos años después, la humedad y la piel rugosa comenzaron a disgustarle y, al año siguiente, experimentaba arcadas. Prefirió intentar pensar en otra cosa, pero cuando no sentía el calor mojado entre sus dedos, sólo podía ver esa lucecita en el cielo, moviéndose como una estrella fugaz, mientras pedía un deseo que no podía recordar. A veces le parecía que estaba a punto de salirse de su cuerpo, pero solo sus pies y piernas alcanzaban a levantarse en forma de gas u, otra veces, lograba incluso llegar al pecho; en cambio sus manos estaban estacadas a una superficie.
La casera no había dejado de visitar a su vecina en el hospital. La noche del evento nadie dijo nada, aunque todos habían visto todo. Al llegar la ambulancia, callaron. No quisieron que Villa Códice se ensuciara con los pormenores sexuales de sus habitantes, que se convirtiera en una suerte de farándula de portada barata, que la casera se transformara en la vieja libidinosa a la cual, por un lado o por otro, juzgarían. Algunos saben, como los vecinos de Villa Códice, que las mujeres de más de setenta años, a veces adjetivadas con el sucraloso "ancianita", pueden experimentar deseos sexuales incluso más intensos que los de una joven de veinte años, que son las que más compran viagra para sus parejas (muchos de los cuales mueren felices, ya sabemos), mientras que otra parte de la población prefiere pensar que ya a cierta edad "esas cosas" han desaparecido por completo de la vida de las mujeres, situándolas en una suerte de altar virginal, solo compartido por María misma y las madres abnegadas.
Al tercer día, la de abajo volvió en sí y lo primero que vio fue el rostro de la casera. No fue exactamente como volver a nacer y observar los ojos de la madre; sin embargo, el pene de su mano se esfumó por fin. La casera entró en mil explicaciones que la de abajo no alcanzaba a escuchar, su cabeza todavía estaba metida en una suerte de globo rojo, no tenía idea cuántos siglos habían pasado, si es que había vivido antes, ni siquiera tenía conciencia de su cuerpo.
Esa misma tarde ya estaba consciente otra vez. En el intertanto, la casera se percató de que la de abajo no recordaba nada y, ahora, se ahorró las explicaciones. Uno de los vecinos ofreció su automóvil para traerla de regreso a casa y durante la semana siguiente la casera se encargó de cuidar a su vecina con mimos que resultaban sospechosos. La de abajo prefirió no preguntar nada y entregarse a los cuidados excesivos por mucho más tiempo del necesario.
La casera no había dejado de visitar a su vecina en el hospital. La noche del evento nadie dijo nada, aunque todos habían visto todo. Al llegar la ambulancia, callaron. No quisieron que Villa Códice se ensuciara con los pormenores sexuales de sus habitantes, que se convirtiera en una suerte de farándula de portada barata, que la casera se transformara en la vieja libidinosa a la cual, por un lado o por otro, juzgarían. Algunos saben, como los vecinos de Villa Códice, que las mujeres de más de setenta años, a veces adjetivadas con el sucraloso "ancianita", pueden experimentar deseos sexuales incluso más intensos que los de una joven de veinte años, que son las que más compran viagra para sus parejas (muchos de los cuales mueren felices, ya sabemos), mientras que otra parte de la población prefiere pensar que ya a cierta edad "esas cosas" han desaparecido por completo de la vida de las mujeres, situándolas en una suerte de altar virginal, solo compartido por María misma y las madres abnegadas.
Al tercer día, la de abajo volvió en sí y lo primero que vio fue el rostro de la casera. No fue exactamente como volver a nacer y observar los ojos de la madre; sin embargo, el pene de su mano se esfumó por fin. La casera entró en mil explicaciones que la de abajo no alcanzaba a escuchar, su cabeza todavía estaba metida en una suerte de globo rojo, no tenía idea cuántos siglos habían pasado, si es que había vivido antes, ni siquiera tenía conciencia de su cuerpo.
Esa misma tarde ya estaba consciente otra vez. En el intertanto, la casera se percató de que la de abajo no recordaba nada y, ahora, se ahorró las explicaciones. Uno de los vecinos ofreció su automóvil para traerla de regreso a casa y durante la semana siguiente la casera se encargó de cuidar a su vecina con mimos que resultaban sospechosos. La de abajo prefirió no preguntar nada y entregarse a los cuidados excesivos por mucho más tiempo del necesario.
