Al morir mi padre, ante la vulnerabilidad de mi madre, transité por una serie de colegios hasta que llegué a uno privado de unas hermanas inglesas: Dacia, Marjorie y Connie. Miss Dacia era la directora, miss Marjorie era la profesora de inglés y miss Connie era la profesora básica que me recibió comprensiva y cariñosamente a los siete años. Ella se preocupó de que los otros niños me integraran al grupo que ya venía unido desde el prekinder. Recuerdo que la sala era grande, de amplios ventanales que daban a un patio por entonces extenso en la precordillera de Santiago y que daba la sensación de estar en medio del campo, pues al salir aún se podían ver en las parcelas adyacentes vacas pastando y mujeres cosechando moras. El colegio de a poco se fue atiborrando de edificios, el barrio de nuevas casas y calles y nosotros creciendo imperceptiblemente. A lo largo de esos años, miss Connie siempre me quiso especialmente, tal vez viendo cómo sus criaturitas se iban trasformando en niños y niñas, en hombrecitos y mujercitas porque ya estábamos al borde de la pubertad, en algunos despertando ciertas sensibilidades antes que en otros. Y de pronto mis compañeros comenzaron a interesarse más en hacer agujeros en los camarines que en la clase de gimnasia. Yo que siempre dibujé, que siempre fui lenta hasta en mi desarrollo hormonal no me di cuenta de este cambio y accedía feliz a dibujar a mis compañeras desnudas en el camarín para después cambiar las láminas de tal o cual por colaciones más apetitosas que las mías. Y también sin apercibirme de ello, comencé a recibir los más insólitos agarrones en el trasero que respondía, a mi acostumbrada manera, con puñetazos y patadas. A pesar de ello, mis compañeros, y hasta algunos del curso paralelo, no escarmentaban y más bien aumentaban sus toqueteos hasta que un día tomé a uno de ellos por los cabellos, lo giré como trompo y luego lo lancé por un desnivel de terreno. El chico quedó bastante mal y su madre fue a reclamar a la dirección. Una vez más de todos esos años, míster Calderón, que no sé bien qué función cumplía, me llamó a su oficina en el edificio principal.
- Pero, Niñita- y era el único que me trataba con ese diminutivo- ¿por qué le pega a sus compañeros?
- Porque me agarran el culo, míster.
- Ay, Niñita, pero una señorita como usted no puede comportarse así. Usted lo que debiera hacer es informar a algún profesor o inspector del colegio para que castigue a esos chicos.
De manera que decidí tomar los consejos de míster Calderón y esperar la próxima ocasión en que algunos de mis amigos osara tocarme el trasero otra vez. Por supuesto la ocasión no tardó en llegar. Ocurrió en la clase de inglés. Me levanté de mi puesto a sacar punta al lápiz en el otro extremo de la sala donde estaba el basurero y al pasar por el pasillo, uno de mis compañeros, uno que nunca que me había tocado, mete la mano por debajo del júmper y me pellizca una nalga. Me giro y lo miro. Él me devuelve una mirada entre asustada y desafiante, a ver si me atrevía a pegarle en la clase de miss Marjorie, que era temible de verdad. Sin embargo, vuelvo a girar, camino y me detengo al lado de la profesora frente a toda la clase.
- Miss, Bruno me acaba de agarrar el culo.
- ...
Silencio total en la sala. Miss Marjorie detiene en seco la tiza en el pizarrón.
- ¿Y más encima me lo viene a contar?
- Pero, es que yo…- no entendía nada.
- Lo que sucede es que a usted le gusta que la vayan toqueteando por ahí- sentenció.
En medio del silencio, miré a una compañera y nos sonreímos al pensar “¡Esta vieja está loca!”
- ¡Ajá! Y encima se ríe ¿tanto le gusta? ¡Tan chica y pensando en acostarse con hombres! ¡A inspectoría general!- apuntó la puerta de salida, en una condena que significaba suspensión por varios días, seguro.
El silencio era sepulcral. Yo no entendía nada. Nadie entendía nada. Bruno me miraba como diciéndome que él nunca había querido provocarme este problema. Miss Marjorie me agarró de las patillas y me arrastró hasta la oficina de la inspectora general, a quien le dijo algunas palabras. Me senté frente a miss Juana en medio de una oficina desordenada. En un rincón se acumulaba un cerro de ropas perdidas. En otra esquina, una sección destinada a los objetos requisados. Más allá una serie de cajoneras rebosantes de papeles. Miss Juana había comenzado a charlar conmigo y entre frases como “pues, sí, la sexualidad es así” yo miraba el cerro de ropa a ver si encontraba mi zapatilla antes de que mi madre se diera cuenta de que la había perdido, “en cierta ocasión mi marido me engañó con otra mujer, es decir, tuvo relaciones sexuales con otra mujer, pero yo lo perdoné por…”, esa polera de allá parecía ser la que Lorena había dejado en el club deportivo, “y es que una relación sexual debe ir unida de un sentimiento de amor”, y esa bufanda debía ser la de Claudia porque tenía un monito de Hello Kittie pegado en un extremo, “estos sentimientos y sensaciones son normales al crecer, los niños desean tocar a las niñas, pero…”, ay, por favor, que apareciera mi zapatilla y ¿ese sweater?, “¿Entendiste, mi amor?”. Miré a miss Juana.
- Sí, miss Juana.
- Ya te puedes ir.
- ¿No me va a castigar?
- ¡Pero, linda, vaya no más!
En la sala me esperaban mis compañeros expectantes.
- ¿Cuántos días te suspendieron?
- No me suspendieron- sorpresa general.
- ¿Entonces que te dijo la miss Juana?
- No, nada, me dejó sentada allí un rato- no me atrevía a contar la historia del marido, parecía demasiado confidencial. Entre tanto, mis compañeros parecían muy desilusionados.
- ¡Ah! Juan Pablo,- dije- estaba tu sweater en la inspectoría y también vi el yo-yo de Felipe.
A pesar de todo, los toqueteos seguidos de puñetazos, patadas y volcamientos en el suelo continuaron. Un día me di cuenta de que miss Connie ya no me miraba como antes, sino con cierto desprecio y que, además, miss Marjorie no dejaba de acusarme de comportamientos inapropiados, a su manera claro, como en cierta ocasión en que estaba conversando con un compañero en clases, cállese, me dice, y junte las piernas, ah, pero claro, si a la señorita le gusta abrir bien las piernas, ya sabemos para qué, y me imagino que la mayoría de nosotros no sabíamos para qué querría tener siempre las piernas bien abiertas. Y sin siquiera darme cuenta fui adquiriendo una fama entre los profesores que estaba demasiado lejos de lo que yo era por entonces, hasta que para un ensayo general de navidad cantando no sé qué canción, muy callada riéndome con un amigo que cantaba aún peor que yo, de pronto, miss Dacia detiene el ensayo en que participaban todos los cursos y con cierto tono que recuerdo al borde de la histeria, grita:
- Miss P., usted está hecha toda una vampiresa ¡Váyase de aquí!
No supe qué pensar porque la palabra vampiresa nunca había figurado en mi vocabulario, a lo sumo pensaba que era la hembra del murciélago y que miss Dacia me tomaba por sorpresa con un término que debía conocer. Recién al llegar a casa y ver lo enfurecida que se puso mi madre con la historia, comprendí que debía tomarlo como un insulto, pero todavía sin saber qué suerte de insulto.
Afortunadamente para las misses y para mí, llegó la recesión económica en medio de la dictadura y, puesto que mi abuela ya no pudo pagar más el colegio privado, me cambié al liceo de niñas.
21 septiembre 2005
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