Nuestra profesora de castellano todavía era vivaz, soñadora y creativa cuando llegó al liceo, estaba aún en una etapa intermedia entre nosotras, las niñas de trece años, y los adultos que dirigían todas las políticas de educación. Nos comprendía y entendía que el currículo incluía muchos libros que en vez de promover la lectura, la desincentivaban, pero sobre todo respetaba el derecho que cada una de nosotras teníamos de detestar o de adorar el Mio Cid, por ejemplo, por eso al final, en las evaluaciones, premiaba más la creatividad o la curiosidad que el cumplimiento de una lectura obligatoria. Varias de nosotras nos entendíamos muy bien intelectualmente con ella porque nos permitía ese espacio de libertad que los otros profesores ya habían abortado en sus propias vidas. Y, sin embargo, a pesar de las satisfacciones que nos entregábamos mutuamente con ensayos atrevidos, obras de teatro críticas y conversaciones literarias, ella prefería a una de nosotras que se destacaba por su frivolidad, una chica menuda, morena, de un cuerpecito muy bien formado, caderas anchas, pelo reluciente y rostro seductor. El grupito de las aplicadas, de las lectoras, de las ambiciosas intelectuales no lográbamos comprender esta preferencia en la sala de clases hasta que descubrimos que su amistad se prolongaba más allá del liceo, que se paseaba por el barrio hacia el supermercado tomadas de la mano, justo en frente de las ventanas de la casa de mi abuela, cuando ensayábamos las Preciosas Ridículas.
Las Preciosas Ridículas, justamente cuando la considerábamos a ella, a nuestra compañera favorita de la profesora, una preciosa ridícula, que a pesar de su ignorancia, de su nulo interés por cualquier tipo de conocimiento que no se remitiera a datos de belleza, había cautivado a Cecilia. Ninguna de las que estábamos allí dijo nada en ese momento ni nunca, a lo sumo comprendimos que aunque nuestra puesta en escena de la obra de Molière fuera extraordinaria, como lo sería, no nos ganaríamos más el cariño de nuestra profesora. El silencio, por lo demás, era necesario porque Cecilia era militante comunista, al igual que nuestro magnífico profesor de historia, quien un año después fue acusado por la directora de homosexual y expulsado del liceo. Todas entendíamos que era una acusación absurda en un colegio de niñas, todas entendíamos que había sido expulsado por participar en manifestaciones políticas y, Cecilia, que hasta el momento había luchado contra la dictadura y, lo principal, por entregarnos una educación enriquecedora, después de la salida de Florindo, ya nunca volvió a ser la profesora vivaz, soñadora y creativa que nos impulsó hacia un conocimiento crítico.
Sin embargo, Cecilia nos mostró algo que ninguna educación sexual explícita puede enseñar y que no comprendimos racionalmente sino hasta muchos años después. La relación de Cecilia y Carolina no era la única relación de amor que había entre nosotras y al decir nosotras me limito a las cuarenta y cinco alumnas del curso porque el universo de cuatro mil es demasiado extenso para abarcarlo. Y aún más, me limito a mi propia relación con otra Carolina del curso, en un enamoramiento tan evidente que mi madre, en un ataque de puritanismo insospechado, comenzó a deplorar nuestra “amistad”. Carolina y yo no teníamos una amistad, teníamos un noviazgo que atravesaba por todas las circunstancias dolorosas de tales relaciones, principalmente las manipulaciones y los celos. A todos lados íbamos juntas, estudiábamos juntas, dormíamos juntas, en su casa, en la mía, en la playa, nos abrazábamos, nos tomábamos de las manos, nos besábamos, nos tocábamos y odiábamos a cualquier otra chica o chico que quisiera meterse en medio de las dos, pero nunca se nos ocurrió la idea que pudiésemos ser lesbianas, nunca nos cuestionamos nuestra condición y preferencias sexuales y agradezco a Cecilia y a las precarias políticas de educación de aquella época que nadie nos haya insinuado que, tal vez, sólo tal vez, éramos lesbianas y teníamos todo el derecho de serlo porque en vez de ayudarnos, nos habrían confundido y hasta atormentado en una relación que no era más que la manifestación natural de una etapa de nuestro crecimiento, en que nos buscábamos tan intensamente, tan amorosa y celosamente, como una forma de conocernos a nosotras mismas. Más tarde Carolina comenzó a salir con Camila y me dejó como se deja a una pareja, sin vernos, ni hablarnos nunca más. Luego, al salir del liceo, embarazada, se casó y tuvo más hijos. Cecilia continúa aún hoy, después de diecinueve años, su relación con la otra Carolina. Y yo nunca dudé de que me gustaran los hombres, como me gustan tanto, pero tampoco nunca me negué la posibilidad de estar o hacer el amor con otra mujer, como lo he hecho.
05 octubre 2005
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