11 noviembre 2008
Lo de la casera
Lo que la casera más codiciaba eran los hombres de la del piso de abajo. Era una señora de más de setenta años que mantenía una pensión para hombres solos y con trabajo en su casa. Algunos eran jóvenes. Luego de un par de cervezas, le solía decir a sus amigas, sentadas en el patio central: "lo que yo necesito es un hombre de unos cuarenta y cinco años, potente, fuerte, vertiginoso y no un viejo decrépito al que no se la para sin viagra".
El viejo decrépito tenía ochenta años, varias propiedades y fondos mutuos que se iban adelgazando con la casera y con una amante de treinta años, esposa de un taxista cansado que veía con buenos ojos el nuevo ingreso de su mujer, mal que mal había deudas que pagar.
El viejo decrépito se murió un día en Brasil de un ataque al corazón: la casera le había tal sobredosis del fármaco.
A los setenta años no es fácil conseguir amantes jóvenes, bien lo sabe la casera. Desde el segundo piso observa los movimientos de la planta baja. Allí el tiempo no se desperdicia, piensa. Más tarde, a eso de las tres de las madrugada, los gritos y quejidos de placer no la dejan dormir. Se levanta con un pesado cenicero de cristal:
- ¡Cállate, puta de mierda!, le grita a la de abajo.
La de abajo se asoma con las tetas al aire y besándose con una amiga. Atrás observa un muchacho desnudo.
- ¡Hasta cuándo gritas, bataclana!, insiste la casera.
La de abajo se ríe, toma a su amigo del pene y se lo muestra por la ventana:
- Esto es lo que quieres, vieja envidiosa.
La casera no soporta tanta ofensa, se le revuelve el estómago, nubla la vista y la sangre se le agolpa en la mano que sostiene el cenicero, sin poder controlar todo el temblor de su cuerpo.
Los vecinos de Villa Códice lo vieron todo. El cenicero voló desde el segundo piso hasta la cabeza de la de abajo, que cayó inconsciente (y desnuda) al patio del naranjo solitario, mientras la casera bajaba llorando "malditos hombres, malditos hombres, maldito pene ausente".
El viejo decrépito tenía ochenta años, varias propiedades y fondos mutuos que se iban adelgazando con la casera y con una amante de treinta años, esposa de un taxista cansado que veía con buenos ojos el nuevo ingreso de su mujer, mal que mal había deudas que pagar.
El viejo decrépito se murió un día en Brasil de un ataque al corazón: la casera le había tal sobredosis del fármaco.
A los setenta años no es fácil conseguir amantes jóvenes, bien lo sabe la casera. Desde el segundo piso observa los movimientos de la planta baja. Allí el tiempo no se desperdicia, piensa. Más tarde, a eso de las tres de las madrugada, los gritos y quejidos de placer no la dejan dormir. Se levanta con un pesado cenicero de cristal:
- ¡Cállate, puta de mierda!, le grita a la de abajo.
La de abajo se asoma con las tetas al aire y besándose con una amiga. Atrás observa un muchacho desnudo.
- ¡Hasta cuándo gritas, bataclana!, insiste la casera.
La de abajo se ríe, toma a su amigo del pene y se lo muestra por la ventana:
- Esto es lo que quieres, vieja envidiosa.
La casera no soporta tanta ofensa, se le revuelve el estómago, nubla la vista y la sangre se le agolpa en la mano que sostiene el cenicero, sin poder controlar todo el temblor de su cuerpo.
Los vecinos de Villa Códice lo vieron todo. El cenicero voló desde el segundo piso hasta la cabeza de la de abajo, que cayó inconsciente (y desnuda) al patio del naranjo solitario, mientras la casera bajaba llorando "malditos hombres, malditos hombres, maldito pene ausente".
02 noviembre 2008
Villa Códice
Lo hermoso de Villa Códice es el patio central. A él confluyen la mayoría de las ventanas de las habitaciones. Si un residente se siente aburrido o abrumado por el peso de la vida, simplemente se asoma en la penumbra a espiar a sus vecinos. A una de las caseras le fascina sobremanera contar a los amantes de la mujer del piso de abajo. Durante estos doce años ha llevado una libretita para tales efectos y la mujer de abajo se preocupó de diseñar un enorme ventanal sin cortinas para facilitarle la tarea a la comunidad, incluso antes de remodelar la cocina.
Las dos mujeres se preocuparon de plantar un naranjo justo en el centro del patio.
- Es más bello que un estanque de carpas- dijo la de abajo.
- Y las naranjas armonizan perfectamente con el juego del living de su casa- agregó la casera.
- Ciertamente.
- Ciertamente.
Las dos mujeres se preocuparon de plantar un naranjo justo en el centro del patio.
- Es más bello que un estanque de carpas- dijo la de abajo.
