Había un baldío, allí donde estaba la Villa Códice. El muerto vivo salió de la atmósfera enrarecida por los adobes atómicos, sin mirada, sin mirada porque no había órbitas que contuviesen el órgano visual. Apenas caminaba porque tampoco había carne que sostuviera los huesitos descalcificados. Y no tenía pene. No tenía pene porque no quedaba músculo, que es algo así como carne, con agua y grasa y otras menudencias que se traducen en tonicidad. No había sido emparedado. Habia sido pisoteado bajo la baldosa. Entonces vino, como ya saben, el terremoto. Y el muerto se levantó. Atrás fue dejando el baldío sin comprender porque, básicamente, un muerto, sobretodo un muerto sin cerebro, no puede, esta impedido orgánicamente, de comprender. Caminó como un fantasma huesudo por la calles abiertas, sin rumbo, sin decisión, sin voluntad, sin pene, sin lengua, sin ojos. Su último recuerdo, que no recordaba porque la memoria también está instalada en el cerebro, era un beso opaco y la penetración helada y suave de algo en su espalda (era un cuchillo, pero no lo podía saber). Entonces se fue desvaneciendo de a poco, en la misma medida que la sangre manchaba el piso de madera, pucha, recién encerado. Nunca comprendió. Es la fatalidad de algunos sujetos y, evidentemente, de todos los muertos. Éste no entendió nada ni vivo ni muerto. Y siguió caminando porque un muerto que se levanta de su tumba improvisada no tiene otro destino: caminar sobre los huesos desvencijados, agujereado entero, invisible a los ojos de los otros hombres, juguete macabro de los niños de la cuadra, servicio inútil para las amas de casa que esperan impacientes a sus amantes -además porque a cierta edad las amas de casa esperan a otras mujeres como amantes, los hombres se han vuelto, a la misma edad, tan insípidos como el muerto vivo, sin voluntad, sin decisión y sin pene (los vivos prácticamente sin pene).
Y allí quedó un baldío, donde estaba la Villa Códice.
25 agosto 2010
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