16 septiembre 2005

Nada extraordinario

En un sobre pongo el dinero para la autorización de viaje que tiene que firmar, el carné de María Paz y las fechas probables de ida y regreso. Luego de enlatarnos en el metro con los chicos, la dejo en casa de sus abuelos y a Fernando en el colegio. Sigo caminando rumbo a la oficina de la editorial.

Es jueves. En la oficina, nada especial, salvo que me dedico el día entero a escribir un guión y dibujar un cómic para un proyecto específico, entre llamada y llamada. Al salir, lo llamo para que vaya a dejar a María Paz a casa.

Llego y ya está allí, esperando. Me devuelve el sobre con el permiso.

- Te saqué mil pesos del vuelto para el metro.
- ¿...?
- El pasaje de ida y vuelta por venir a dejar a la Agustina.
- ...
- ...
- ¿Así que ahora cada vez que veas a tu hija voy a tener que pagarte la locomoción?
- Es que no tengo plata.

Más tarde, a la una y media de la madrugada estaba esperando micro en Providencia después del cumpleaños de mi amiga y socia. No quise tomar un taxi, a pesar de que la línea que me sirve nunca pasó. Una mujer me conversaba de su vida, que trabajaba vendiendo dulces afuera del canal nacional y que este día había sido particularmente bueno porque no le quedaba nada (¿no era la declaración de la Larraín en el Rojo?). Ahora se iba a su casa a planchar el traje de huaso del hijo mayor (que luego cosería para el menor), que a las siete tenía que estar en la distribuidora de dulces y antes de las ocho se instalaba otra vez afuera del canal. Me sentí miserable.

Se fue. Segui esperando, pero no sé qué, porque ya las micros casi no pasaban. Tal vez a que suceda algo extraordinario... No me decidía a tomar un taxi ni a caminar. De pronto, un automóvil se detiene.

- ¿No te da miedo subirte al auto de un desconocido?
- No.
- ¿No piensas que te pueda suceder algo?
- Sí, pero puede ser en cualquier lugar

Pienso que ya no tengo miedo, me miro al espejo, soy una mujer de treinta y tantos, con dignas arrugas, ya soy más una señora que un objeto sexual. Tampoco tengo nada que me roben.

- ¿Por qué no me das tu mail?
- No.
- ¿No quieres que sigamos en contacto?
- No.
- ¡Qué rara eres!

Me bajo en el Museo de Bellas Artes. El trayecto fue corto y el interrogatorio del tipo, largo. Camino a casa por Catedral. Dos cabros hippientos se me acercan, avanzamos un par de cuadras cuando me dicen que van al Túnel.

- Pues ya se pasaron.

Sigo.

La Plaza de Armas está iluminada y habitada. Me siento un momento a mirar la Catedral, que a esta hora no se refleja en el edificio del vidrio, en esa imagen tan recurrente de las fotografías. Están armando unos puestos y un escenario.

No hay ningún fotógrafo, pienso.

Reanudo la marcha. Un hombre, mal vestido, de un aspecto un poco amenazante, comienza a seguirme. Va detrás mío, muy cerca, lo siento respirar. Me sumerjo en mis pensamientos mientras, a lo largo de una cuadra, lo llevo casi al lado sin saber que pretende. Adelanta un paso y se pone a mi costado, me observa por segundos y cruza la calle. Del frente me grita si tengo hora.

- No.

Ya llegué a Santa Ana.

En mi casa, por fin veo a los niños. Es lo que quería. Es lo único que quería: volver para verlos. Y allí están.

Hago la última llamada teléfonica y me duermo.

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