Lo que la casera más codiciaba eran los hombres de la del piso de abajo. Era una señora de más de setenta años que mantenía una pensión para hombres solos y con trabajo en su casa. Algunos eran jóvenes. Luego de un par de cervezas, le solía decir a sus amigas, sentadas en el patio central: "lo que yo necesito es un hombre de unos cuarenta y cinco años, potente, fuerte, vertiginoso y no un viejo decrépito al que no se la para sin viagra".
El viejo decrépito tenía ochenta años, varias propiedades y fondos mutuos que se iban adelgazando con la casera y con una amante de treinta años, esposa de un taxista cansado que veía con buenos ojos el nuevo ingreso de su mujer, mal que mal había deudas que pagar.
El viejo decrépito se murió un día en Brasil de un ataque al corazón: la casera le había tal sobredosis del fármaco.
A los setenta años no es fácil conseguir amantes jóvenes, bien lo sabe la casera. Desde el segundo piso observa los movimientos de la planta baja. Allí el tiempo no se desperdicia, piensa. Más tarde, a eso de las tres de las madrugada, los gritos y quejidos de placer no la dejan dormir. Se levanta con un pesado cenicero de cristal:
- ¡Cállate, puta de mierda!, le grita a la de abajo.
La de abajo se asoma con las tetas al aire y besándose con una amiga. Atrás observa un muchacho desnudo.
- ¡Hasta cuándo gritas, bataclana!, insiste la casera.
La de abajo se ríe, toma a su amigo del pene y se lo muestra por la ventana:
- Esto es lo que quieres, vieja envidiosa.
La casera no soporta tanta ofensa, se le revuelve el estómago, nubla la vista y la sangre se le agolpa en la mano que sostiene el cenicero, sin poder controlar todo el temblor de su cuerpo.
Los vecinos de Villa Códice lo vieron todo. El cenicero voló desde el segundo piso hasta la cabeza de la de abajo, que cayó inconsciente (y desnuda) al patio del naranjo solitario, mientras la casera bajaba llorando "malditos hombres, malditos hombres, maldito pene ausente".
11 noviembre 2008
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