07 enero 2006

Adriana

Adriana era amiga de mis padres, cuando ellos peleaban, siempre acogía a uno de los dos, borracho y lloroso, para cuidarlo y consolarlo. La primera vez que huí de casa, también me recibió en su departamento por más de una semana. Tenía osteoporosis y por ello pasaba los días, semanas, meses y años, en cama, fumando y reuniéndose con las Legionarias de María para rezar. Yo, que siempre detesté el humo del cigarrillo, me tendía en el suelo de su dormitorio a repetir el rosario, con la esperanza de que a nivel del suelo no me alcanzara. Adriana me compensaba con helados, que nunca faltaban, con la disculpa de que la leche era buena para suplir el calcio que ella irremediablemente perdía.

Al pasar los años, dejé de visitarla, aunque me enteraba de ella a través de mi madre y, ayer fue la última vez, claro que el comienzo de la frase me indicó lo que, sin detalles, sucedía.

- Ayer hablé con la María M. Me llamó por Adriana… No sé si tú eres el pájaro de mal agüero- me dijo antes de partir al entierro de su hermana.

Tragué saliva:

- ¿Se murió?
- Todavía no, pero está hospitalizada.

Adriana (de ochenta años hoy) el último tiempo, desde que falleció su hermano menor, no había querido recibir a nadie en su departamento, lo que resultaba muy extraño, pero nadie quiso discutir. Ahora que estaba en el hospital, sin que la morfina pudiera aliviarle el dolor, María presionó un poco a la empleada para que dijera lo que sabía. La niña se confundió, pero terminó revelando que su patrona la mandaba todos los días a comprar varias botellas de cerveza y a veces también pisco y coca-cola. Un día se cayó en su departamento y, debido a la fragilidad de sus huesos, se quebró entera, con sus huesos hechos polvo.

- Mañana la vamos a ver.
- Qué bueno, pero que no pase de mañana.
- Ya… no sigas ¿ya?

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