10 octubre 2005

Pasajeros en tránsito

De chica me cambié varias veces de colegio, primero porque murió mi padre, después porque no me adapté, luego porque vino la recesión y finalmente llegué al liceo donde la cosa no era mejor. Todos los años, desde séptimo básico, nos cambiaban a las cuarenta y cinco alumnas que nos habíamos acostumbrado durante el año. Puesto que había catorce cursos por nivel, la combinatoria resultaba casi infinita, como supondrán. Tampoco nunca entendí los criterios de selección, salvo cuando hubo que elegir la orientación. Entonces, al optar por las matemáticas, quedé en el cuarto medio A, el mejor curso del colegio. Las "flojas", las "pavas", las "sin objetivos" claros se desmenbraban en el siguiente orden: biología, historia, lenguaje y arte. Pocos nombres quedaron en mi memoria de todas esas niñas con quienes compartí y ninguna amiga. La universidad no fue la excepción. Transité como un fantasma durante cuatro años por las salas de traducción, sólo por la necesidad a que me obligaba la pobreza de entonces, pensando que al terminar pronto, más luego podría trabajar. Por supuesto elegí muy mal. No era una carrera para enriquecerse bajo ningún punto de vista, pero ya estaba allí gracias a las becas de la universidad y del Estado. Al menos no pagué nada. De entonces, creo que apenas retengo dos o tres nombres que, a estas alturas ya no me dicen nada.

Digamos que el desapego fue la gran lección: el material y el afectivo. Y también la certeza de lo efímero que puede resultar todo. No significa esto que no guarde gran cariño por algunas personas, pero ese cariño no significa la prolongación de una amistad, en mi caso, aunque así he vivido las mejores experiencias con algunas personas. Tanto puedo amar como desaparecer al otro día, como Paula, la boliviana.

Oporto fue el escenario de uno de esos amores. Era la primavera europea cuando llegué al puerto. Viento y lluvia sobre el río y el océano. Otro color. Otro frío. El albergue miraba al mar. Tomábamos vino, comíamos pizza y sopas de sobre con los brasileros, los italianos y la francesa. Leandro era de Porto Alegre y estaba en España estudiando un magíster. Alexa era de un pueblo de Francia y estudiaba portugués en Porto al tiempo que hacía clases de francés. Los italianos eran parte de una ONG preocupada, por cierto, de las minorías. Una noche salimos al Bar Luso, donde nos encontramos con unos portugueses que luchaban contra el imperialismo y a favor de las etnias. Cristóbal Colón y Vasco da Gama eran los primeros demonios. Yo, con mis trenzas de india, mi color pálido verdoso, era el símbolo de los indígenas que ellos querían imaginar. Tomamos cerveza, mucha cerveza, bailé con unas chicas porteñas que me besaban y abrazaban. A la una de la madrugada se desató una tormenta. El albergue cerraba pronto. Todos los negocios de Porto debían cerrar también. Salimos a la calle y paramos un taxi. Cabían casi todos los del albergue, menos Leandro y yo, pero no nos importó. Nos quedamos bajo la lluvia besándonos mientras el vehículo se alejaba. El portugués nos llevó a una fiesta de cumpleaños de unos amigos. Bailamos mucho más al ritmo de canciones brasileras. Fuimos el centro de atención esa noche. En la madrugada, cuando ya no llovía, pero el viento se lo llevaba todo, corrimos contra la corriente hacia el albergue. Nos caíamos en las pozas, nos abrazábamos, nos besábamos. Al llegar, traté de resistirme por un segundo a Leandro, pero hicimos el amor en un pasillo y luego en su dormitorio. Desde entonces no nos separamos, recorrimos el puerto, las ferias, el cementerio, los parques, las playas, el vino de las cavas que pasaba dulce de una boca a la otra, fuimos a dejar a los italianos a la estación de trenes, llegamos juntos a la boletería.

- No te vayas.
- Me tengo que ir ya.
- Quédate dos días más, por favor.

Y él se quedó. Dso días después tomamos juntos el tren rumbo a España.

- Qué triste te ves en esa foto- me dice un amigo viendo mi reflejo en la ventana del tren, efecto del todo inesperado- ¿Extrañabas tu casa?
- Si.

Sin embargo, la verdad es que acababa de dejar a Leandro en la estación de Vigo, primera combinación hacia las ciudades de España. Lloré mucho en la estación cuando estaba a punto de subirse en su vagón. Me abrazó fuerte pero no dijo nada. Lo vi alejarse irremediablemente. Después esperé dos horas mi tren, dos horribles horas, recién abandonada a mi soledad otra vez. Una vez arriba de mi tren sólo pude ver el paisaje sin ver nada.

Y uno aprende que siempre es así.

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