20 enero 2006

Lacrimosa Runaway (¡puaj!)

En cierta ocasión, creo que una de las veces que intenté huir de la casa sin éxito y que regresé porque mi madre me tendió una trampa diciéndome que habían atropellado a mi perra, el castigo consistió en todo el mes de enero sin salir de casa.

Lo cumplí a cabalidad. Ni siquiera puse un pie en la calle, incluso cuando ya había expirado el plazo del castigo y febrero llegaba a la mitad. Ahora preocupada, mi madre le pidió a una tía que me llevara de vacaciones al norte, al balneario de Tongoy y a Coquimbo. Recuerdo que después de un mes y medio encerrada en la casa de mi abuela, principalmente en mi escritorio, pisar el pavimento resplandeciente de la calle me encegueció. Llevé conmigo varios libros de García Márquez, que en ese momento me tenían fascinada, y me pasé los días frente a la playa grande leyendo sin hacer nada más. En Coquimbo mi tía, ahora ella preocupada, me obligó a visitar a otra sobrina, mucho mayor que yo, que vivía en las afueras de La Serena. Fui desganada. La mujer, que tendría la edad que tengo ahora, me recibió con un martini rosso. Al otro día, nos fuimos juntas al Valle del Elqui haciendo dedo. Luego volví al hotel en Coquimbo y luego a casa hasta que comenzaron las clases en el liceo de niñas.

Siempre fue así. La casa de mi abuela fue mi refugio y mi infierno. Siempre fue difícil sacarme de ahí. Mis amigos no me entendían, me invitaban a salir al cine o fiestas.

- No puedo.
- Pero ¿por qué?

Las respuestas variaban entre el sufrimiento de los animales (era absolutamente vegetariana), las guerras, los niños abandonados, la sobrepoblación, el hambre y... la culpa y la vergüenza. La culpa de algo que no sé qué era, la vergüenza de ser yo y de ser humano, algo tan general que era incluso inexplicable para mi. El único razonamiento era éste:

- ¿Y qué puedes hacer tú? ¿acaso encerrándote van a mejorar las cosas?

Ciertamente era el único razonamiento posible y la respuesta era "nada" y "no", pero de igual forma no sentía el ánimo de reír y bailar mientras, pensaba yo, otros morían.

- No te entiendo, realmente- me solían decir.

Era tan evidente, pero nunca nadie, ni yo, lo vio. A veces aceptaba salir y lo pasaba muy mal, volver luego a casa era mi único pensamiento. Al pasar el tiempo comencé a beber en estas reuniones para soportar esta sensación que no puedo describir. Por supuesto, adivinarán, no hice sino empeorar las cosas. Claramente, para todos, era mejor que me quedara en casa.

- Es que no puedes hacer esas cosas, no puedes beber- me dijo al enterarse de mi último incidente.
- Ya lo sé...

En eso sonó el teléfono. Era S. confirmando su asistencia a la reunión que tendrían esta noche con unos amigos que acaban de llegar de Francia con su bebé de cinco meses. No me invitaron, por supuesto ¿quién lo haría? De igual manera, ya saben, todos estamos mejor si me quedo en casa. Volví pensando en esto y en la casa de mi abuela.

Ahora sé que culpa sentía. La de haber juzgado a S., la de haberle gritado su condición de drogadicto, la de haberlo despreciado, la de haberlo odiado, ahora cuando la evidencia estaba allí, frente a mis narices, S., después de todo, es una persona aceptada, con amigos, capaz de mantener relaciones sociales, a pesar de sus excesos.

- Voy a esperar- le dije antes de irme de su casa, donde momento después harían la reunión.
- ¿Qué vas a esperar?
- Voy a esperar que me perdone y me ame.
- Pero no puedes esperarlo, quizás eso no pase, debes hacer tu vida.
- Y la voy a hacer, voy a trabajar, voy a criar a mis hijos, voy a escribir, pero mientras hago todo eso, lo voy a esperar.

Nada más me miró. Luego, en el camino, pensé en esto. Más tarde nadé y hubiese querido prolongar ese estado, el de la inmersión y el ejercicio, por mucho tiempo. Y más tarde llegué a mi casa. Mi casa.

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