18 septiembre 2005

Certeza fatal

Algunas noches, pues siempre ocurre cuando la luz se ha desvanecido, me asalta la certeza de la muerte. Es difícil trasmitirlo. En aquellas ocasiones me hago conciente de mi mortalidad, del deterioro del cuerpo, del paso del tiempo, de la nimiedad de la (mi) existencia.

Suelo levantarme, pasear, ver mis trabajos, empezar uno nuevo, para disipar la angustia que me persigue como una rata asustada por los rincones de mi casa.

Sueño.

Una habitación clara, una gran cama al centro, al costado una silla contra la ventana enorme, fresca, ventosa y sentado en la silla, él. Me parece que intento algún tipo de reconciliación o de entedimiento, pero él mantiene la distancia, repitiendo, como siempre, siento un gran afecto por ti, que se golpea como un martilleo en mi mente, como una cefalea, siento un gran afecto por ti, siento un gran afecto por ti, palabras que van tejiendo un alambre de púas a su alrededor... una rata enorme, horrible, mojada, surge por entre las tablas. Está desesperada, corre, choca contra los muros, los muebles. Yo le grito que abra la puerta. Él se ríe de mí. Por favor, que abra la puerta para que el animal encuentre una salida. Él sigue riendo. La rata trepa por las sábanas y sube por mi cuerpo enterrando sus garras filosas en mi carne. Me duele. Le pido que me la saque, pero él no deja de reir como si presenciara el teatro más absurdo. La rata llega a mi nuca, se mete bajo el pelo, hunde los colmillos en mis venas.

La misma rata me persigue ciertas noches con la certeza de la muerte. No sé qué hacer, si es que tengo que hacer algo, de pronto se me desvanecen todos los sentidos que me he inventado y me pregunto cómo irá a ser ese momento, pero sobre todo para qué... para qué todo.

Sueño.

La casa de mi abuela, de mi infancia, por primera vez no está en mis sueños, sino que se levanta el edificio que en realidad ahora tapa ese suelo que fue nuestro. Lloro un momento, camino por la calle Suecia hacia la avenida Irarrázaval y, como nunca antes, me siento perdida. Me parece simple tomar una micro que me lleve por la Alameda. Me equivoco, se interna en barrios desconocidos y oscuros y, cuando creo reconocer una plaza, me bajo. ¿Cómo pude confundir la plaza? Camino entre las casas, me meto por calles sin salida, paso por el lado de dos hombres que me fuman apoyados en un poste, los miro bien, son exactamente iguales. Más allá, dos chicas deciden ayudarme y una de ellas se ofrece a salir conmigo hacia la avenida principal. Me siento más segura con ella, vamos de la mano. De pronto vemos que una chica que se está drogando nos observa e, inmediatamente, corre hacia nosotras con un cuchillo. Luchamos y yo sólo pienso que no quiero morir, pero antes de terminar siento que, por la espalda, me penetra el cuchillo y comienzo a desvanecerme hasta caer al suelo herida. No puedo ver que fue de la niña que me acompañaba y pido que, por favor, llegue una ambulancia, antes de que ya no resista más el desangramiento. La chica drogadicta se va con mi mochila, mi abrigo, indiferente, la veo alejarse en medio de la bruma de mis ojos.

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