Parecía que el fin de año se venía encima, con una serie de yunques que me aplastaban contra el pavimento caliente. Era todo lo contrario, fue excelente: estuve a punto de olvidar a S., viajé mucho con Pablo, se publicaron tres de mis libros infantiles, tuve trabajo como ilustradora, la Revista Ají logró sobrevivir, conocí a María y a Malayo, establecí una relación de amor puro con Paz (aún a coste de la pelea por el nombre) y él último día del año comprendí que tenía que relajarme con todo y aceptar el cambio.
En Buenos Aires Pablo estuvo saliendo (o está haciéndolo, no lo sé) con otra chica de un perfil muy parecido al mío. Me enojé mucho al enterarme de los detalles, le escribí correos furiosa, pero la verdad es que me resulta imposible estar tan enojada, sino simplemente herida en mi ego. Pablo fue fundamental para que le diera un giro a mi vida, con su cariños, atenciones, halagos y comprensión. En realidad, siempre supe que era mujeriego, pero sólo ahora vine a comprobar que seguía siéndolo y que, a su edad, difícilmente, dejará de serlo.
Ese día primero de enero, me desperté con la certeza de que, a pesar de que me dijeran lo contrario, era el momento de volver a dedicarme a mis niños y a mi casa. Así que estoy pasando las vacaciones con ellos, pintando y arreglando la casa, dejar de lado un poco esas ambiciones de la mujer "exitosa", trabajo y dinero, ya saben... La Reina de tanto repetirme que no tuviera más hijos me hizo recordar que la vida es efímera y que antes de que me de cuenta ya no tendré ninguno.
Dedicar los intervalos de tranquilidad para sentarme en un lugar de mi casa que me guste, la terraza, la sala o mi taller, a leer o escribir, sin apuros, sin tantas ambiciones, sin desesperarme. No hay apuro, el tiempo pasa solo.
04 enero 2006
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