La de abajo no alcanzó a darse cuenta de que volaba hacia ella el cenicero de cristal. Todo lo que vio fue un brillo en el cielo y pidió un deseo. Ahora, hace horas, hace años, hace siglos que siente que tiene un pene apretado en su mano. Al comienzo era una sensacion grata y excitante y quiso llevárselo a la boca; sin embargo, los músculos no respondieron a la orden del cerebro y una leve angustia se instaló en alguna parte de ella. Una y otra vez lo intentó, hasta que el deseo y la excitación se volvieron un tormento, tener en la mano algo que nos puede dar placer, pero que es imposible alcanzar. Unos años después, la humedad y la piel rugosa comenzaron a disgustarle y, al año siguiente, experimentaba arcadas. Prefirió intentar pensar en otra cosa, pero cuando no sentía el calor mojado entre sus dedos, sólo podía ver esa lucecita en el cielo, moviéndose como una estrella fugaz, mientras pedía un deseo que no podía recordar. A veces le parecía que estaba a punto de salirse de su cuerpo, pero solo sus pies y piernas alcanzaban a levantarse en forma de gas u, otra veces, lograba incluso llegar al pecho; en cambio sus manos estaban estacadas a una superficie.
La casera no había dejado de visitar a su vecina en el hospital. La noche del evento nadie dijo nada, aunque todos habían visto todo. Al llegar la ambulancia, callaron. No quisieron que Villa Códice se ensuciara con los pormenores sexuales de sus habitantes, que se convirtiera en una suerte de farándula de portada barata, que la casera se transformara en la vieja libidinosa a la cual, por un lado o por otro, juzgarían. Algunos saben, como los vecinos de Villa Códice, que las mujeres de más de setenta años, a veces adjetivadas con el sucraloso "ancianita", pueden experimentar deseos sexuales incluso más intensos que los de una joven de veinte años, que son las que más compran viagra para sus parejas (muchos de los cuales mueren felices, ya sabemos), mientras que otra parte de la población prefiere pensar que ya a cierta edad "esas cosas" han desaparecido por completo de la vida de las mujeres, situándolas en una suerte de altar virginal, solo compartido por María misma y las madres abnegadas.
Al tercer día, la de abajo volvió en sí y lo primero que vio fue el rostro de la casera. No fue exactamente como volver a nacer y observar los ojos de la madre; sin embargo, el pene de su mano se esfumó por fin. La casera entró en mil explicaciones que la de abajo no alcanzaba a escuchar, su cabeza todavía estaba metida en una suerte de globo rojo, no tenía idea cuántos siglos habían pasado, si es que había vivido antes, ni siquiera tenía conciencia de su cuerpo.
Esa misma tarde ya estaba consciente otra vez. En el intertanto, la casera se percató de que la de abajo no recordaba nada y, ahora, se ahorró las explicaciones. Uno de los vecinos ofreció su automóvil para traerla de regreso a casa y durante la semana siguiente la casera se encargó de cuidar a su vecina con mimos que resultaban sospechosos. La de abajo prefirió no preguntar nada y entregarse a los cuidados excesivos por mucho más tiempo del necesario.
12 noviembre 2008
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