- Y las naranjas armonizan perfectamente con el juego del living de su casa- agregó la casera.
- Ciertamente.
- Ciertamente.
08 octubre 2008
(1) Nunca más Rosa
Rosa llegó a la estación a las 8:31, después del accidente. Su bus acababa de partir y debería esperar otra media hora más. Se dejó caer en una de las bancas al sol. Contemplaba el trajín de las gentes, llegando, saliendo, bebiendo un café, fumando el último cigarrillo antes de subir. Sin darse cuenta, su vista se detuvo en un hombre frente a ella, al borde del andén y pensó, como si el pensamiento fuera de otra, que así era el hombre que siempre había deseado y, como si todavía no pudiese recuperar su identidad, mantuvo la mirada que él le dirigió.
Pasaron diez minutos en que Rosa estuvo sentada contemplando al sujeto mientras él, de vez en vez, giraba sobre sí mismo para devolverle la mirada.
Esto es absurdo. Debo hacer algo.
Se había olvidado de Andrés desde el instante en que decidió dirigirse a la estación en lugar de llamar a su esposo para avisarle del accidente que acaba de ocurrir, desde ese momento, cuando enfilaba sus pasos en la dirección opuesta a su hogar, la decisión del olvido era irrevocable y, con el olvido, la suplantación de una nueva identidad era necesaria.
El hombre la observó por última vez y subió al bus. Un impulso involuntario hizo saltar a Rosa del asiento. Se apoyó en una de las columnas mientras lloraba en silencio. Una opresión de pérdida le dificultaba respirar. Sintió que dejaba ir a alguien importante, que en ese bus se iba la persona con la que había vivido un amor que, sin embargo, nunca había vivido.
Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo ¿qué puedo hacer?
La máquina encendía los motores, los últimos pasajeros abordaban y Rosa, sin controlar ya sus pensamientos ni sus actos, corrió, subió al bus también y buscó al hombre del suéter verde y las manos grandes. Al verse sonrieron. Rosa se sentó a su lado y quiso presentarse.
Inesperadamente se dio cuenta de que no sabía cúal era su nombre ahora ni a dónde se dirigía en ese viaje.
Pasaron diez minutos en que Rosa estuvo sentada contemplando al sujeto mientras él, de vez en vez, giraba sobre sí mismo para devolverle la mirada.
Esto es absurdo. Debo hacer algo.
Se había olvidado de Andrés desde el instante en que decidió dirigirse a la estación en lugar de llamar a su esposo para avisarle del accidente que acaba de ocurrir, desde ese momento, cuando enfilaba sus pasos en la dirección opuesta a su hogar, la decisión del olvido era irrevocable y, con el olvido, la suplantación de una nueva identidad era necesaria.
El hombre la observó por última vez y subió al bus. Un impulso involuntario hizo saltar a Rosa del asiento. Se apoyó en una de las columnas mientras lloraba en silencio. Una opresión de pérdida le dificultaba respirar. Sintió que dejaba ir a alguien importante, que en ese bus se iba la persona con la que había vivido un amor que, sin embargo, nunca había vivido.
Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo ¿qué puedo hacer?
La máquina encendía los motores, los últimos pasajeros abordaban y Rosa, sin controlar ya sus pensamientos ni sus actos, corrió, subió al bus también y buscó al hombre del suéter verde y las manos grandes. Al verse sonrieron. Rosa se sentó a su lado y quiso presentarse.
Inesperadamente se dio cuenta de que no sabía cúal era su nombre ahora ni a dónde se dirigía en ese viaje.
30 septiembre 2008
La cocina por fin está remodelada
Caminar por el piso blanco y negro de la cocina remodelada significaba un placer mucho más profundo que un orgasmo. Ponía un pie aquí y se decía "aquí está la cabeza", daba un pequeño paso "acá el pecho con un corazón inútil", otro paso "por aquí ya no quedará nada". Horas enteras podía pasar distraída en el juego de ajedrez que cubría el cuerpo de la víctima. Uno de los niños le tira la falda:
- Quisiera tener un cráneo.
- Espera unos años más y te regalo uno.
- No, me gustaría uno ahora.
Había leído recientemente que si se quemaba un cuerpo, los huesos quedadan limpios y blancos, pero no sabía si valía la pena, para ello, romper el piso de la cocina remodelada.
- Quisiera tener un cráneo.
- Espera unos años más y te regalo uno.
- No, me gustaría uno ahora.
Había leído recientemente que si se quemaba un cuerpo, los huesos quedadan limpios y blancos, pero no sabía si valía la pena, para ello, romper el piso de la cocina remodelada.
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