28 septiembre 2005

Memorias de la educación sexual: "La yegua"

En el campo de mi tío había una yegua mansa y a los niños que íbamos para las vacaciones nos gustaba montarla para trotar por los pastizales hasta el roble que señalaba el límite con el fundo adyacente. Los potreros parecían de cuento, siempre cubiertos por maleza alta en un sinfín de pequeñas lomas atravesadas por esteros de agua clara todavía. Nos tendíamos bajo el árbol con panes amasados y queso de la lechería del lado. Nos gustaba darnos besos a escondidas entre mi prima Sofía y nuestro primo Rodrigo. Besos en la boca que nadie veía sino la yegua que nos acompañaba. Mi tío tenía un peón de quince años que cuidaba las huertas y los corrales de las aves. Luis un día nos siguió y descubrió nuestros besos de niños. Desde entonces nunca más quiso que sacáramos a la yegua sin él porque, ahora me resulta evidente, quería participar en nuestro juego. Nosotros no lo dejábamos porque yo, en el campo, me sumaba inconscientemente a esa jerarquía de patrón y de sirviente, sobre todo porque mi prima desde chiquita hacía gala de una soberbia de princesa consentida que, en lugar de molestarse por la presencia de Luis, pronto lo tomó como la obligación de servirla. “¡Luis!”, gritaba “¡Prepara la yegua, huaso bruto!”. Sin embargo, Luis era huaso ladino. Pronto se las arregló para ahuyentar a Rodrigo, que no le interesaba, y descubrir que yo verdaderamente no entraba en el juego de las jerarquías porque venía de la ciudad. De manera que se hizo mi amigo, sacaba a la yegua sólo para llevarme a mí por los campos, a los esteros donde me perdía entre las malezas y las flores silvestres.

No sé cómo Luis me convenció de que él tenía un secreto para mí y sólo para mí. Un día me lo mostró en el entretecho del granero: era su pene erecto. No me pareció gran cosa comparado con el del potro, pero de inmediato sentí unos intensos cosquilleos en el pubis y deseos de orinar. “Quiero hacer pichi”, el comenté sentada sobre la paja. El se rió. “Haz pichi no más”, me contestó. Me levanté las faldas, bajé los calzones y dejé, con mucho placer, caer sonoramente el líquido. Olía. Mojaba. Aliviaba. Descubrí los ojos estupefactos de Luis. “¡Te hiciste pichi!”, dijo, “¿Y ahora que le voy a decir al patrón?”. “Nada. ¿Por qué el tío tiene que saber que me hice pichi en el granero contigo?”.

A partir de ese momento los paseos en yegua con mi prima perdieron interés, pues prefería ir al entretecho del granero a observar el pene de Luis para tener esos deseos intensos de orinar frente a él. Me gustaba mucho el juego. A veces también íbamos al estero y yo volvía con los calzones mojados y manchados con pasto verde. Me parecía que ahora sí que compartíamos un gran secreto, que verdaderamente éramos cómplices.

- ¿Te gustaría ver un pene?- le dije un día a mi prima.
- Sí, me encantaría ¿dónde hay uno?
- Luis tiene uno grande, aunque no tan grande como el del caballo que hay en el potrero de atrás.
- ¿Y puedo verlo?
- No sé- me jacté- Tendría que preguntarle a Luis porque sólo me lo muestra a mí.

Le pregunté al peón y nos citó a las dos en el gallinero principal a la hora de sacar los huevos. Nos sentó sobre unos mesones llenos de granos y sacó el pene para lucirlo.

- ¿Qué les parece?- nos preguntó.
- Está lindo, pero es verdad que no como el del potro… ¿puedo tocarlo?- dijo Sofía.
- No, sólo ella puede tocarlo y tenerlo- contestó Luis, claramente vengándose de la patrona, aunque hasta el momento yo nunca lo había tocado.
- Pero yo quiero tenerlo- acotó la princesa consentida mientras yo, una vez más, tenía deseos de orinar. Luis me miró y adivinó. De pronto me tomó en brazos y me acomodó a horcajadas sobre su vientre. Sentí el calor de su pene en mi entrepierna.
- Es de ella- dijo.

Sofía cada día le rogaba que también pusiera su pene tibio entre sus piernas, y cada día Luis me deleitaba con su calorcillo desafiando a la princesita que, esta vez, no tenía lo que quería. Así que ahora el juego consistía en que cada vez que yo tenía ganas de orinar él colocaba su miembro en mi entrepierna para que, en vez de mojar la paja, lo mojara a él mientras Sofía moría de celos.

No sé cuánto duró ese verano en el casa del campo de mi tío, pero sé que todas la vacaciones estuve en este juego con Luis y que cuando con mi abuela nos marchamos por la alameda lamenté mucho tener que dejarlo. Al verano siguiente volví con las esperanzas de encontrar a Luis, pero ya no estaba porque había decidido terminar la secundaria. Entonces los paseos en yegua con mis primos me parecieron tan aburridos.

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