Adolescente.
En el barrio, vivía una chica argentina. La adoraba, era su sueño dormido y despierto, la buscaba, la contemplaba, le escribía poemas, le dedicaba novelitas donde aparecen sus tempranas inquitudes por la filosofía. Y todos sabían de este amor. Aún lo recuerdan sus compañeros de colegio, sus padres, sus amigos de aquella época.
La niña se llamaba Agustina.
Ahora, ya tiene unos marcados surcos en su frente, en los ojos y alrededor de la boca.
Al nacer dijo que la llamaría así.
Apenas sugerí un "María" y un "Paz", pero estaba demasiado cansada para discutir el nombre, tenía demasiado miedo de perderlo como para insistir, estaba demasiado ciega de amor como para no darle esa felicidad, demasiado convencida de que yo era la victimaria como para reclamar nada; en una palabra, estaba convertida en un estúpida.
Y mi niña fue inscrita como Agustina, sin más, omitió cualquiera de los nombres que yo también quería.
Y tenemos más arrugas después de dos años.
Un día desperté lúcida y le cambié el nombre. Juntas nos metimos en la tina con sales, apenas la luz de una vela, la abracé en el agua y la llamé "María Paz", los dos nombres que su padre omitió en el registro civil.
Me siento mejor. Lo sigo odiando, sin poder hacer nada, pero al menos el nombre de mi hija no me lo recuerda a "él", sus amores del pasado, vivos o muertos.
14 septiembre 2005
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario