La señora, de clase media, tenía tres hijos y casa propia. En contra de su voluntad se había sometido a un tratamiento sicológico, pues consideraba que poseía la fuerza suficiente para adaptarse a la vida. En cierta ocasión, al atravesar una calle en reparaciones, tropezó con unas piedras y fue a dar de cara al muro de una casa, lo que le dejó el rostro completamente desfigurado. Durante la sesión, su analista le preguntó:
- ¿Pero cómo se ha caido usted de esa manera?
- Pues no lo sé... yo misma advertí muchas veces al padre de mi hija sobre los peligros de aquellos arreglos en la calle.
- ¿Nada más?
- Bueno, en ese momento vi una pala en la ferretería del frente y crucé sin pensar para ver el precio. Estaba interesada en comprar una nueva porque a la mía se le había quebrado el mango.
- ¿Pero cómo no miró dónde pisaba?
- No, fíjese usted. He llegado a creer que quizás haya sido un castigo por lo que iba pensando en ese momento.
- ¿Y en qué iba pensando?
Aquí la señora detiene sus confesiones. La analista sabe muy bien que iba pensando en reemplazar la pala del mango quebrado, por supuesto: necesitaba una nueva para seguir cavando la fosa en la cocina. Hace un par de anotaciones que le servirán más tarde para analizar las situaciones de autoagresiones, pero que de nada le servirán, cincuenta años después, al fiscal que investiga la aparición de los restos de un cuerpo humano en la demolición de una cuadra antigua de la ciudad.
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